Presente imperfecto. Nando López

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Presente imperfecto - Nando López

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      —A mi hermana le gusta.

      Miras a Rebeca desconcertada. Sin acabar de entender qué es lo que ha querido decirte mientras jugáis en el patio trasero de tu casa, cerca del huerto que tu padre ha convertido en su nuevo despacho. Allí es donde Lucas y tú vais a buscarlo cuando no dais con él, porque sabéis que estará sentado con alguno de esos libros que, le cuentas a Rebeca, valen muchísimo y que están encerrados bajo llave porque son un tesoro.

      Ella, celosa de tu relato de riquezas y maravillas ocultas, te devuelve otro de amores imposibles y se inventa una historia en la que Sandra, su hermana mayor, se enamora de su profesor de Literatura. A ti, que te has fijado en ella más de una vez, no te sorprende que alguien se pueda enamorar de Sandra, de esa chica de piernas largas y rasgos afilados, con la piel bronceada y los músculos firmes y definidos. Es más, aunque no se lo confiesas a Rebeca, algo te pasa cuando la tienes cerca. Cuando tu amiga te invita a su casa y merendáis mientras ella, en su estudio, analiza alguna de esas oraciones infinitas que les dicta en su cuaderno el profesor que, según su hermana, le gusta. Y tú puedes entender que sea a la inversa. Puedes imaginar que Sandra, con su pantalón deportivo corto, con su melena recogida, con esos ojos grandes e intensamente negros, le guste a alguien. Incluso que, ¿es eso lo que te está pasando?, te guste a ti.

      —Los he pillado hablándose… Fuera de clase.

      El cuento de Rebeca empieza a resultar violento. No te sientes cómoda sabiendo que uno de sus personajes, ese profesor del que ella asegura que Sandra va escribiendo el nombre en su diario, es tu propio padre. Vuestros juegos siempre se han basado en la imitación de lo que veis. Y tú eres Diana y ella es Julie. Y tú eres Candy y ella es Anthony. Y tú eres Hank y ella es el Amo del Calabozo. La rutina es sencilla: consiste en emular las acciones de las series que os gustan y, a partir de ahí, improvisar continuaciones y finales donde todo es posible. Todo salvo que tu padre, ese hombre que pasa tardes enteras leyendo en su huerto, donde de vez en cuando ayuda con los deberes a algunas de sus estudiantes, sea uno de sus protagonistas.

      —Se escriben cosas.

      —¿Y eso cómo lo sabes?

      —Lo sé. Si hasta una vez los vi besarse.

      —Eso es mentira.

      —Eso es verdad.

      —¡Es mentira!

      —¡Es verdad!

      El juego se vuelve pesadilla y caes sobre Rebeca con toda la rabia que no te has permitido hasta ahora. La niña del otro lado del espejo, envuelta en su inmutable jersey negro, os mira con horror, viéndoos girar sobre el suelo en una pelea que detenéis en el mismo momento en que os dais cuenta de que podríais haceros daño. Son demasiados días juntas como para no sentir como propia la piel de tu amiga. Como para que no te duelan los golpes que has estado a punto de propinarle mientras seguíais gritando para afirmar y negar a la vez lo que ella, tiene que ser así, inventa.

      Os alejáis un segundo. Recobráis fuerzas y sopesáis vuestras opciones. Reanudar el juego resulta imposible. Retomar la pelea sería doloroso. Marcharse sin despedirse, con una pizca de orgullo y hasta de soberbia teatralizada, parece lo más digno. Rebeca se pone en pie y atraviesa el patio sin mirarte, con la misma altanería que si hoy fuera ella Diana y tú, aunque no la soportas, la cursi de Julie.

      Tardaréis unos días en volver a veros fuera del colegio. En clase fingiréis no conoceros. Actuaréis como si pudierais sobrevivir sin el apoyo que habéis aprendido a mostraros y esperaréis a que la soledad imponga sus normas antes de un «¿me ajuntas?» que pronuncia primero Rebeca y al que, antes de que ella termine de hablar, tú solo puedes responder con un «sí». La niña del espejo, sin embargo, no celebra el reencuentro con vuestro mismo entusiasmo, quizá porque teme que el protagonista humano que provocó vuestro distanciamiento oculte, como la maquiavélica Diana, su piel de lagarto.

      —Es la primera vez que dices algo parecido, Lucas.

      Deambula nervioso de un lado a otro de la habitación, como si con su caminar zigzagueante pudiera borrar lo que acaba de expresar en voz alta.

      —Ni siquiera sé por qué lo he hecho.

      —A lo mejor te estás deconstruyendo.

      —¿Tú también?

      —¿Yo también qué?

      —¿También eres de las adictas a la neolengua? Deconstruirse suena a autoayuda. Pasado por la conciencia woke, pero sigue siendo autoayuda.

      —Para una vez que intentaba otorgarte algo de mérito en esta historia…

      —Gracias por el sarcasmo, Alba.

      —Es que no sé por qué te cuesta tanto admitir que pudo ser así.

      —Porque no hay pruebas.

      —¿Una adolescente muerta te parece un testimonio poco contundente?

      —Pudo deberse a mil motivos más…

      —Pero él fue uno de ellos.

      —Eso nunca vamos a saberlo.

      —No, Lucas, no vamos a saberlo. —Rebeca clavándome las uñas en el brazo, la arena del patio rasgando la tela de mis pantalones, el bote de agua oxigenada y la explicación para una herida en el codo en la que, mientras nuestra maestra finge no saber lo que ha ocurrido durante el recreo, yo omito cualquier alusión a nuestro juego—. Pero sí creo que puedo imaginármelo.

      La noticia se extiende deprisa. La familia, incluida Rebeca, trata de ocultarlo y se divulga un relato lo suficientemente hermético como para que la palabra prohibida no surja de manera explícita en ningún momento.

      Nadie la pronuncia en voz alta, pero tú puedes oírla una y otra vez. En cada corrillo. En cada grupo. En cada uno de los callejones de esta comunidad que ahora se ha vuelto más diminuta y oscura que antes. Su eco llena los rumores de un pueblo siempre sediento de carnaza en la que hincar el diente, atento a todo murmullo con el que pueda desmentir su bucolismo y demostrar su verdadera piel. Tan traicionera como la de los lagartos extraterrestres a los que, en adelante, no volverás a jugar con Rebeca.

      Nadie habla de que ha sido un suicidio, aunque todos lo sospechen y tú misma trates de preguntarle a tu padre si es verdad eso que dicen las vecinas. Si es cierto que Sandra, esa chica que no consigues sacarte de la cabeza y que, en un retorcido guiño del destino, se parecerá a todas las mujeres con las que te acuestes en el futuro, se ha quitado la vida. Pero tu padre ya no está en el huerto donde Lucas y tú acudís a buscarlo. Ha suspendido esas clases particulares y gratuitas que le han hecho granjearse un aura de auténtico filántropo en el pueblo. Tampoco lo veréis más ordenando los libros-tesoro en su vitrina. Tu padre pasa las horas en el instituto, inventando actividades que le permitan regresar a casa lo bastante tarde como para no tener tiempo de responderos.

      Sandra no se encontraba bien.

      Sandra ha sufrido un problema repentino de salud.

      Sandra ha tenido mala suerte.

      Todo lo que escuchas es tan impreciso que no puedes dejar de pensar que quizá ese eco sordo que ha invadido el pueblo sí tenga razón.

      Pero en ese momento no acabas de unir todas las piezas. Ha pasado un año desde que tu vida se

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