Envejecer en el siglo XXI. Leonardo Palacios Sánchez
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En últimas, la educación escolar hizo que la infancia se percibiera como una fase natural de la vida. Al mismo tiempo, el sistema educativo contribuyó a la estandarización de lo que sería el niño “normal” con unos comportamientos y capacidades que les serían específicas. El descubrimiento de la “niñez pobre”, a finales del siglo xix, su asociación con la enfermedad, así como las preocupaciones eugenésicas por la degeneración de la raza, propias del cambio del siglo xix al xx, produjeron un movimiento de protección a la infancia que iban desde inspecciones médicas y a los colegios hasta el surgimiento de nuevos saberes como la puericultura (cuidado del recién nacido). Estos movimientos, más las teorías psicológicas de las etapas del desarrollo cognitivo de los niños, desarrolladas en la primera mitad del siglo xx, completaron el proceso de naturalización de la infancia.
Mientras que la idea moderna de infancia, como etapa natural de la vida, emergió en Europa entre los siglos xiii y xvii, la idea moderna de juventud comenzó a consolidarse en el siglo xviii. En este, surgió en Europa una nueva sensibilidad: la del adolescente, con representaciones en la ópera y la literatura (Ariès, 1960, pp. 30 y 31). Se trata del joven que representaría una etapa de la vida caracterizada por una combinación de pureza provisional, fuerza física, espontaneidad y disfrute de la vida, atributos que encontrarían un correlato en la educación. Ciertamente, los pedagogos comenzaron a atribuirle un valor moral tanto al uso de la disciplina escolar como a la del uso del uniforme, en cuanto dicha disciplina buscaba preparar al adolescente para enfrentar los desafíos de la vida adulta. Atrás están los tiempos en que los niños, una vez dejaban la situación de dependencia social y económica, entraban directamente al mundo de los adultos —trabajo, vida cotidiana, vestidos como adultos—.
De acuerdo con el historiador Philippe Ariès (1960), las características que se atribuyeron al adolescente lo convertirían en el héroe del siglo xx, el siglo de la adolescencia. La juventud se convirtió, cada vez más, en tema literario y tema de preocupación de moralistas y políticos. La gente comenzó a preguntarse qué pensaban los jóvenes y a realizar investigaciones sobre la opinión de este grupo. Parecía que la juventud tenía la impresión de poseer valores nuevos, capaces de revivir una sociedad vieja y esclerosada. La conciencia de la juventud se volvió general, según Ariès, después del fin de la Primera Guerra Mundial (1914-1919), entre personas que habían prestado el servicio militar. La idea de adolescencia, cuyas fronteras estaban todavía por esclarecerse aun dentro del sistema escolar mismo, se expandió entonces y se ubicó entre la infancia en un extremo y la madurez en el otro (Ariès, 1960, p. 30).
La idea de la juventud ha sido problematizada por el sociólogo Pierre Bourdieu (1990), quien plantea que las divisiones entre las edades no están dadas en la naturaleza, sino que son arbitrarias, es decir, son el resultado de relaciones sociales. En particular, Bourdieu argumenta que uno de los elementos a través de los cuales puede comprenderse la idea de la juventud es su definición en contraposición a la vejez (1990, pp. 119 y 120). Para Bourdieu, las fronteras entre la juventud y la vejez es objeto de lucha. Lo que se disputaría en la lucha por establecer quién es joven y viejo, hasta dónde va la juventud y dónde inicia la vejez, es el poder, el acceso a privilegios. Por ejemplo, señala Bourdieu (1990), en la Edad Media los límites de la juventud eran manipulados por las personas que detentaban el patrimonio, pues estos querían mantener en estado de juventud, es decir, de irresponsabilidad, a los jóvenes nobles que pretendían la sucesión de sus títulos y su poder. En Florencia, en el siglo xvi, los viejos proponían a los jóvenes una ideología de la virilidad, de la virtud y de la violencia como una forma de reservarse para ellos, los viejos, la sabiduría y el poder. Así, pues, esta división entre jóvenes y viejos —y por la que se atribuyen ciertas características diferentes a unos y otros— implica, en últimas, una división en el sentido de “repartición de poder”, de acuerdo con Bourdieu (1990). Esta división no es distinta a las otras divisiones que se dan en otros campos de la vida social, como la división entre géneros o clases sociales: a los jóvenes y viejos, así como a hombres y mujeres o a las clases altas y bajas se les atribuyen, en el contexto de la lucha en cada campo (cultura, educación, ciencia, moda, trabajo, producción artística, etc.) cualidades y capacidades desiguales. La clasificación por edad, como la clasificación por sexo, género o clase, en últimas, implica establecer límites, producir un orden dentro del cual cada uno debe mantenerse y ocupar su lugar (Bourdieu, 1990, p. 119).
Evidentemente, la relación entre la edad biológica y la edad social resulta compleja desde esta perspectiva. Cada campo de la vida social tendría leyes específicas para determinar las fronteras entre juventud y vejez. En el caso de la educación, señala Bourdieu (1990), cuando se observan jóvenes de escuelas de clases dominantes de una misma cohorte se encuentran que aquellos que más se acercan al poder tienen atributos del adulto, del viejo, del notable. Si se los compara con estudiantes de las artes y letras, continúa Bourdieu, estos tendrán más atributos de aspecto más joven —cabello largo, etc.—. Así, hablar de los jóvenes como un grupo con intereses definidos y atribuir esos intereses a una edad biológica es para Bourdieu evidentemente una manipulación ideológica. Es manipulación, dice él, pues solo basta examinar las diferencias entre los jóvenes o adolescentes de la misma edad que trabajan y los que estudian. Para este sociólogo, habría que hablar más bien no de una juventud, sino de dos juventudes (o juventudes de clase): la primera, de jóvenes que trabajan, que se enfrentan a limitaciones del universo económico real del trabajo, apenas atenuadas por la solidaridad familiar, y la segunda, la juventud de los que estudian y cuentan con facilidades que ofrecen las familias o el Estado. Solo estos últimos tendrían tiempo para ser adolescentes; estarían en un estado en el que son jóvenes para unas cosas y adultos para otras. Entre estas dos posiciones extremas, es decir, entre la juventud del joven obrero, que no tiene adolescencia, y la del estudiante burgués existirían formas intermedias (Bourdieu, 1990, p. 121).
El conflicto entre jóvenes y viejos, la disputa por los límites de las edades —sobre cuándo se es joven o se es viejo— puede verse más claramente, dice Bourdieu, en los momentos en que se intensifica la búsqueda de “lo nuevo”, por la cual los “recién llegados”, que son por lo general los más jóvenes desde el punto de vista biológico, empujan a “los que ya llegaron” al pasado, a lo superado, a la muerte social y, por ello mismo, aumentan de intensidad las luchas entre las generaciones; son los momentos en que chocan las trayectorias de los más jóvenes con las de los más viejos, en que los “jóvenes” aspiran “demasiado pronto” a la sucesión (1990, p. 127). Estos conflictos se evitan, según este autor, mientras los viejos consigan regular el ritmo del ascenso de los más jóvenes, regular las carreras y los planes de estudio. Pero, en realidad, casi nunca tienen necesidad de frenar a nadie, porque los “jóvenes” —que pueden tener 50 años— han interiorizado de alguna manera los límites, la edad en la que podrán “aspirar razonablemente” a un puesto. Cuando se pierde “el sentido del límite”, aparecen conflictos sobre los límites de edad, los límites entre las edades, que es donde está en juego la transmisión del poder y de los privilegios entre las generaciones (Bourdieu, 1990, p. 127).
Como en el caso de la infancia y la juventud, las ideas modernas de la vejez también están conectadas a transformaciones sociales, culturales y relaciones de poder. Esta etapa de la vida comenzaba, de acuerdo con lo planteado por Ariès (1960), más temprano según las personas de los siglos xvi y xvii, que para nosotros. En esa época se consideraba que la vejez comenzaba con la caída del cabello y el desgaste de la barba. Antes del siglo xviii, el viejo era objeto de diversas valoraciones: en Francia, era mirado como alguien ridículo, en edad de retiro, de libros y visitas a la iglesia y de conversación insulsa (Ariès, 1960, p. 31); mientras que, en Estados Unidos, a finales del siglo xviii, los mayores se valoraban