Presente imperfecto. Nando López

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Presente imperfecto - Nando López

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a lo que no la tenía.

      —De todas formas, deberías echarles un vistazo. Por si acaso.

      —¿Y lo demás?

      —Lo demás no vale nada. Ya he hablado con una empresa para que se lo lleven todo. Cuanto antes podamos vender, mejor. Y esa casa, tal y como está, llena de trastos y con una reforma pendiente, no la quiere nadie.

      Nada más bajar del taxi que me ha traído de vuelta hasta aquí, compruebo que el deterioro al que aludía Lucas es evidente. Los muros revelan la desidia que ha habitado este lugar en las últimas décadas y, tras esforzarme por comparar su estado actual con el que presentaba hace veinte años, me pregunto cómo es posible que no guarde memoria de cómo era esta casa el día en que me marché. No sé si la cal dejaba apreciar las mismas grietas que hoy tan solo cubre una vegetación descuidada y anárquica que invade la fachada con la misma contumacia con que las miradas ajenas recorren mi cuerpo.

      Finjo no percatarme del susurro coral que, tras las ventanas próximas, despierta mi presencia en el pueblo y busco nerviosa la llave que me ha prestado Lucas y con la que sustituyo la que abandoné aquella madrugada en la mesa del despacho, justo frente a los libros que hoy me traen de nuevo al único lugar donde no tiene sentido regresar.

      Por suerte, la llave gira rápido y logro entrar antes de que una voz que me resulta lejanamente familiar me detenga. Soy consciente de que mi decisión de no darme la vuelta será comentada por el mismo murmullo que confía en que alguien dé el paso de acercarse hasta mí en busca del testimonio con que completar nuestra historia, pero la única ventaja de haberme escapado como una fugitiva es que hoy ni siquiera siento que sea yo quien de verdad está aquí, así que puedo comportarme como la extranjera en que me he convertido y que no debe más explicaciones que las que ella misma quiera exigirse.

      Tienes dieciocho años, muchas dudas y un billete arrugado de autobús en el bolsillo.

      Has imaginado tantas veces este momento que ahora solo echas en falta el arrojo con el que habías esperado vivirlo, la seguridad con que aprovechabas el silencio de la noche para dejar atrás el suelo que quema bajo tus pies y que hoy, sin embargo, te detiene, alertándote de la distancia entre el plan concebido y el viaje real, el tramo que separa la persona que imaginas de la quizás eres y a la que le cuesta emprender el camino sin preguntarse si está tomando la decisión correcta.

      Lo sea o no, convencerte de que lo has resuelto tú se vuelve imprescindible para no reducirte más de lo que ya lo hacen estas paredes que hoy recorres a oscuras, cargada con una mochila en la que hay más ganas de comenzar una vida que herramientas para lograrlo. No tardarás en descubrir que todo cuanto has guardado en ella es inútil, porque pronto preferirás la incomodidad a tener que recurrir al pasado para vencerla. Cuanto llevas contigo será el testimonio de un origen que pretendes borrar, tratando de deshacer tus huellas con la misma furia con que pretenderás sacar su nombre de tu cabeza. Esa memoria que esta noche forma parte de tu escueto equipaje y que, cuando el autobús arranca, reclama su propio espacio en el asiento de al lado.

      Estiras las piernas y te acurrucas contra la ventanilla, con el único fin de impedir que alguien más pueda sentarse junto a ti, pero tus demonios son capaces de doblarse sobre sí mismos tantas veces como sea necesario hasta que su presencia resulta inevitable, tan obvia como para que te plantees por primera vez si este éxodo tiene sentido. Si existe algún destino en el que puedas dejar atrás todo lo que ahora te mueve como un resorte, impidiéndote conciliar el sueño a pesar de que cierras los ojos y te esfuerzas por buscar una calma que, esta noche, no va a llegar.

      —No sé por qué no me sorprende…

      —¿Es lo que esperabas? —me pregunta Lucas mientras señala los libros que voy sacando de la vitrina que el viejo custodiaba con tanto celo.

      —Supongo que sí —admito—. Esperaba que no dejara de decepcionarnos nunca. Y eso es justo lo que he encontrado.

      Ni uno solo de los ejemplares que tengo ante mí posee el valor bibliófilo que él, cuando aludía a ellos, les atribuía. No solo no son primeras ediciones, sino que apenas podrían catalogarse como rarezas, así que el hecho de que las guardase bajo llave cuando Lucas y yo éramos niños solo puede explicarse por su voluntad de crear una ficción que ahora, como todo lo que hay en esta casa, también se desarma.

      —A lo mejor deberías pedir una segunda opinión —sugiere mi hermano—. Tampoco eres ninguna experta.

      Finjo no haber escuchado su comentario para evitar una réplica que vuelva la situación aún más incómoda. Si quiero que terminemos pronto de vaciarlo todo necesito centrarme en la acción y esquivar la tentación de remontarme a explicaciones de un pasado que llevo años tratando de reparar. Así que me ahorro la alusión al momento en que tuve que irme y a cómo eso lo truncó todo, porque ya no era factible seguir el cauce convencional y cómodo que me había propuesto —licenciatura, máster, doctorado—, en un orden que, según nos habían contado, conducía indefectiblemente al éxito.

      Después de mi marcha, la supervivencia primaba sobre mis veleidades academicistas, así que mi recorrido universitario se volvió más pragmático y, sobre todo, agónico, mientras salía adelante con trabajos basura que apenas llegaban para el alquiler. Si hiciera mención a cualquiera de esas circunstancias con las que justifico que mi situación actual solo pueda calificarse de gris, Lucas sacaría a relucir el rencor que me guarda desde entonces y convertiría mi marcha en un acto voluntario.

      Tú elegiste. Tú decidiste. Tú optaste.

      Emplearía cualquiera de los verbos con que lleva golpeándome en cada una de las contadas discusiones que hemos mantenido en estos años. Tampoco han sido muchas. Solo las estrictamente imprescindibles para definir nuestras posiciones y dejar claro quién cree y acusa a quién. Y Lucas no cree —y sí acusa— a la hermana que se escabulló de esta misma casa una semana después de cumplir de los dieciocho, la hermana que ahora no tiene derecho a quejarse de su presente porque fue la misma que, de todas las alternativas posibles, se inclinó por el abandono.

      —¿Estás segura de que no los quieres?

      —Esto no se puede vender… Y yo paso de llevármelos. De este lugar no quiero absolutamente nada.

      —Eso ya lo has dejado muy claro, Alba. Lo dejaste clarísimo cuando ni siquiera te dignaste a venir al entierro.

      —¿De verdad esperabas que lo hiciera?

      —A veces me miento… O me digo que el tiempo ayuda a madurar y a verlo todo con distancia.

      —Te mientes, sí. Porque si lo vieras con distancia, habrías entendido de una vez por qué me fui.

      —No empecemos con eso. Por favor.

      —Tranquilo, no podemos empezar algo que para ti ni siquiera existe.

      —Tus demonios son tuyos. Y puedes hacer con ellos lo que quieras. Como con estos libros. Lo único que te pido es que no me los intentes endosar a mí. Bastante tengo con los míos.

      —¿Y para esto querías que viniera a su entierro?

      —Para no tener que hablar de esto, sí.

      —Nunca entenderé por qué lo defiendes.

      —Porque nunca has sabido explicarme de qué lo acusas.

      El viaje se hace mucho más largo de lo que habías imaginado. No te habías parado a pensar en cómo llegarían a estirarse

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