Presente imperfecto. Nando López

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Presente imperfecto - Nando López

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es también tuyo.

      Ella no habla del tema. Inventa juegos nuevos y te propone historias que ya no nacen de los programas que veis, sino de las narraciones que ella inventa. «Podrías ser escritora», le dices y Rebeca niega con la cabeza. «No quiero tener nada que ver con los libros», responde. «Los libros han matado a mi hermana».

      A ti se te graba esa frase. Para siempre. Y es la que ahora, en este autobús al que, si todo va bien, ya solo le queda media hora para llegar a su destino, te repites una y otra vez.

      «Los libros han matado a mi hermana».

      Y los libros son el hombre que hablaba de ellos, que los prestaba, que los recomendaba. El hombre que los atesora en una vitrina y que puede que, oculto tras esos mismos lomos, esconda un monstruo. Quizá por eso los guarda con llave, no porque piense que son un tesoro, sino porque es el único modo de mantener cautivos a sus demonios.

      Al cabo de seis meses, Rebeca y sus padres se mudarán y abandonarán para siempre el pueblo. Os prometeréis seguir escribiéndoos, pero el cansancio podrá pronto con una amistad en la que los años agravarán el peso de los secretos. Cada día que pase te obligará a reconstruir con mayor lucidez una historia de la que apenas cuentas con indicios. El relato infantil de una amiga que no tardará en dejar de serlo y el desenlace trágico que podría demostrar la crueldad de ese juego. Podrías elegir no mirar. No volver la vista hacia esa narración que, poco a poco, te acaba devorando. Como si fuera tuya. Como si la niña atrapada en el espejo se hubiera despojado de su jersey negro y ahora tuviera las piernas y la alegría truncada de Sandra.

      Durante años, lucharás con todas tus fuerzas contra la agonía de la lucidez, contra esa verdad que no ve nadie más y que a ti, que recuerdas las tardes en que escuchabas salir del huerto palabras como conjugaciones y sintagmas, te resulta cegadora de puro obvia. Esas tardes que Lucas llenaba jugando a un partido de fútbol infinito y que tú pasabas con Rebeca mientras su hermana, y otras como su hermana, aprendían a diferenciar oraciones simples y compuestas entre las hortensias y las azaleas que cultivaba con esmero su profesor. Hasta que decides que el único modo de ser es dejar de estar. Necesitas alejarte para que el juego no te derribe. Para que ese eco que aún suena de vez en cuando en este pueblo ansioso de leyendas no te devore y las sombras de ese hombre al que ahora escudriñas con recelo, temerosa de descubrir gestos o acciones que ratifiquen su condena, no te rocen.

      Cuando el autobús, por fin, se detiene, mandas los dos mensajes que habías pensado antes de subirte a él.

      Uno, que incluye un «no me busques», para ese hombre al que nunca volverás a referirte como tu padre.

      Otro, que promete un incierto «estaré bien», para tu hermano.

      —¿Dos más?

      Veo nuestro reflejo fragmentado en los botellines vacíos y, como si fuera una autómata, le digo a mi hermano que sí.

      —A lo mejor esto podría considerarse un inicio, ¿o no?

      Me gustaría creer que el juego puede variar sus reglas. Que el tiempo hará su trabajo y que, ahora que Lucas ha admitido la posibilidad de la infamia, cabe la opción de que logremos acercarnos. Pero hace mucho que no me permito la ingenuidad de creer en finales felices y, en su lugar, me conformo con la imperfección del presente, tratando de aprovechar lo poco o mucho que pueda aportarme en vez de obsesionarme con sus posibles consecuencias o, peor aún, con algo tan volátil como su supuesta perdurabilidad.

      Hablar de un inicio después de veinte años de encuentros breves y conversaciones casi formularias —con la información precisa para rellenar los huecos administrativos de nuestra biografía— es demasiado ambicioso en una noche como esta. Sobre todo cuando puede que mañana, en el desayuno, él se arrepienta de lo que —¿han sido las cervezas?— ha dicho hoy y yo de lo que le he prometido a cambio.

      Respeta mi silencio y señala los ejemplares con los que hemos empezado a alimentar la chimenea.

      —¿Era lo que necesitabas hacer?

      —Algo así —le respondo a la vez que vuelve a mí, con la contundencia de una bofetada, la frase de Rebeca.

      «Los libros han matado a mi hermana».

      En un gesto estúpido saco mi móvil y grabo, durante unos segundos, este fuego. Después pienso que podría buscarla en redes, dar con ella, enviarle el vídeo donde se ven arder los ejemplares que durante tantos años fueron intocables y explicarle el significado del ritual que acabo de idear. Pero mientras estoy apuntando con la cámara de mi teléfono hacia las llamas me doy cuenta de que no soy quién para hacer eso. Sé cómo me han tratado a mí los años, qué clase de culpa y de rechazo han alimentado en mi interior y hasta qué punto la palabra «legado» se ha convertido en el final amargo para nuestro juego. Pero no sé cómo han tratado a Rebeca. Ni qué habrán ido depositando en ella. Ignoro si necesita perdonarme u odiarme. Si me ha mantenido como un recuerdo infantil, a salvo bajo nuestras identidades televisivas, o si me ha condenado al ostracismo del mismo modo que el eco de susurros acabó exiliándonos de un pueblo donde la vida que no se ajustaba a sus estúpidas normas siempre fue tabú.

      Desconozco demasiado de ella como para saber si este vídeo, que yo sí guardaré, le ofrecerá alguna clase de consuelo. A mí, al menos, me asegura que he encontrado la manera simbólica de escribir un final. Las llamas devorando las páginas. Sus libros, como su cuerpo, reducidos a cenizas. Y puede que revisar estas imágenes me ayude a creerme que ha terminado. Que ya no tengo que volver a ese momento en que me pregunto si yo pude adivinar. Si yo pude saber. Si yo fui cómplice.

      Ese instante en el que aún hoy me sigo desvelando a medianoche e Irene, preocupada, me insiste en que era imposible que con nueve años pudiese hacer o entender mucho más. Ese momento con el que no dejo de luchar para que la niña que me vigila al otro lado del espejo me perdone por no haber sabido tenderle la mano. Para que Sandra se vuelva a mirarme, con su pantalón corto y su camiseta de tirantes, mientras subraya sintagmas en nuestro jardín. Para que todas las mujeres que fui y pude ser mientras estuve encerrada en esta casa admitan y acojan a la mujer que hoy soy. La que permite que su hermano, al que no sabe cuándo volverá a ver, le dé un abrazo. La que esta noche no será capaz de dormir y, para no enfrentarse a su antiguo cuarto, se dejará caer en este mismo sofá. La que no despega sus ojos de las llamas con que pretendía poner fin al juego que aún atormenta su presente y que mañana, cuando vea a Irene, se abrazará a ella y le pedirá que le diga a la niña del jersey negro que no fue culpa suya. Que era imposible saber que los libros que se ocultaban tras esa vitrina no valían absolutamente nada.

       Las leyes de Tántalo

       codiciar

      1. tr. Desear con ansia.

      La vergüenza llega en el momento en que, sin mirarme, te pones en pie y empiezas a vestirte.

      Intento disimular mi incomodidad mientras te observo de espaldas y comparo la silueta trabajada de tu cuerpo con las formas imprecisas del mío. Permanezco tumbado, convencido de que la horizontalidad favorece la indiferencia que finjo ante la que será una despedida tan breve como las anteriores. Buscando alguna excusa —un mensaje que no necesito enviar, un cigarrillo que no me apetece fumarme— para completar con acciones minúsculas el tiempo que tardas en localizar tu ropa en el suelo de la habitación.

      La última vez. Esta es la última vez.

      Me lo repito mientras oigo la puerta cerrarse, tus pasos bajando las

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