El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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Este hallazgo me descoloca. Por un lado, nuestra capacidad de reproducir el efecto reparador empleando píxeles de una pantalla nos brindó una potente herramienta que podríamos emplear para ahondar en la comprensión de este efecto. Pero, por el otro, me inquietaba (y me sigue inquietando) el potencial de tales descubrimientos por su insinuación velada de que los entornos naturales reales, especialmente en las ciudades, podrían ser suplantados por la magia de las tecnologías. Si no necesitamos la naturaleza auténtica para cosechar los beneficios psicológicos que nos brinda, entonces, ¿por qué no deshacernos de ella por completo y emplearnos en construir ciudades con pantallas multicolor gigantescas a modo de fachadas de edificios y canalizar por las tuberías sonidos de cascadas y trinos de pajarillos? (p. 48).
Ellard imagina una especie de pesadilla, una distopía en la que la naturaleza ya no existiría y la gente ya solo soñaría con paisajes eléctricos (quizá contarían ovejas también eléctricas). Las grandes empresas podrían destruir la naturaleza sin miramientos siempre que mantuvieran viva la ilusión virtual de naturaleza. Quizá habría gente que preferiría seguir en contacto con la poca naturaleza que quedara (aunque contaminada) a dejarse llevar por el efecto mágico de las proyecciones. A Ellard le preocupa un punto sobre el que volveremos luego: que la gente es capaz de adaptarse a casi todo y, en ausencia de naturaleza real, poco a poco acabaría dando por natural la eléctrica. Pero quizá no haya que hacer ciencia ficción para imaginarse los efectos de la naturaleza tecnológica. Como también veremos luego, mucha gente ya padece lo que se ha venido a llamar “amnesia ambiental”, o sea, no echan de menos la naturaleza real simplemente porque solo han tenido contacto con imágenes de esta: niños y jóvenes que han visto Discovery Channel, National Geographic, Animal Planet, que juegan a Zoo Tycoon y que están acostumbrados a los cielos nocturnos de las proyecciones espectaculares de planetarios y de imax.34
Sea como sea, Ellard prefiere no pensar mucho en los efectos negativos y hacerlo solo en los positivos, sobre todo en el ámbito de la psicología individual, y por eso subraya el valor que tendría la simulación de naturaleza para personas con discapacidades físicas y mentales que no tienen acceso o no se pueden desplazar a entornos reales; también como suplemento de analgésicos durante cirugías, en salas de quimioterapia y en consultas médicas.35 Además imagina algunas aplicaciones en países cuya naturaleza es demasiado peligrosa. Hay metrópolis hiperurbanizadas como Kuala Lumpur, en Malasia, que están rodeadas de “una selva exuberante que podría proporcionarles a sus habitantes oportunidades tremendamente enriquecedoras de comunión con la naturaleza”, pero como podrían morir devorados por depredadores o envenenados por insectos y reptiles (¿formas de comunión no deseada?) resultaría más indicado disfrutar de la belleza natural sin tantos riesgos, haciendo uso de grandes imágenes. La sugerencia de Ellard, pues, no es que se deban reemplazar los paisajes naturales por simulacros en pantallas, sino que estos se usen como “suplementos” de ella que “refuercen las oportunidades de vivir experiencias reparadoras en entornos urbanos densos, o de construir interiores donde de otro modo sería difícil, cuando no imposible, incluir elementos naturales auténticos” (p. 51).
O sea, siempre que la naturaleza no sea peligrosa, es preferible estar en contacto con ella, y no con una copia. Quizá ese sea el modelo de Singapur, aunque Ellard no lo menciona: se dice que no es una ciudad con jardines, sino una “ciudad dentro de un jardín”. La cantidad y densidad de plantas que cuelgan por edificios en forma de terrazas da la sensación de vivir dentro de una selva bondadosa. Como dijo el primer ministro Lee Kuan Yew “una jungla de verdad destruiría el espíritu humano”, mientras que la jungla ajardinada en la que se ha convertido Singapur inspira y protege ese mismo espíritu. Por tanto, no resulta imaginable que sus habitantes cambiaran naturaleza domesticada y engalanada por imágenes virtuales de selva pura. ¿Es eso lo que quiere decir Ellard? Respecto al uso de imágenes en interiores, Singapur también proporcionaría un buen ejemplo: su aeropuerto. La pregunta sería: ¿se relaja un pasajero más en un entorno natural virtual que en uno sin ninguna referencia a la naturaleza? Hablaré por mí mismo: yo me he sentido mejor en las zonas verdes del aeropuerto de Singapur que en la espantosa sala de pantallas verdes del aeropuerto de Ámsterdam.36 No entiendo por qué los holandeses no pueden llenar de flores el interior de su aeropuerto, la verdad. Su aeropuerto es un caso, creo, que contradice la hipótesis de los neurocientíficos: en algunos casos, uno prefiere ningún contacto con la naturaleza que el contacto con una naturaleza virtual. Sin embargo, eso no convierte al entorno de Singapur en un paraíso: si tuviera que esperar muchas horas en el aeropuerto o me informaran de una desgracia personal en pleno tránsito, no tengo claro que me relajara más por estar más cerca de plantas de verdad. Lo mismo preferiría sentarme callado en una sala vacía con ruido de fondo, el de un sistema de ventilación.
Pero volvamos al meollo del asunto, ¿por qué Ellard no está convencido de que los simulacros podrían hacer las veces del original? Los experimentos de Peter Kahn (2011) en Technological Nature: Adaptation and the Future of Human Life, en los que el propio Ellard se apoya, parecen mostrar las limitaciones del mundo “natural virtual”. Según los datos de Kahn, una imagen panorámica de un jardín retransmitida por webcam en tiempo real no tiene los mismos efectos que una ventana de verdad con vistas al mismo jardín. Los resultados de las ventanas virtuales son más positivos, claro, cuando se cuelgan en oficinas de interior oscuras y deprimentes como “auxilio psicológico”, pero cuando se puede optar por la ventana de verdad “el sucedáneo en forma de pantalla apenas tiene efecto en nosotros” (Ellard, 2016: 50).37 Vamos, donde esté una habitación con vistas que se quite una con plasma. Ellard resume la conclusión de Kahn de forma muy simple: cuando no queda otra alternativa, una simulación tecnológica puede ser de ayuda.
Leyendo otros trabajos del propio Kahn se entienden mejor otras preocupaciones de los neurocientíficos que estudian la naturaleza tecnológica. Kahn no solo analiza los efectos de simulacros de ventanas, sino también los de mascotas robóticas o fenómenos como la “amnesia medioambiental” (sobre la que ahora hablaremos). Kahn analiza nuestra relación con la naturaleza en general e incluso intenta precisar el significado de un término técnico a la vez que popular: “biofilia”. Recuerda que Wilson definió en sus libros la biofilia como la atracción humana por otros organismos vivos, su afinidad por otras formas de vida, pero dado que mucha gente siente atracción por cuevas, cañones, barrancos, gargantas, desfiladeros, precipicios, volcanes, fosas submarinas, montañas, géiseres, arenales, viento, glaciares, sedimentos gigantes de sales, fosos de fango…, el término no parece del todo adecuado y quizá habría que cambiarlo por otro. ¿“Naturafilia”?