El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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41 Guelton insiste en que el jardín es un lugar real, un espacio pequeño, cerrado, pero conectado a un espacio enorme, sumamente abierto, la red.
42 Desconozco si desde que se cerró el Telegarden en agosto de 2004 han surgido otros jardines a distancia, pero me atrevo a preguntar algo: ¿podría realmente una tecnología de interacción mejorada favorecer un mayor nivel de biofilia? Hoy ya hay sistemas de cultivo casero a distancia (manejables desde una app) como el Seedo, una especie de neverita con iluminación y sistemas de ventilación donde se pueden cultivar vegetales, hierbas y flores. No sé qué relación con la naturaleza tienen los usuarios del Seedo, si la aman antes de comprarse el chisme, o si la aman después, tras cultivar. Kahn y los neurólogos debían estudiar el asunto. Sí sé que la gente la usa para plantar marihuana en casa. Quizá después de fumarla se sientan más cerca de ella.
43 Véase, de F. Kuo y W. Sullivan, “Environment and Crime in the Inner City: Does Vegetation Reduce Crime?” (Environment and Behaviour, 2001, 33).
44 En ciertas ciudades las clases más desfavorecidas no logran disfrutar de zonas naturales que les quedan cerca simplemente porque no disponen de tiempo para acercarse hasta ellas. Hay que recordar también que en algunas ciudades las clases pudientes no hacen uso de muchos parques públicos porque los consideran espacios donde más que estar cerca de la naturaleza se está cerca de “todo tipo” de gente. O sea, les parecen poco naturales, y muy vulgares. Estas clases pueden usar un parque público solo como pista de entrenamiento para correr, pero prefieren beneficiarse del contacto con la naturaleza en el jardín privado de una urbanización (preferiblemente con piscina y campo de golf), en una finca, en una mansión de campo, o en alguna reserva natural que visitan como turistas de élite.
45 Descubrí a Albrecht gracias a un trabajo de Nancy Tuana, “Climate Change and Place”, presentado en Madrid hace unos años. Véase de Tuana “Climate Change and Human Rights” en Handbook of Human Rights (Londres, Routledge, 2010, cap. 33).
46 Entre ellos, claro, habría que contar con el peso de las imágenes: estamos acostumbrados a ver imágenes de desastres lejanos, ajenos, o relativamente próximos. Pero no parece que eso nos haga más sensibles a ciertos problemas. Se diría que al contrario: ayuda a ignorar los signos de un desastre cercano. Si hubiera vivido lo suficiente, Sontag debería haber escrito una secuela de Ante el dolor de los demás que se llamara Ante el dolor de la naturaleza, en la que explicaría el efecto insensibilizador de las imágenes de desastres naturales. ¿Sentimos realmente algo cuando vemos la imagen de un bosque después de un incendio, o la devastación de un ciclón o de un maremoto? Probablemente también tendría que escribir añadidos a un fascinante ensayo en el que analizó por qué nos da tanto morbo observar desastres: “La imaginación del desastre” [1965] en Contra la interpretación y otros ensayos (Barcelona, Seix Barral, 1984). Desde que escribió este ensayo la proliferación de recreaciones o retransmisiones de desastres naturales ha crecido asombrosamente.
47 Para ese informe también se le pidieron las opiniones sobre el “Nature Deficit Disorder”, un término que Richard Louv introdujo en Last Child in the Woods [2005]. Capitán Swing acaba de publicar una traducción en 2018: Los últimos niños en el bosque. Salvemos a nuestros hijos del trastorno por déficit de naturaleza.
48 Lo llamo así a falta de un término mejor, pero algunas de las fuentes de recuerdo también podrían ser ficciones, incluida la literatura infantil. Albrecht alude en sus trabajos sobre la solastalgia al libro Soil and Civilization de Elyne Mitchell, que era escritora de cuentos infantiles sobre un cimarrón australiano y sus descendientes. Merecería la pena saber lo que piensan los psicólogos y los neurólogos sobre los efectos de la antropomorfización de animales en la literatura popular.
49 Pauly estudió el agotamiento de los caladeros de pesca a mediados de los noventa, véase “Anecdotes and the Shifting Baseline Syndrome of Fisheries” (Trends in Ecology & Evolution, vol. 10).
50 Con todo, este punto merecería un comentario más detallado de otras dos obras editadas por P. H. Kahn Jr. y P. H. Hasbach: Ecopsychology (2012) y The Rediscovery of the Wild (2013), publicadas en Cambridge por The mit Press. En estos trabajos se vuelven a discutir conceptos como topofilia y se proponen distintos tipos de ecoterapia y tratamientos, así como de principios de urbanismo y de diseño biofílico.
51 Una frase que me recuerda muchas historias de ciencia ficción en las que la dificultad para percibir una señal de origen extraterrestre es similar: poder discriminarla. Lo irónico es que muchas de esas señales suelen ser advertencias que civilizaciones superiores de otras galaxias nos hacen sobre nuestra gestión del planeta: “Estáis abocados al desastre, no respetáis a la naturaleza”.
52 Para otros analistas esta postura de Diamond sigue anclada en meros presupuestos éticos y en una retórica del catastrofismo que elude imperativos verdaderamente políticos. Es la posición de Daniel Tanuro, que critica a Diamond en El imposible capitalismo verde. Del vuelco climático capitalista a la alternativa ecosocialista, con prólogo y posfacio de Jorge Riechmann, (Madrid, Los Libros de Viento Sur / La Oveja negra, 2011, p. 175). Según Tanuro, Diamond solo cree en el desarrollo de empresas con mejor gestión ecológica. En su esquema “no hay necesidad de recurrir a soluciones colectivas como la nacionalización de la energía, la extensión del sector público o la gratuidad de los servicios básicos”.
Adiós a la naturaleza
No creer en la naturaleza como una totalidad armónica y equilibrada no es una pose intelectual, ni un trastorno mental. Es una forma de ver el mundo que puede entender bien alguien que haya vivido en barrios donde se crecía con una única certeza: nada es lo que parece, todo es mentira. Este sentimiento lo he compartido muy fácilmente con amigos españoles, italianos y británicos de origen obrero, gente que no se cree nada, pero que luego se comporta ante la naturaleza de forma menos ruda que los chicos de Trainspotting –recuérdese que cuando llegan en tren hasta un páramo con una colina al fondo, uno de ellos dice: “¡Mirad la inmensidad natural, el aire puro!”, pero el otro contesta: “Todo el puto aire del mundo no cambiará las cosas”.53 En cierto modo es verdad: hay que ser idiota para creer que todo el aire del mundo puede cambiar la vida de la gente. Pero también es verdad que esa falta de confianza en el futuro de la humanidad no priva necesariamente de la sensibilidad requerida para gozar de la naturaleza, o de algo parecido a ella.54
Algunos de mis prejuicios sobre la naturaleza podrían atribuirse a la simpatía que he sentido por la filosofía materialista y ciertas variedades de marxismo.55 Puede que también suenen a historicismo, culturalismo o constructivismo, y casi a cualquier doctrina que ayuda a desnaturalizar todo lo que nos parece natural.56 Ninguna de ellas, sin embargo, explica el tono y los fines de este libro, ni mi desacuerdo con ciertas filosofías de la naturaleza. Digamos que es al revés: en cierto modo, esas doctrinas confirmaron algunas de mis tendencias. No me inspiraron desencanto, sino que reafirmaron mi carácter desengañado, lo cual daba cierto placer.57
La actitud antinatural