Envejecer en el siglo XXI. Leonardo Palacios Sánchez

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Envejecer en el siglo XXI - Leonardo Palacios Sánchez Medicina

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fue apropiada una y otra vez en el curso de los tiempos hasta la segunda mitad del siglo xx, cuando se comprobó que la síntesis alterada de las interleucinas 1 y 6, y del factor de necrosis tumoral, principalmente, causaba la ausencia de fiebre en los ancianos afectados por enfermedades infecciosas.

      Según Minois, la Grecia clásica permaneció volcada hacia la búsqueda incesante de la belleza, la fuerza y la juventud; relegó a los ancianos a un lugar secundario, y dejó en la galería de los porqués insolubles cuestionamientos, como ¿hay espacio para la vejez en una civilización como esta? ¿Cómo clasificar la vejez en otro lugar que no sea el de las maldiciones divinas? ¡Dichoso Alejandro, que no llegó a conocer arrugas! (1987, pp. 21-68).

      Más tarde, en Roma, la era republicana se caracterizó por una elevada consideración hacia la vejez bajo las políticas del derecho romano que concedía una autoridad muy particular a los ancianos bajo la figura del pater familias, el poder político sobre la familia y los esclavos. Después, esa tradición fue sustituida por la figura del emperador, que detentaba el poder de los dioses e insinuaba el desprecio hacia la vejez y todo lo que representaba el anterior orden. Un cambio visible se dio en la apariencia de los bustos de los gobernantes: en la primera se apreciaba un verismo constante, las obras artísticas se centraban en la fuerza moral del personaje y se recalcaban sus trazos personales; las facciones mostraban sin sutilezas arrugas, calvicie y deterioro y, en la imperial, el retrato encarnaba la divinidad, el vigor y la eterna juventud (González, 2003, pp. 28 y 29).

      En el siglo i a. C., el jurista, filósofo, escritor y orador latino de sesenta años, Marco Tulio Cicerón, en El tratado de la vejez (Cato maior de senectute liber), pone en boca de Catón el Censor, en su diálogo con los jóvenes Escipión y Lelio, una explicación del porqué es mal aceptada la vejez. Dice Catón:

      Mas a mi modo de entender son cuatro los motivos por que la vejez parece a algunos llena de trabajos: el primero, porque aparta del manejo de los negocios; el segundo, porque debilita y enferma el cuerpo; el tercero, porque priva de casi todos los deleites, y el cuarto, porque no está muy lejos de la muerte […] Si no vamos a ser inmortales es deseable que el hombre deje de existir a su debido tiempo. (Citado en Márquez, 1996, p. 7)

      En el capítulo xii, continúa Catón: “¡Oh, gran prerrogativa de la edad que a nosotros nos quita lo que más vicioso es en la mocedad!”. Como compensación, la vejez trae la moderación y el goce de otros placeres como la reunión con los amigos, la conversación agradable y sabia. Para concluir, cita la anécdota atribuida a Sófocles, cuando ya viejo, le preguntaron si usaba “los deleites de Afrodita”, a lo cual respondió: “Mejor lo hagan los dioses conmigo, que estoy muy gustoso con haber escapado de ellos como de un señor agreste y furioso” (Márquez, 1996, p. 7).

      Por esas mismas fechas, otro filósofo y político romano, Lucio Anneo Séneca, conocido por sus obras de carácter moral, sigue la línea de pensamiento de Aristóteles y escribe en Las cartas a Lucilio, la defensa del retiro:

      “Hay que querer a la vejez, pues está llena de satisfacciones cuando se sabe utilizarla bien”. “Hay que abandonar las ambiciones políticas y las económicas y buscar la tranquilidad, renunciar a la búsqueda de honores y anteponer el descanso a todo lo demás”. La ancianidad manda entrar en la reflexión […] es un deslizarse lenta y suavemente de la vida al final de la cual se tendrá que enjuiciar, sin ninguna trampa ni oropel […] Magnífica cosa es aprender a morir, quizás pienses que es superfluo aprender lo que ha de hacerse una vez, por esto mismo debemos meditar en ello; siempre hemos de aprender lo que no podemos volver a experimentar cuando ya lo sepamos. (Minois, 1987, p. 143)

      Desde otro punto de vista, el poeta romano Juvenal en las Sátiras X, compuesta a comienzos del siglo ii, recalca en las pérdidas como elemento principal de la vejez; pérdidas de los amigos y parientes que desencadenan frecuentes estados de depresión. Acude al término demencia, y aunque no es posible aseverar que hubiera sido equivalente al empleado actualmente, lo que describe se asemeja particularmente, y esa, la pérdida de las capacidades cognoscitivas, sí constituye una de las más temibles y comunes afecciones del envejecimiento:

      Pero una larga vejez está llena de largos y continuos males. Este es el castigo de una vida larga. Envejecer entre desgracias domésticas siempre renovadas, entre lutos, con tristeza perpetua y con negros vestidos. Peor que cualquier defecto de los miembros es aún la demencia: ni sabe el nombre de los esclavos, ni reconoce el rostro del amigo con el cual cenó la noche anterior, y ni tan sólo a aquellos que engendró y educó. (Márquez, 1996, p. 7)

      El enfoque médico de la época, y de los doce siglos siguientes, estuvo marcado por la obra de Galeno, a pesar de las inconsistencias en sus descripciones anatómicas. Consideró la vejez un estado intermedio entre la salud y la enfermedad; en su texto, Gerocómica, incluyó consejos higiénico-dietéticos y resaltó el principio de contraria contrariis al recomendar calor y humedad para el cuerpo envejecido caracterizado por la frialdad y la sequedad (Beauvoir, 1970, p. 24).

       Visiones medievales y renacentistas acerca de la vejez

      El cristianismo primitivo continuó con la tradición de los Consejos de ancianos, y según los libros del Nuevo Testamento y sus funciones individuales incluían, entre otras, presidir las asambleas, ejercer el ministerio de la palabra y la catequesis, imponer las manos a los que recibían un don especial y hacer la unción de los enfermos. Resulta interesante anotar en este aparte que el término anciano, incluido en las Antigüedades judías del historiador Flavio Josefo (xii: iii, 3), amplió su significado a una instancia diferente a la de la estricta consideración de la edad para referirse a un personaje importante de la comunidad, el notable, el famoso por su sabiduría; ya no necesariamente el viejo (citado en Minois, 1987, p. 59).

      La nueva religión, constituida a partir del estamento político romano, y basado en su concepción del arte, utiliza la vejez de forma alegórica: la decrepitud que la caracteriza le proporciona la imagen al pecado. El viejo es el pecador que debe regenerarse por la penitencia. Se establece una relación entre pureza y niñez, y pecado y ancianidad. Las canas definirán el carácter inmaculado de su alma renovada:

      El anciano servirá de imagen-adefesio para testimoniar lo reprobable de la creación y la vanidad del mundo terrenal. En estas condiciones, es mejor que sea lo más feo posible: “Los ojos se nublan, las orejas se ensordecen, los cabellos caen, el rostro palidece, los dientes empiezan a moverse […] el hombre interior, que no envejece en absoluto, se ve influido por estos signos de decrepitud, que muestran que pronto se va a derrumbar la morada del cuerpo”. (González, 2004, p. 30)

      En la alta Edad Media, sin lugar a duda, imperó la ley del más fuerte y la única sentencia fue la de la espada; el arte se dedicó a la fabricación de armas y alhajas. Para el pensamiento de la época, para la Iglesia y para los autores cristianos, los viejos no constituyeron un problema específico. Tampoco existió conciencia de lo que significaba concretamente la vejez; solo hasta el siglo v se empezó a observar el empeño de los monasterios en la manutención de los débiles y desvalidos con la misión de prepararlos para la vida eterna. Tiempo después, las reglas monásticas basadas en los preceptos de san Benito de Nursia incluyeron la instrucción de desplazar a los viejos a labores de portería o de pequeños trabajos manuales como ejemplo de humildad para el abad. Según las estimaciones de Minois (1987), basadas en registros históricos de ese periodo, la expectativa de vida era de 44 años para los hombres, y de 33,7, para las mujeres.

      En concordancia con el rechazo a toda la representación de la vejez, Isidoro de Sevilla, considerado el padre de la Iglesia de Occidente, definió las siete edades del hombre en el libro Etimologías, pronunciándose en los siguientes términos a la última etapa de la vida, después de la juventud:

      […] viene la vejez que, según unos, dura hasta los setenta años y según otros

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