Presente imperfecto. Nando López

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Presente imperfecto - Nando López страница 6

Автор:
Серия:
Издательство:
Presente imperfecto - Nando López

Скачать книгу

entorno en el que ya no sabes si podías llegar a ser tú. Si había algún resquicio de esperanza capaz de sobrevivir a la culpa que lleva nueve años persiguiéndote.

      Nueve años negándote, respondiéndote, convirtiéndote en la única participante en un diálogo donde jamás encuentras las palabras precisas, porque todas quedan siempre en boca de tu rival, de esa otra Alba que te mira desde ese lado del espejo en el que todo resulta tan nítido como para juzgarte por no haber sabido mirar bien antes.

      Desconectas el móvil.

      Ya escribirás un mensaje al llegar.

      Algo breve. Sí, lo suficiente como para que no den aviso a la policía de una desaparición que no es tal. O que sí lo es. Sí estás desapareciendo, Alba. O, por lo menos, estás intentándolo.

      Intuyes que tu padre recibirá tu sms con alivio. Y tu hermano, con cierta inquietud. Una preocupación moderada que resolveréis reencontrándoos cuando estés preparada para incorporarlo de nuevo a tu vida, aunque debas hacerlo como un personaje secundario con el que ya apenas te une nada. Con el que, en el fondo, tampoco nunca os unió gran cosa.

      Por un segundo piensas qué habría hecho ella, pero te cuesta imaginar la reacción de tu madre desde el reducido bagaje emocional que aún guardas de tu infancia. Los años buenos, esos previos al diagnóstico y a un tratamiento que se prolongó con la crueldad de las esperanzas incumplidas, fueron pocos. Así que interrogar a esa niña de ocho años que se niega a ponerse el jersey negro que su padre ha tendido sobre la cama tal vez no tenga mucho sentido. No puede responderte qué habría hecho una mujer a la que has construido imaginándola, intuyendo cómo era más allá de las largas estancias en el hospital, de los días en cama, de esa voz que se fue volviendo hilo hasta hacerse inaudible, porque no hubo nada más que decir cuando se desvanecieron las fuerzas para expresarlo.

      Aquel momento, ese verano de tu octavo cumpleaños, pisaste el terreno resbaladizo de la adolescencia por primera vez. Lucas, que entonces te doblaba la edad, se encontraba en ese espacio desconocido en el que a ti te adentraron a la fuerza, de un único empujón que te separó para siempre de la niña que se quedó, observándote con frialdad, en el lado del espejo donde te sigue doliendo buscarte.

      De esa etapa recuerdas, sobre todo, la fragilidad. El aprendizaje de que luchar no es suficiente. La conciencia de un espíritu trágico que peleabas por vencer entre juegos y cuentos infantiles que no resultaban suficientes. Nada podía serlo cuando la realidad había mostrado con tanta fiereza la que en adelante sería tu única certeza. Esa conciencia de la muerte que, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, es lo único que podemos atestiguar.

      No me marees con eso. No me aburras con eso. No me tortures más con eso, Alba.

      En tu padre encontrabas negativas cada vez que exigías respuestas para las preguntas que a ti te habían llevado hasta el umbral mismo de la adolescencia a la vez que a él lo sentenciaban a una prolongada depresión.

      Ahora no es el momento. Ahora no puedo. Ahora no tengo tiempo, Alba.

      Sus clases de Literatura, a las que sumó las que empezó a dar de forma particular en vuestra casa, se volvieron su único refugio durante el mismo curso en que Lucas encontró el suyo entre porros y botellones mientras tú lo hacías en los juegos de Rebeca. En la capacidad para inventar historias de Rebeca. En los recreos con esa compañera de clase que antes te resultaba inquietante y que ahora, sin embargo, era la única con la que sentías que podías ser tú. Los silencios de tu familia impuesta frente al universo compartido que te ofrecía tu familia elegida. Esa chica voluminosa, de cabello rojizo y ojos claros, con quien te adueñabas de un pueblo que, junto a ella y cada vez más lejos de los demás, ya no se parecía al lugar en el que vivíais, sino al lugar en el que tú habrías querido vivir.

      Un lugar donde la niña al otro lado del espejo, con su jersey negro y su mirada triste, no tendría nada que reprocharte. Porque no habría visto lo que, una vez de regreso a la realidad, las dos estabais a punto de ver.

      —Todavía me pregunto si lo intentamos lo bastante —me confiesa Lucas.

      Me ha convencido para pasar la noche y, aun con reticencias, he acabado accediendo. He avisado a Irene con un audio breve —ya le advertí que no quería llamarla desde aquí: no quiero que este lugar empañe su nombre— y le he dado la razón a mi hermano en que es mejor que me quede a cenar y aplace mi regreso hasta mañana, sobre todo porque después del amasijo de emociones que intento digerir es más sensato retornar a la carretera a primera hora.

      —¿Tendría que haberlo intentado más, Alba?

      Preferiría que no insistiera, porque responder a esa pregunta tan sencilla supone un ejercicio de análisis para el que no me siento preparada.

      —No lo sé —miento, pero él se mantiene firme en su demanda.

      —Dudé mucho. Durante más tiempo del que imaginas… En el fondo —se justifica—, creo que sigo dudando. Sigo preguntándome si quieres que me haga más presente, que me interese por ti, por tu trabajo, por tu pareja. O si tú quieres que te involucre más en mi mundo. En todo lo que, por mucho que me esfuerce por contarlo a la inversa, no me ha ido bien en estos años. A veces me digo que nuestro silencio es lo que tú buscabas, que lo estoy haciendo bien. Otras, en cambio, juraría que me castigas por no haberlo intentado lo suficiente.

      —Hubo un momento en que el silencio era tomar partido —admito—. Pero hasta eso podía entenderlo, Lucas. No te culpaba a ti por no creerme, me culpaba a mí por no haber sabido explicártelo.

      —¿Necesitas que te dé la razón para que esto sea de otra manera?

      —Aunque me la dieras, y sé que no lo vas a hacer, tampoco estoy muy segura de que pueda serlo.

      Saca un par de cervezas más mientras me devuelve una de sus sonrisas tristes. Así las bautizamos cuando, un par de años después de mi marcha, nos vimos por primera vez. La tarde en que le envié una localización a la que acudió con su actitud de hermano mayor dispuesto a un rescate que yo no le había solicitado y que, por supuesto, tampoco iba a aceptar. Nuestro encuentro sirvió para tranquilizarlo, gracias un somero recuento de mis por entonces inexistentes logros vitales y, una vez convencido de que había encontrado el modo de no morir de inanición y frío en mitad de la calle, los dos nos despedimos con la promesa de reconstruir una relación que aún sigue siendo tan errática como había empezado a serlo entonces.

      —¿Todavía piensas que no pasó? —me atrevo a preguntárselo por primera vez en años: si atisbara en su respuesta la más mínima duda, sé que sí tendríamos una oportunidad real.

      —No va a cambiar nada lo que yo piense.

      Pero no. Está claro que no la tenemos.

      —Todo por salvar un recuerdo.

      —O por no cometer una injusticia.

      Me muerdo la lengua y cuento hasta tres para no decir nada que rompa el precario equilibrio que esta noche hemos creado entre ambos. Y, ahora sí, me alegro de que Irene no me haya acompañado, porque no soportaría avergonzarla con esta actitud pacificadora en la que sacrifico lo que de verdad pienso por unas horas más en calma. Una madrugada de una relación fraternal ficticia que, cuando nos despidamos, involucionará hasta ocupar el mismo espacio que ocupaba antes. Ese rincón incómodo donde moran los lazos y afectos familiares que nos han educado para ejercer y que la vida se encarga de desatar entre distancias y desencuentros.

      —Es duro, Alba.

      —¿El

Скачать книгу