Pasquines, cartas y enemigos. Natalia Silva Prada
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Quiero resaltar, para comenzar, algunos méritos del trabajo que Natalia Silva presenta, empezando por dos elementos en apariencia obvios, pero que son verdaderos imperativos de la práctica del análisis histórico. Me refiero, en primer lugar, a la rica y copiosa bibliografía que aporta la autora y que pone de presente cuáles son las canteras historiográficas en las que ha nutrido sus análisis, como también la forma en que conoce la literatura anterior y actual que ha estudiado el problema de la cultura escrita y en general de la circulación del impreso y del manuscrito en las sociedades hispanoamericanas. Me refiero también al importante trabajo de archivo que la autora ha adelantado como parte esencial de su investigación. El lector comprobará que una cantidad notable de fuentes primarias ha sido revisada en esta investigación, y que más allá de las acostumbradas referencias de pie de página, esos documentos soportan la construcción del argumento y dan lugar al despliegue ante el lector de una cantidad grande de ejemplos, lo que hay que agradecer, pues es de esta manera como los lectores sabemos exactamente cuál es la interpretación que se nos presenta y cuáles son los hechos en que se apoya, y qué podemos asumir, objetar o matizar de tal interpretación.
Por fuera de lo anterior creo que otros méritos más, menos obvios, tienen que ver con varios puntos que paso a señalar a continuación. En primer lugar, la idea de presentar un panorama de conjunto de las posesiones de la monarquía española en tierras americanas, admitiendo cierta desigualdad de las informaciones de que se dispone y sin que haya posibilidad por ahora de presentar en sus variantes cada una de las formas singulares de esa cultura escrita, las que aquí son ante todo ilustradas con los casos de Nueva España y del Virreinato del Perú, del cual formó parte durante los siglos XVI y XVII el llamado Nuevo Reino de Granada, que al mismo tiempo, por el camino, fue conformándose como una entidad propia. La estrategia de abordar el problema de la “literatura infamante” y similares, a través de un panorama de conjunto puede ser discutida, pero tiene ventajas innegables, siendo la más visible que evita la mala costumbre de presentar un trabajo que se refiera a una de las unidades políticas de la monarquía —digamos, por ejemplo, Nueva España— como si se tratara del conjunto hispanoamericano, una característica que me parece muy presente a lo largo del siglo XX en la historiografía latinoamericana. Lo que encontramos aquí tiene pues que ver sobre todo con un panorama inicial, que desde luego deberá completarse en el futuro, pero se trata de un paso adelante en una tarea necesaria, si se acepta que la monarquía hispánica fue una condición formadora del conjunto de lo que serán en el siglo XIX sociedades nacionales diferenciadas.
En segundo lugar debe mencionarse como mérito indiscutible el hecho de que el trabajo vuelve a comprobar, aunque no sea este un énfasis que se mencione de manera repetida en estas páginas, la existencia de una innegable cultura euroamericana, en todos los planos de la vida social, sin que ello niegue las creaciones locales, las “apropiaciones singulares”, la existencia de una diversidad étnica y cultural que constituye un contenido preciso y masivo de las formas culturales de Hispanoamérica, aunque, claro, será deseable que en trabajos posteriores de esta investigadora o de otros historiadores las llamadas “repúblicas india y negra”, logren una presencia más significativa, dando extensión a una perspectiva de análisis que hace ya bastantes años ha puesto en marcha la etnohistoriadora Joanne Rappaport, y que se sintetiza en su idea de ir más allá de la ciudad letrada —en la acepción hoy superada de “ciudad letrada” que hizo en otra época circular en alguno de sus trabajos don Ángel Rama, y que pronto adquirió gran popularidad (cf. por ejemplo Joanne Rappaport y Tom Cummins, Más allá de la ciudad Letrada: letramientos indígenas en los Andes [2011]. Bogotá, 2016)—.
A los anteriores méritos se agrega uno más, y es el énfasis de este trabajo en los siglos XVI y XVII, pues es un hecho conocido que la mayor parte de las investigaciones sobre el tema habían tenido como centro de análisis el siglo XVIII, y aun su segunda mitad, lo que podía dejar la impresión de que los pasquines y los libelos, las críticas escritas anónimas a las autoridades, fueran asunto solamente del periodo borbónico, siendo, en cambio, como este trabajo lo deja claro, una práctica de comunicación de uso relativamente generalizado, un uso de la cultura escrita que comprometía un abanico social amplio y “pluricultural”, por así decir, y una práctica que, como es fácil suponer, encontraba su suelo nutricio en las propias formas sociales de esas sociedades en proceso de constitución —la llamada experiencia americana—, una experiencia de vida que innovaba en todos los ámbitos, sociales e institucionales, y que tenía como repertorio de fondo un acervo de tradiciones europeas traídas por los colonizadores, acervo que constituirá el gran “libreto” a partir del cual los grupos sociales realizan sus propias construcciones in situ, dando lugar a la riqueza, variedad y originalidad que especifican una experiencia que no podía ser sino creativa y novedosa.
Queda por precisar en el futuro, aun con mayores cuidados, lo que se puede caracterizar como los efectos sociales de esas escrituras formalmente anónimas, pero presentes en el espacio público y cuyos contenidos, a través del relevo de la palabra y la imagen, llega casi siempre a ser conocido de la mayoría, y que no podían dejar de afectar muchas veces el curso de los acontecimientos políticos de la sociedad, como en general afectaban la vida social colectiva —sobre todo la de las familias y otros grupos de interés, pero no menos las de miembros de instituciones básicas de la sociedad, como el clero y las comunidades religiosas en su vida de grupo e individual—, y que tocaba aspectos no solo del desempeño público, sino que avanzaban con completo desparpajo hacia elementos de honra, honor, moralidad y costumbres, en un intento de producir pérdidas de reputaciones y anulaciones de poder social, lo mismo que volver a alguien o a un grupo particular de la sociedad objeto de escarnio y de vergüenza pública, con las consecuencias sociales que son de suponer.
Hay que desear que este trabajo, su objeto preciso y sus inspiraciones teóricas, encuentren continuidad en muchas otras investigaciones, y que finalmente se logre avanzar a cuadros de conjunto sobre las relaciones entre las culturas escritas, los usos del lenguaje y las diferentes formas de la rica cultura visual a que dio lugar la vida en el Nuevo Mundo, y el núcleo más determinante de la cultura social, es decir el sistema de relaciones sociales, y aún más de interacciones sociales cotidianas, que son la matriz formadora de toda la actividad de lenguaje que aquí se analiza.
El programa de trabajo será largo y difícil, aunque existen desde luego varios mojones importantes de investigación en esa dirección —este trabajo es un ejemplo de ellos—, y existe una pista mayor, que es mencionada y recordada varias veces en este trabajo, pista que permite salir de la generalidad sociológica que enuncia un vínculo entre “cultura y sociedad”. Me parece que ese vínculo de inteligibilidad está enunciado en las primeras páginas de esta investigación en las palabras que se citan de Carmen Bernand y Serge Gruzinski, palabras con las que estos autores caracterizan a manera de síntesis las nuevas formas del vínculo social en suelo americano, al que se refieren como “una arena pulverizada de facciones y clases, de alta turbulencia, y recorrida por redes móviles que se desgarraban a fuerza de escándalos, de dagas, de libelos infamantes y de denuncias a la Inquisición”. Es una pista mayor que asume este trabajo, y sobre la cual habrá que afinar las caracterizaciones y explorar aun con mayores cuidados su contenido, sus variaciones espaciales y sus modificaciones en el tiempo. Pero es una pista básica que nos acerca al núcleo de la historia social del asunto y nos ayuda en la búsqueda de una comprensión de conjunto de la cultura de una época, impidiendo la tentación de cualquier salida en fuga que aísle uno u otro elemento particular —por ejemplo el mundo de la ley y los contratos—, uno u otro sentimiento particular —por ejemplo el honor, considerado por fuera de una estructura particular de valores compartidos—, como los determinantes de una forma de acción social colectiva, que no puede tener sus raíces si no en formas de vida colectiva. El caso es que, de manera precisa en estos usos sociales de la palabra, la imagen y la cultura escrita, todo indica que nos encontramos frente a lo que los antropólogos, o por lo menos una parte de la tradición antropológica desde la época de Marcel Mauss, designan como un hecho social total, lo que quiere decir que su explicación general debe ser compleja y remitir