Majestad de lo mínimo, La. Fernando Fernández
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2] El 25 de enero de 2004, José Emilio Pacheco dedicó su columna de la revista Proceso a Andrés González Blanco (núm. 1421, págs. 70-71). El artículo, que fue titulado “Un amigo español de López Velarde” y apareció con una dedicatoria a Gabriel Zaid (“en sus 70 años”), no está en La lumbre inmóvil (Instituto Zacatecano de la Cultura “Ramón López Velarde”, 2003), la selección de sus trabajos dedicados a nuestro tema, hecha por Marco Antonio Campos, por la razón de que fue escrito después de la publicación de ese libro. Por desgracia, el texto no fue incluido en la segunda edición de ese mismo volumen, hecha quince años después por la editorial ERA. Sí lo fue, en cambio, en la gran selección de los artículos de esa columna, publicada en tres tomos bajo el nombre de Inventario (antología) (ERA, III, 2017, págs. 452-458). Pacheco hace en breve, en su texto original de Proceso, un ejercicio comparativo entre González Blanco y López Velarde como el que hizo por extenso, más de medio siglo antes, Luis Noyola Vázquez, a quien menciona unos párrafos antes, aunque con el nombre cambiado por Loyola. No es la única errata del artículo: la fecha de nacimiento de López Velarde aparece como 1889. Ambos errores se mantuvieron en la versión recogida en el libro.
3] Guillermo Sheridan dedica a Andrés González Blanco una breve pero estupenda nota en su libro Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles (1905-1913) (FCE, págs. 74-75, en nota). Allí califica de “repetido” al “error de suponer que vino a México en 1908”.
Saturnino Herrán retrata a López Velarde
—¡Pero cómo que se creía que Saturnino Herrán no había hecho nunca un retrato de López Velarde! ¿Quién lo creía? ¿De dónde salió esa información? ¿Es que nadie lee lo que está escrito? ¿Es que todo el mundo opina solamente de oídas?
Quien se revuelve de este modo es José Luis Martínez, el gran bibliotecario de la literatura mexicana, el minucioso autor de Hernán Cortés, el editor ejemplar de Ramón López Velarde. Llevo un rato conversando con él. Hasta este momento, el ilustre bibliófilo mexicano había hablado con serenidad, sentado en un sillón color arena quemada, en el rincón de una sala llena de libros sobre la que ha caído la noche. Ahora, en cambio, ha pasado sensiblemente al ataque. Si acepto gustoso un reproche dirigido también a mi persona es porque antes él ha aceptado, con una sencillez que me ha conmovido, los pequeños reparos que puse por escrito hace más de un lustro, en las páginas de mi libro Ni sombra de disturbio, a algunos detalles de su edición de la obra del poeta zacatecano, y que, ya no sé cómo, han ocupado la primera parte de nuestra plática.
—Es posible que tenga usted razón —había empezado diciéndome—. Puedo entender que alguien piense que fueron excesivos algunos comentarios personales donde quizás no venían a cuento. Pero desde luego la tiene cuando me reprocha que no debí incluir mis propuestas de llenado de los huecos, dejados por López Velarde, en la reproducción de “El sueño de los guantes negros”. De nada me valió jugar con el recurso del colaborador anónimo, y José Emilio, seguramente con las mejores intenciones, terminó echándome de cabeza. Tenía que haberlas puesto en el cuerpo de notas del volumen y no en la página misma del poema, que debe quedar como lo dejó el poeta.
Me di cuenta de que era José Luis Martínez en cuanto advertí el mismo gesto hermoso con que recibe a las cámaras a la puerta de su casa de la calle de Rousseau 53, colonia Anzures, en el documental que le hizo Paulina Lavista, y que he visto con placer en un par de ocasiones. No tuve la fortuna de conocerlo en persona, así que los datos de los que se sirve mi memoria para ponérmelo delante, la simpática figura en el quicio de la puerta, el contorno de los ojos almendrados, la sonrisa entrañable, sin duda los tomo prestados de ese lugar.
—Ahora, lo de las erratas ya no es cosa mía, o no del todo. Quizás ahí el Fondo de Cultura Económica, institución que yo tanto quise, no ha hecho bien su trabajo. ¡Mire que añadir nuevas erratas en vez de corregir las que ya existían! Además, es cierto que es necesario volver a ver los poemas en los lugares donde se publicaron originalmente, y eso es algo que usted y sus contemporáneos están obligados a hacer ahora. Mi generación, con el trabajo de muchos, que terminó cristalizando en mis tres ediciones, cumplió holgadamente con López Velarde. Por supuesto que pueden mejorarse, pero eso no me impide pensar que son una estupenda labor (en mi caso, el resultado de media vida de trabajo). Quizás debí darme cuenta de otros detalles, como esa expresión, la de “hacerte mía”, de uno de los primeros poemas, que efectivamente no puede ser del poeta. También eso es verdad: la expresión es indigna de López Velarde.
El director honorario perpetuo de la Academia Mexicana de la Lengua, el exdirector del Fondo de Cultura Económica, el Presidente del Comité organizador de las conmemoraciones del centenario del nacimiento de López Velarde, hace una pausa para tomar aliento. Alrededor de nosotros gravita una porción considerable de los 70 mil ejemplares de su biblioteca distribuida por la casa, tal como aparecen en las primeras tomas que hizo la cámara de Paulina Lavista aquella tarde con parte de su noche cuando estuvo aquí, unos nueve años antes de la muerte de José Luis Martínez, entrevistando al maestro.
—Déjeme decirle que su postura, señor Fernández, su rigor e incluso a veces esa belicosidad que hizo usted muy bien moderando en los últimos años, siempre son preferibles a cualquier género de condescendencia. A la larga, los homenajes, cuando carecen de sentido crítico, sólo consiguen apartarnos de las obras y las personas tal como son o han sido. No le pido que abandone nada de eso, aun si es respecto a mi propia obra. No importa que no crezca necesariamente su lista de amigos. Y dígaselo de mi parte a sus colegas, ese grupo de entusiastas velardianos a quienes veo con enorme simpatía, los cuales tienen el deber de volver con seriedad al poeta. No importa si es contradiciéndonos a nosotros, a Octavio, al doctor Phillips, a Gabriel, al propio José Emilio, incluso a los jóvenes Campos o Sheridan, a mí mismo. No todos lo aceptarán sin problemas, como lo hago yo ahora.
Hasta este momento, José Luis Martínez ha hablado con su característico tono tranquilo, la mirada risueña y la dicción algo húmeda, siempre sonriendo. De pronto se incorpora, adopta un gesto de gravedad y pasa al ataque:
—Pero que celebren lo que ignoran o no recuerdan, ¡eso sí me enfada! El asunto es serio porque se acerca el centenario luctuoso y temo que se vayan a decir tonterías a manos llenas. Con la vista puesta en los cien años de la muerte de López Velarde y la publicación de “La suave Patria”, por favor, ruégueles de mi parte a sus amigos que todo lo que opinen o escriban vaya acompañado de un mínimo de esmero y pulcritud. De entrada, es necesario conocer el trabajo de quienes los hemos precedido en el amor y el estudio de nuestro poeta más querido.
Traga saliva y continúa, subiendo de tono:
—¡Porque mire usted que decir que se pensaba que Saturnino Herrán nunca había hecho un retrato de López Velarde! Lo peor es que a veces los especialistas ni siquiera se enteran de lo que está escrito, por ejemplo en mi edición del Fondo. No le estoy hablando de un libro difícil de conseguir, como el de Martha Canfield cuya edición mexicana usted ha prologado, sino de uno que está al alcance de todos. Asómese, asómese a la página de mi libro en donde se aborda el asunto y verá por qué todo este regocijo no puede parecerme sino una fiesta frívola, una celebración de sordos y ciegos. Usted mismo escribió un parrafito al respecto, con la misma ignorancia de…
Lástima que el sueño no se prolongó al menos un rato más.Ya que