Majestad de lo mínimo, La. Fernando Fernández
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Andresito describe su vida en el seminario, cuenta que comenzó a escribir imitando a Espronceda y a Campoamor, a quienes leía de contrabando, y que terminó Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Más adelante añade: “Del romanticismo de Espronceda me curé en seguida. De la ceguera que me causaron los ojos de una mujer, aún no pude curarme. Sigo deslumbrado. Me hizo caer de lleno en el madrigal y en el amor que se hiela bajo el balcón cerrado, en la calle silenciosa”.
Entonces viene un tiroteo verbal en el que vale la pena retratarlos: “—¿Y en qué terminó aquel idilio?”, pregunta Camín. Y Andresito:
—En nada. Nunca supe a qué sabían los besos de aquella mujer.
—¿Entonces?
—El amor insatisfecho es lo único que subsiste.
—¿Te despreció?
—No.
—¿Te acobardaste?
—Menos.
—¿Y eres romántico por ella?
—Por ella.
—¿Quieres explicarte?
—Enseguida.
Y lo hace: “Tenía yo dieciocho años…”, etcétera. Más abajo, después de decir que ella “tenía los ojos grandes y azules como mi juventud de estudiante”, llegamos al previsible meollo del asunto: era casada. A lo que añade Andresito: “El amor prohibido es el único duradero. El más valiente. El más desinteresado. El más puro. El más respetuoso”. Ante semejante banquete, Camín se pone ambicioso:
—¿Por qué es el más valiente?
—Porque se enfrenta con la ley.
—¿Y el más desinteresado?
—Porque no tiene recompensa.
—¿Y el más puro?
—Porque no peca.
—¿Y el más respetuoso?
—Porque, si es un amor verdadero, no puede aspirar a la posesión. Si expone la honra de la mujer, deja de ser puro para convertirse en pasional, en egoísmo, en libertinaje, en profanación de aquello que más se quiere. El que recibe a Dios en la comunión, no muerde la hostia. El sacerdote no puede blasfemar sobre el cáliz.
Menos mal que repentinamente la conversación da un giro de 180 grados. Se define a la crítica: “la más importante dentro de las Artes”. Se señala la crisis de la novela: “antes […] era un arte. Ahora es un oficio”. Y se llega a México. Sí, Andrés conoce a la intelectualidad de México. “Hay un gran talento: Antonio Caso. Y un gran educador: José Vasconcelos”. De los poetas, menciona a Díaz Mirón, Urbina, Tablada, Rafael López, Núñez y Domínguez… Le parece ocioso, dice, “mencionar a Nervo. Él y Darío siguen viviendo entre nosotros”. “¿Y entre los jóvenes?” González Blanco no lo piensa dos veces. Lamenta que haya muerto, sí, tan joven, como sabemos que ha ocurrido el 19 de junio de 1921, pero no deja de afirmar: “El más interesante es Ramón López Velarde.”
Lunares y flaquezas de un poema trascendental
El segundo añadido de Octavio Paz a su ensayo sobre López Velarde es igual de importante que el primero, y me interesa especialmente porque tiene que ver con mi historia como lector de poesía, en la que fueron determinantes mis lecturas del poeta zacatecano. De la primera escritura de “El camino de la pasión” data la preciosa descripción crítica que hace de “La suave Patria”. El comentario de Paz es un buen ejemplo del extraordinario crítico que había en él. ¿O cómo referirse, entre otras cosas en las que esta vez no me detendré, si no es calificándola de esa manera, a una afirmación como que “el verdadero equivalente” del poema está en el teatro? “Ni lírico ni heroico –su tono: ‘la épica sordina’–, es un poema dramático, dividido en dos actos, con un proemio y un intermedio”. Y más adelante: “El intermedio es un solo en el que el vocalista, aquí y allá acompañado por un lejano murmullo de chirimías, canta el suplicio de un héroe”.
Es importante señalar la distinción que hace respecto a que el poema “es, en cierto modo, el mediodía de su estilo”, pero no de su poesía: “La maestría vence con frecuencia a la inspiración, la receta suplanta a la invención y el hallazgo al verdadero descubrimiento”. Si la primera vez que anduvo por el camino de la pasión, Paz había calificado al poema de “hermoso e infortunado” (seguramente refiriéndose a que ha sido “manoseado” con torpeza, como también dice), la segunda lo llama “hermoso y desigual” y a partir de allí añade un párrafo nuevo en que le hace una crítica algo más detenida.
De entrada se refiere al título, que le parece “más que una falta de gusto o un error de juicio […], un engaño piadoso, una ilusión”. A México no le va el adjetivo “suave”: ni su historia ni su geografía ni su temperamento lo son. Pero si el adjetivo no es preciso, las intenciones del poeta sí lo eran, añade Paz, y López Velarde, quien “aborrecía los tambores y las trompetas”, logró lo que quería: “un poema en voluntario tono menor”. Entonces, porque piensa que “la seducción que ejerce sobre nosotros no debe cerrarnos los ojos”, enlista, comentándolos, cada uno de los “lunares y flaquezas” que ve en él.
Sus reparos no son muchos ni demasiado importantes, pero es interesante verlos con cuidado. Dice que hay versos inútilmente complicados y aun grotescos; inexactos y que revelan una ignorancia del mundo natural; ripiosos y mal acentuados; retóricos; tiesos a lo Núñez de Arce. Estoy de acuerdo casi en todo; sin embargo, fiel a mi viejo entusiasmo por el poema, la lectura del párrafo desconocido me hizo reaccionar con algunas sensaciones y razonamientos que sigo reconociendo como míos.
Para demostrar que hay “versos inútilmente complicados y aun grotescos”, Paz cita estos dos: “[y] la hora actual con su vientre de coco” y “desde el vergel de tu peinado denso”. No seré yo quien defienda al segundo de estos versos; antes que grotesco, es feo: López Velarde es un poeta arriesgado y puede ser que de cuando en cuando no atine. Y es que acaso “vergel” y “peinado denso”, reunidos en una imagen que pretende describir la frescura que ofrece la patria para contrarrestar los calores del mes de julio, acaso no se ajusten bien. Además, ¿cómo olvidar la solución para “peinado” que propuso él mismo en otro lugar?:
con peinados de torre y con vertiginosas
peinetas de carey.
Pero el primero me gusta: “y la hora actual con su vientre de coco”. Es como un esqueje llevado de una playa de Veracruz a una maceta del altiplano mexicano. Tiene el “expresionismo”, si puedo decirlo así, de Díaz Mirón, y con una sílaba menos –como por cierto lo cita Paz– podría formar parte de Idilio, el gran poema del veracruzano. Además, y sin dejar de advertir que acaso se trate de un cambio de gusto de época, el verso me parece eficaz: la hora actual tiene el vientre del coco y en su interior hay jugo. El instante presente es ese jugo; la realidad, ahondada en el recipiente del ahora, nuestra existencia misma cargada de todas sus posibilidades simultáneas. Desde luego, puedo entender que no le suceda lo mismo al autor de “Viento entero”, el poema de Ladera este en el que Octavio Paz juega con la idea de que el tiempo es un presente perpetuo y que pasado y futuro