El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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El jardín de los delirios - Ramón del Castillo

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interacción real, pero es mejor que ningún contacto con ella.42

      Quizá no hacía falta dar tantas vueltas para llegar a esa conclusión. La diferencia es que leyendo a Kahn y a otros científicos uno se siente más justificado para emitirla, aunque no por ello esté más seguro de que sea verdad. Lo que tampoco le queda a uno claro leyendo neurociencia ambiental es qué nos pasa exactamente cuándo interactuamos con la naturaleza real y nos sentimos mejor.

      Una preocupación creciente de educadores y psicólogos es que los jóvenes que han nacido con un smartphone en la mano no quieren ir al campo. David Strayer, un psicólogo de Utah, demuestra que tres días de acampada al aire libre por los cañones de Utah son suficientes para que el nivel de los sujetos resolviendo tareas creativas mejore el 50% (Williams, 2016: 54 y ss.). Strayer explora a los campistas (alumnos voluntarios sacados de sus aulas) pegándoles en la cabeza los electrodos de un aparato portátil que mide el nivel de concentración y la actividad del pensamiento (las ondas theta) para llegar a la conclusión de que el contacto con la naturaleza ayuda al córtex frontal a descansar (como cuando se relaja un músculo sobrecargado). Para entender los efectos beneficiosos de la exposición a entornos naturales, otros científicos no solo miden ondas cerebrales, sino también el nivel de estrés hormonal, el ritmo cardiaco o los marcadores de proteínas. Un estudio en Inglaterra sobre la salud mental de 10.000 habitantes urbanos durante dieciocho años reveló que el hecho de vivir más cerca de espacios verdes disminuía las dolencias mentales en mayor medida que el nivel de ingresos, educación y empleo. En 2009 unos científicos holandeses descubrieron que 15 enfermedades (incluyendo depresión, problemas de corazón, diabetes, asma, migrañas y ansiedad) tenían menos incidencia en la población que vivía a no más de media milla de espacios verdes. En 2015, en Toronto, se observó que el hecho de vivir en bloques de viviendas con árboles aumentaba la salud metabólica y cardiaca en una proporción equivalente a lo que supondría un aumento de ingresos de 20.000 dólares. El propio Ellard (2016), al comentar estos estudios, recuerda que la gente que vive en un entorno más verde se siente más feliz y segura, y añade:

      probablemente esos sentimientos de felicidad y seguridad estén justificados, pues, tal como han demostrado diversos trabajos de campo controlados, los vecindarios más verdes suelen registrar un índice más reducido de actos incívicos y delincuencia. Las personas que viven en entornos verdes hablan más entre sí, acaban por conocerse y disfrutan de grados de cohesión social que no solo las protegen de padecer determinados tipos de patología mentales, sino que reducen las probabilidades de que sean víctimas de delitos menores. Todas estas averiguaciones sugieren que la respuesta primigenia básica a la contemplación de la naturaleza, pese a que en sus orígenes pueda guardar relación con factores evolutivos que puedan haber dejado de ser necesarios para guiar una selección del hábitat justificada en los seres humamos, todavía tiene repercusiones psicológicas importantes tanto en la tasa de criminalidad como en la habitabilidad y la felicidad en los entornos urbanos (pp. 40-41).

      La salud mental y la social van siempre unidas, aunque hay quienes se empeñan en separarlas. Los niños y las niñas que sufren trastorno por déficit de atención e hiperactividad (tdah) pueden mejorar su nivel de atención cuando tienen más cerca plantas. El laboratorio que dirige Stefano Mancuso, el linv, publicó un estudio (2017) que demostraba que niños de siete a nueve años daban mejores resultados en pruebas de atención cuando se realizaban en el jardín arbolado del colegio que cuando se realizaban en espacios sin plantas (las aulas cuyas ventanas no daban a ninguna zona verde). “A pesar de que el aula era el ambiente más adecuado para concentrarse (no hay distracciones, no hay ruidos…), los resultados obtenidos en el jardín, en presencia de plantas, fueron mejores con mucha diferencia” (p. 202). Pero ¿es solo por la presencia de plantas? Probablemente no. Lo mismo los pequeños sujetos de los experimentos de Mancuso no salen mucho al aire libre. Uno de los problemas de los niños de hoy no es que no estén en contacto con plantas, sino que no están en contacto con nada. No juegan en las calles, por ejemplo. Los datos sobre Estados Unidos son impresionantes: según otro estudio reciente, el 70% de las madres jugaron fuera de su casa todos los días cuando eran niñas, mientras que solo el 31% de sus hijos lo hacen hoy. Lo mismo los jardines, no solo son beneficiosos porque hay plantas, sino porque cuando los críos están en ellos están jugando, están en el recreo, y las presiones son menores. Conozco a gente que dentro de un aula silenciosa no es capaz de concentrarse, pero menos aún en un jardín, porque en él hay un montón de distracciones y de ruidos. Y también hay gente que en un jardín puede alcanzar una capacidad de concentración asombrosa, pero no aplicarla al objeto de atención que el monitor o el profesor consideran adecuado y educativo.

      Hoy, como recuerda Mancuso, hay centros de hortoterapia por todo el mundo. Plantar o cuidar un jardín puede ayudar a mejorar muchos trastornos psíquicos. Hacer ramos y centros florales también (aunque es un arte más efímero, claro). Los astronautas que viajen a Marte deberán llevar plantas no solo para cultivarlas y comérselas, sino para no desarrollar trastornos psíquicos (luego volveremos sobre esto). Aunque los astronautas parecen preparados para todo, parece que podrían perder la razón si no viajan hasta Marte con algunas plantas. Durante años era imposible encontrar un botánico, y menos aún un ingeniero agrónomo, en una agencia espacial. Los gestores y burócratas del espacio –añade Mancuso– han tenido que reconocer “que la presencia de plantas constituye un verdadero requisito si se quieren tener posibilidades de explorar y colonizar el espacio” (p. 203).

      ‘solastalgia’ y amnesia ambiental

      Siempre me han impresionado los jardines venidos a nada. No son jardines que se hayan dejado atrás al huir precipitadamente (por causa de una guerra o un desastre), sino que han caído presa del abandono, sin que nadie se haya tenido que mover del lugar. Los jardines arruinados incrementan la sensación de derrota y desarraigo. El “día de después” a veces se ha representado con el chirrido de un columpio infantil movido por el aire, y con plantas silvestres invadiendo un pequeño jardín en el que se amontonan hojas y ramas caídas. Pero la visión de un jardín vacío también es la estampa de “el día de antes”. Solemos asociar los grandes desastres con un suceso instantáneo, un acontecimiento súbito que marca un antes y un después. Sin embargo, algunos de los peores desastres que podemos padecer son los que tienen lugar gradualmente, sin que nos demos cuenta. Sabemos que el deterioro social y el natural van de la mano, y que cuando avanzan lentamente el desastre no es menor. Un jardín suele solazar, animar. Un jardín descuidado, abandonado, produce lo contrario: desánimo. El paisaje y el entorno local pueden provocar los mismos sentimientos, dependiendo de su estado y de la memoria ambiental que conserven sus habitantes. Los psicólogos estudian los efectos de la devastación de grandes parajes y paisajes. Pero hay otras escalas de desconsuelo, por ejemplo el que se siente cuando se deterioran las zonas verdes de ciudades, que no parecen gran cosa, pero que son muy queridas por sus habitantes. La degeneración progresiva de espacios verdes puede parecer menos apocalíptica que un desastre instantáneo, pero no es menos terrible. Los fotógrafos que retratan las ruinas del lucro inmobiliario toman fotos alucinantes

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