Presente imperfecto. Nando López

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Presente imperfecto - Nando López

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suerte con uno de esos roces que, aunque se finjan fortuitos, nunca lo son. O incluso habría expresado un insolente «¿y nada más?» que hubiese dado pie a las acciones que le faltaron a nuestra casta sesión cinematográfica.

      Con el tiempo, después de que la universidad fuera una excusa para perder el contacto que había comenzado a debilitarse aquella misma tarde, ese instante que no sucedió se convirtió en uno de mis refugios habituales. Un espacio al que regreso cuando me agota la evidencia a la que he llegado a acostumbrarme y necesito recuperar esa ambigüedad en la que a veces invento que hicimos todo lo que no hicimos aquella tarde.

      Mañana puede que se lo pregunte. Aunque dudo que su versión sea más fiable que la mía. Ignoro si su relato describirá cómo se desplazaba por el sofá sin que pudiera saber si buscaba alejarse de mí o, por el contrario, trataba de aproximar sus piernas a las mías. Si estuviera inventándolo, esas piernas irían enfundadas en un pantalón deportivo muy corto, lo bastante como para lucir esa musculatura que le hacía sobresalir en las clases de Educación Física —entre nosotros, gimnasia— y que, sin embargo, él nunca exhibía. O porque no era consciente de su propio cuerpo o porque hacerlo podía ayudarme a interpretar de un modo distinto sus oscilaciones en el sofá.

      «Me hace ilusión verte», me escribe. Y justo cuando parecía posible, añade un «jeje» (esa maravillosa interjección que o bien no significa nada o bien solo cabe traducirse por tienessitio-erespasoact-paracuándobuscabas) y un emoticono (¿el del gorrito de fiesta y el matasuegras?, ¿en serio?) que, de repente, lo banalizan todo. No son más que un par de detalles seguramente insignificantes y ni siquiera puedo explicar por qué me molestan tanto —«ni tú mismo te entiendes», me despidió Iván cuando acabé de cerrar la última de mis cajas—, pero me resultan suficientes para alertarme de los riesgos de cambiar nuestra memoria analógica por un remake digital.

      Acaba de exiliarme de ese cuarto, de esa película para la que no tengo título y hasta de esos minutos en que el ruido desabrido y hosco del rebobinado acompañó las dudas con que me mordía el labio, pensando si Dani me había invitado para compartir solo lo que había ocurrido o para que nos atreviésemos a lo que, si la cinta dejaba de girar antes de que yo tomase la iniciativa, ya no iba a suceder.

      No sé si me molesta más ese recurso a una síntesis gráfica que infantiliza cualquier tentativa de diálogo o la segunda llamada perdida de Iván, que al final opta por dejarme un audio de más de dos minutos en el que, tras una introducción que se finge diplomática, incluye el listado de libros que me he llevado por error porque, apostilla, está seguro de que no puedo ser tan mezquino como para habérselos robado.

      Sonrío, esta vez sí, con cinismo, al comprobar que él también ha incorporado ese modo de confundir lo que se afirma con lo que se niega y me concentro en el posible café con Dani para que no me hieran el «mezquino» y el «robado» de su mensaje.

      A su audio —que escucho a doble velocidad para distorsionar su voz tanto como hemos llegado a distorsionar nuestra relación— suma una captura del cuaderno donde ha anotado, uno por uno, los títulos ausentes, con esa cargante perfección suya que lo lleva a incluir también autoría, editorial y hasta lugar y año de publicación. «No urge», termina diciendo, «pero no me gustaría que te olvidases».

      ¿De los libros? ¿De él? ¿De —si es que lo fuimos— nosotros?

      Desconcertado ante su calculada ambigüedad, respondo con un escueto «esta semana te los devuelvo» antes de darle la vuelta al móvil, dispuesto a no permitir que nadie —ni Iván con sus exigencias, ni Dani con sus interjecciones— interrumpa el recuerdo en el que he decidido instalarme.

      Cierro los ojos y me dejo llevar mientras busco de nuevo mi sitio en ese sofá junto a un compañero de clase en quien la erección es cada vez más evidente. Noto un temblor que creía lejano y que tal vez tiene que ver con el acné inoportuno, con el cuerpo desgarbado que, use la sudadera que use, me devuelven todos los espejos, con el esfuerzo público por ser sin que se note cómo soy de verdad. Y mi mano, que ahora está en mí, se posa con decisión sobre su cintura, desanudando la lazada que sobresale del elástico de su pantalón y buscando el modo de convencerlo de que no me detenga justo cuando estoy a punto de bajar hasta él y probar su miembro endurecido con mi boca aún pringosa de las palomitas y la Coca-Cola. Es necesario hacerlo bien, a pesar de los nervios y de la inexperiencia, para que no me aparte con la fuerza de la que dan cuenta sus triunfos deportivos y en la que somos evidentemente desiguales. La misma fuerza con que espero que sea él después quien desabroche mis vaqueros y agarre el sexo que ahora, por culpa de ese sofá y de ese VHS, está a punto de desbordarse.

      Intento convencerme de que, si no hubiese sido por su interjección y su emoticono, mañana acudiría, pero hasta a mí me resulta ridículo escudarme en una excusa que apenas enmascara los verdaderos motivos por los que no quiero compartir pasado ni café con él. Quizá sea culpa de Iván, de ese «mezquino» que ha usado en su mensaje, o de esos libros que me he traído conmigo porque, tras haberlos recorrido a su lado, hoy se hallan en la frontera de lo que, como nuestro fracaso y nuestra memoria, nos pertenece a los dos por igual.

      «Mejor no rebobinar, ¿no te parece?».

      No estoy seguro de si Dani habrá entendido todo lo que pretendía decirle, porque ni él vuelve a responder ni yo encuentro valor para preguntar. Sin embargo, quiero creer que lo que me atraía de aquel chico era algo más que un físico que siempre lo hizo parecer un par de años mayor que el resto. Algo que, aunque entonces no supiera expresarlo, tenía que ver con esa forma de hablar a pesar del hermetismo que, después de él, he buscado en todos los hombres con quienes he seguido inventando y ampliando nuevos códigos a lo largo de mi vida.

      Espero el tiempo necesario frente al teléfono antes de cerciorarme de que el silencio es, en ambos, su única respuesta.

      El mensaje en visto de Iván, que me hace sentir culpable por razones que exceden su torpe excusa bibliográfica y a quien le aseguro, por segunda vez, que le haré llegar los libros robados —acotación intencionada— lo antes posible.

      Y el mensaje sin contestar de Dani, que me otorga así el don de seguir rebobinando nuestra escena tantas veces como lo necesite. Un recurso que ahora que tengo que comenzar a ser de nuevo —¿la adolescencia no era eso?— puede que me sirva de amuleto en medio de una vida adulta que ha resultado estar más llena de prosa y de cajas que de giros argumentales satisfactorios.

      Le agradezco, mientras despliego el futón que de momento será mi dormitorio, que no me haya preguntado por qué no le he pedido desvelar las imágenes bajo su candado. Por qué no me sentaré mañana a tomar ese café. Y por qué no dejaré que quienes somos hoy hagan algo que envilezca lo que hicieron, aunque no creyésemos que lo estuvieran haciendo, quienes fuimos entonces.

      Bastante derrota he traído conmigo en estas cajas como para robarme también las únicas victorias que, gracias a que no sucedieron, nadie podrá arrebatarme jamás.

       El juego

       regresar

      1. intr. Volver al lugar que se abandonó.

      Fui la primera en irme y he sido la última en regresar. Ni siquiera me habría molestado en hacerlo si mi hermano no hubiera mencionado las primeras ediciones que, según él, aún seguían apiladas en su estudio, en la misma vitrina cerrada bajo llave en la que habían permanecido siempre.

      —Tú verás si las quieres, Alba.

      —¿Para qué?

      —No

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