Envejecer en el siglo XXI. Leonardo Palacios Sánchez

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Envejecer en el siglo XXI - Leonardo Palacios Sánchez страница 20

Envejecer en el siglo XXI - Leonardo Palacios Sánchez Medicina

Скачать книгу

Y algo de ese respeto quizás se conserva hoy en día. En el siglo xix la idea de vejez sufrió un cambio social y cultural importante, sobre todo a partir de 1850, relacionado con las presiones del mundo industrializado y que puede rastrearse hasta hoy día.

      Como señala el investigador Jesse F. Ballanger (2006), en su estudio sobre los estereotipos alrededor del envejecimiento y la senilidad, las representaciones de la vejez y la senilidad se habrían inscrito, desde el siglo xix, en un discurso amplio sobre el destino del envejecimiento en la sociedad moderna, en particular la preocupación por si el cuerpo en la tercera edad puede mantener el ritmo frenético de la era industrial. Así, el miedo a no poder mantener la capacidad física y mental, la coherencia, la estabilidad y la agencia moral del yo en una sociedad que le exige al individuo que sea sobre todo “productivo” se expresa en las ansiedades que produce el envejecimiento en la era industrial y contemporánea.

      Sumado a estas ansiedades y miedos, que pueden inscribirse en el ámbito de la cultura, están las preocupaciones más concretas de los obreros y empresarios industriales de finales del siglo xix ante la primera generación de obreros —los de la revolución industrial de 1780 a 1830—, quienes habiendo agotado sus capacidades físicas en el trabajo, dejaban de ser productivos, eran despedidos y se veían abocados a la miseria. Enfrentados al debilitamiento de los modos de solidaridad que habían sustituido parcialmente la solidaridad de la familia (v. g. los anteriores gremios feudales de artesanos que protegían económicamente a sus miembros cuando no podían trabajar), sumado al hecho de que a las clases populares les resultaba imposible apoyarse económicamente entre generaciones, algunos grupos de trabajadores en Francia y Estados Unidos habrían tomado la iniciativa de crear cajas de ahorro para lidiar con el momento en que el obrero era despedido por bajar su productividad (Lenoir, 1979, pp. 58 y 59). En este contexto, la vejez comenzó a asociarse fuertemente con el trabajo, con la capacidad o no de producir “valor” económico. De hecho, vejez e invalidez se usaban como palabras intercambiables a finales del siglo xix (Lenoir, 1979, p. 58). Puede decirse que la vejez terminó por englobar todas las situaciones en las que el obrero ya no podía trabajar; incluso a los desempleados, trabajadores capaces de 45 a 50 años, se los hacía “viejos precoces”. En esta lógica, los jefes de empresas instituyeron fondos de retiro o cajas de previsión, para reducir los costos de producción y retirar en condiciones honorables a los viejos trabajadores que venían siendo muy bien pagos respecto al trabajo cada vez menos productivo que realizaban (Lenoir, 1979, p. 60).

      De acuerdo con Rémie Lenoir (1979, p. 58), la instauración de cajas de previsión corresponde entonces a estrategias que, garantizando salarios contra las incertidumbres de la vida obrera, aseguraban al patrón una mano de obra rentable. Pero también las luchas sindicales desempeñaron un papel en la extensión de esas cajas y en la creación de los sistemas de pensiones. Hasta mediados del siglo xix, los paros obreros eran sobre el salario —el monto, la forma de calcularlo, su garantía y regularidad, etc.—, sobre el empleo y sobre la duración de la jornada de trabajo —de jornadas de 14 y 12 horas con que inició la Revolución Industrial se pasó a 8 horas—. A finales del siglo xix se dieron las luchas sindicales para la obtención de pensiones y para ciertos tipos de obreros. Así, los grandes capitalistas industriales crearon las cajas de pensión y las cajas de seguros para accidentes de trabajo y enfermedad como sistemas de protección social no solo para asegurar mano de obra rentable, como se indicó antes, sino también de cara a las exigencias obreras y para prevenir las protestas y la crisis social. La mayoría de las encuestas de la época describen las condiciones desfavorables de la vejez obrera. Pero, además, más de la mitad de la población de 65 años o más que llegó al siglo xx no tenía ni pensión ni salario, por lo que los hijos o las instituciones de asistencia asumían la carga de su cuidado. Solo en las primeras décadas del siglo xx, algunos países occidentales implementaron las primeras leyes de pensiones obligatorias para asalariados con participación económica del obrero, empleado y del Estado (Lenoir, 1979, pp. 58 y 59).

      Las demandas de la sociedad industrializada implicaron entonces una resignificación fundamental de la vejez desde la segunda mitad del siglo xix: ser viejo se volvió sinónimo de improductividad, de cierta invalidez, de alguien que deja de producir “valor”, esto es, riqueza, en el sentido capitalista. Desde entonces hasta hoy, el trabajo, la capacidad de ser productivo, se convirtió en el criterio por medio del cual se valora esa etapa de la vida y, por lo mismo, el envejecimiento ha sido fuente de ansiedad y hasta de estigmatización —es decir, de estereotipación de la vejez como un atributo negativo y, por tanto, motivo de rechazo y aislamiento—. A esta estigmatización habría contribuido fuertemente la asociación contemporánea del envejecimiento con la demencia. En la clasificación actual de demencias, la enfermedad de Alzheimer constituye una de las muchas variedades del compromiso cognitivo crónico (Ballenger, 2009, pp. 5-35).

      Fenómenos como la pérdida de la memoria, el deterioro de capacidades cognitivas y de la condición física los asociamos hoy a la demencia cuando no a la vejez misma. Sin embargo, estos fenómenos no eran considerados patológicos, por lo menos, antes de 1850. Los tratados de medicina, como el del médico Benjamin Rush (1746-1813), pionero de la psiquiatría norteamericana, colocaban estos fenómenos no dentro de la sección de patología, sino dentro de la descripción de los fenómenos naturales (Ballenger, 2006, p. 60). Rush pensaba, por ejemplo, que cada persona nacía con una energía vital finita y que la disminución de dicha energía con el tiempo se expresaba en pérdida de memoria, deterioro cognitivo y físico. Consideraba estos fenómenos no como una enfermedad, sino como la expresión normal de la disminución de esa energía (Ballenger, 2006, pp. 7 y 8). Esta idea comenzó a modificarse hacia mediados del siglo xix, cuando la psiquiatría, que había ganado fuerza como campo especializado de la medicina, y los psiquiatras comenzaron a ver en esos fenómenos de pérdida de memoria evidencia de una enfermedad mental, la “demencia”. Así, muchas de las personas que presentaban esas características eran institucionalizadas al lado de los locos.

      Con el impulso dado en el siglo xix a la búsqueda de la base orgánica de todas las enfermedades —el paradigma anatomopatológico—, los psiquiatras quisieron también buscar las bases orgánicas de las enfermedades mentales, incluida la demencia. Buscaron una causa orgánica en la anatomía del cerebro. Entre 1906 y 1910, psiquiatras en Alemania asociaron algunas lesiones en la corteza cerebral halladas en un puñado de personas que habían presentado pérdida de memoria y deterioro cognitivo y físico. La llamaron enfermedad de Alzheimer, en honor al médico que describió el primer caso, y lograron convencer a la comunidad médica de la existencia de la nueva enfermedad. Desde entonces, si la pérdida de memoria y el deterioro cognitivo ocurría antes de los 65 años de edad, los médicos diagnosticaban enfermedad de Alzheimer o demencia presenil. Si se presentaba posterior a esa edad, se diagnosticaba demencia senil, por lo que quedaba poco claro si se trataba de una patología —como las lesiones del Alzheimer— o de un deterioro natural del envejecimiento (Ballenger, 2006, p. 13). Fue hacia 1980 cuando se eliminó el criterio de la edad para distinguir la enfermedad de Alzheimer del deterioro natural del envejecimiento. Así, muchos casos que antes se veían como parte del envejecimiento normal, ahora cayeron dentro de la categoría de trastorno cognitivo mayor (Fox, 1989, pp. 59-65). Esto no solo visibilizó la patología, al aumentar automáticamente el número de casos, sino quizás también contribuyó a incrementar la angustia ante el envejecimiento en la sociedad contemporánea (Ballenger, 2006, p. 13).

      Como indica Ballenger (2006), la asociación entre envejecimiento, demencia y enfermedad de Alzheimer es una de las fuentes generadoras de estereotipos negativos sobre la vejez en la sociedad contemporánea. Esa asociación no solo incrementa la ansiedad y el miedo ante los cuestionamientos a la capacidad del cuerpo por responder a las demandas de la producción capitalista que se impusieron desde el siglo de la Revolución Industrial, sino que también se suma a la valoración negativa que implica considerar la vejez sinónimo de improductividad (impuesta por la industrialización), en sentido económico.

      Intentos por revertir este estereotipo negativo acerca de la vejez pueden observarse en la geriatría, campo que se desarrolló después de la Segunda Guerra Mundial. Esta disciplina atacó el estereotipo de la senilidad

Скачать книгу