Envejecer en el siglo XXI. Leonardo Palacios Sánchez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Envejecer en el siglo XXI - Leonardo Palacios Sánchez страница 5
Es bien conocido que el sistema reproductivo humano envejece más rápidamente que el resto del cuerpo, hasta el punto de afirmarse que a los 45 años el femenino, en particular, exhibe cambios que lo asimilan a la edad de 80 años. En 2003, la antropóloga estadounidense Kristen Hawkes notificó que el modelo social de las abuelas ancestrales evolucionó con el intercambio de alimentos entre la abuela y el nieto, una práctica que permitió que las hembras envejecidas incrementaran la fertilidad de sus hijas, lo cual garantizaba la selección contra la senescencia (pp. 380-400). En publicaciones ulteriores, basadas en modelos de simulación matemáticos, la autora concluyó, sin rodeos, que los cuidados de las abuelas a sus nietos aumentaron en 49 años la esperanza de vida en un breve periodo evolutivo (p. 1907).
En general, los logros de la especie humana en los últimos 60.000 años, a través de este modelo social, fueron: mujeres posmenopáusicas más vigorosas y con mayor sobrevida para permitir la fertilidad de sus hijas, acortamiento de los tiempos de embarazo y entre cada parto, madurez más tardía, mayor expectativa de vida, así como disminución de las tasas de fecundidad y de las tasas de mortalidad. De esta manera, la figura protagónica de la mujer vieja emergía desde la bruma la prehistoria.
Algunos milenios después, en desarrollo de la civilización sumeria, los relatos cosmogónicos incluyeron numerosas alusiones a los ancianos y a la búsqueda de la inmortalidad, tal como aconteció con la primera epopeya de la humanidad, en la cual el rey Gilgamesh descendió hasta el inframundo para reclamar al sabio Ut-Napishtim la planta que le cambiaría su condición de mortal. Una vez la obtuvo, una serpiente la robó y frente a sus ojos mudó su piel y volvió a ser joven. El final de ese mito muestra al afligido Gilgamesh al comprender que la juventud, como la inmortalidad, se le había escapado. ¡Estaba destinado a envejecer y a morir!:
Y Gilgamesh habló así al batelero: “Urshanabi, esa es una planta famosa; gracias a ella el hombre renueva su aliento de vida. La llevaré a Uruk, haré que coman de ella. La compartiré con los demás. Su nombre será: ‘el viejo se vuelve joven’. ¡Comeré de la planta y volveré a los tiempos de mi juventud!”. (Minois, 1987, p. 31)
Entre los egipcios, los términos viejo y envejecer se representaron en la escritura jeroglífica mediante una silueta encorvada que se apoyaba en un bastón, un ideograma que apareció por primera vez en el año 2700 a. C. A su vez, la crónica más antigua sobre el envejecimiento revela la queja en primera persona, de Ptah-Hotep, visir del faraón Tzezi hacia el año 2450 a. C., a decir del historiador francés Georges Minois, un grito de angustia “que conmueve por su antigüedad y por su actualidad a la vez […] Una alusión al drama de la decrepitud desde el Egipto faraónico hasta la edad atómica”:
¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina; su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer. Todos sus huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba no hace mucho con placer, solo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. Ser viejo es la peor de las desgracias que pueda afligir a un hombre. (Minois, 1987, p. 31)
No obstante esa desesperanza, los remedios de la época ofrecían, como ahora lo hacen, “una eficacia garantizada contra los males de la vejez”. En el papiro de Ebers, datado del año 1500 a . C. se incluyó una prescripción para rejuvenecer el rostro de un anciano: polvo de calcita, polvo de natrón rojo, sal del norte y miel, mezclados en un compuesto y untado: “Recubra la piel con esto […] Cuando la carne se haya impregnado de ella, le embellecerá la piel, hará desaparecer las manchas y todas las irregularidades” (Pollak, 1970, p. 71; Minois, 1987, p. 31):
La garantía de la juventud perpetua incluía la lucha contra un signo seguro de envejecimiento: las arrugas. La resina senetjer, la cera, el aceite de balanos fresco y la hierba cyperus deben ser molidas y mezcladas con jugo de planta fermentada (no identificado) y aplicadas en la cara todos los días. En total, se dan cinco recetas para combatir las arrugas, y una de ellas especifica que el cliente es una mujer. (Manniche, 1999, p. 134)
Por su parte, el pueblo hebreo, en general, fue benevolente con los viejos y honró la vejez. Numerosos textos jurídicos, históricos, poéticos y filosóficos conservados hasta nuestros días nos revelan una imagen bastante exacta sobre el papel de los ancianos en esa sociedad. En la época correspondiente al nomadismo eran considerados jefes naturales y los gobernantes tomaban las decisiones solamente después de consultarlos. De manera puntual, en la Biblia, en dos de los textos del Pentateuco se hallan referencias sobre el cuidado a los más viejos, así: en el Éxodo, Moisés recibe la instrucción de ir delante del pueblo, llevando consigo a los ancianos de Israel. Y en el libro de los Números se asienta la creación del consejo de ancianos por iniciativa divina:
El Señor le dijo a Moisés: reúneme a setenta ancianos de Israel entre los que sabes que son ancianos y magistrados del pueblo. Los llevarás a la tienda de reunión; y que estén allí contigo. Yo bajaré y hablaré contigo; tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos para que lleven contigo la carga del pueblo y no tengas que llevarla tú solo. (Biblia, 1972, Nm 11:16-17)
El libro de los Proverbios contiene un himno de alabanzas a la ancianidad: “Los cabellos grises son una corona de honor; se los encuentra en los caminos de la justicia” (Biblia, 1972, Prov 16:31). “Escucha, hijo mío, recibe mis palabras y los años de tu vida se multiplicarán (Prov 4:10). En alusión a las edades del hombre, el libro de los Salmos apuntaría: “Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más saludables son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, por que pronto pasan y volamos” (Biblia, 1972, Sal 90:10).
En la India del siglo iv a. C., la historia del príncipe Siddhartha Gautama dio un giro al hallar en su primera salida del palacio un ser “achacoso, desdentado, todo lleno de arrugas, canoso, encorvado, apoyado en un bastón, balbuceante y tembloroso” (Beauvoir, 1970, p. 7). El cochero, al ver su asombro, le definió sin rodeos su visión: “¡Es un viejo!”. Un suceso ocurrido antes de su mensaje de desapegos, antes de su vida de ascetismo y de su iluminación como Buda, lo llevó a exclamar: “Qué desgracia, que los seres débiles e ignorantes, embriagados por el orgullo propio de la juventud no vean la vejez […] De qué sirven los juegos y las alegrías si soy la morada de la futura vejez” (p. 7).
Pese a lo anterior, a decir de los historiadores indios, desde un milenio antes de nuestra era, la medicina ayurveda desarrollada a partir de los antiguos libros de sabiduría escritos en sánscrito y conocidos como los Vedas se ocupó de la longevidad de los seres humanos. Por cierto, su relación radica en el origen mismo del término ayurveda, que significa el conocimiento de la longevidad sin enfocarse solo en la duración de la vida, ya que valora mucho más la calidad que la cantidad bajo el concepto de una vida bien vivida “mes tras mes y año tras año, una sucesión ininterrumpida de buenos días”. Y concluye: “Solo se puede vivir bien cuando la mente y el cuerpo estén en armonía […] no puede haber longevidad sino hay satisfacción” (Svoboda, 1988, p. 73).
En China, cerca al año 200 a. C. fue compilado El manual de medicina interna del emperador amarillo, una de las obras más extensas de las prácticas preventivas de la dinastía Han. Su cuerpo principal se basó en conceptos del taoísmo y algunas partes se han atribuido al médico Chi Po, en su misión de describir al emperador los efectos de la vejez. Él afirmaba, entre otras materias, que envejecer era una enfermedad debida al desequilibrio corporal entre los principios universales y opuestos del yin y el yang, que la