El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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Durante el éxtasis al aire libre –dijo el exquisito de Nabokov ([1951] 1997: 138)– el tiempo parece suspenderse y más allá de él solo se abre un vacío momentáneo “en el que se precipita todo lo que se ama, un sentimiento de unidad con el sol y la roca” y una sensación inmensa de gratitud. Parece que Nabokov sintió eso después de cruzar una zona pantanosa del Oderech y quedar rodeado por mariposas, pero hay otras formas de vivir experiencias similares. Cada cual conecta como puede: unos gracias a las mariposas, otros gracias a los pájaros, otros gracias al sonido del agua o al olor de las flores…, algunos gracias a todo eso junto.
Uno de los geógrafos cuyas ideas me empujaron a escribir este libro, Yi-Fu Tuan, tiene una relación con la naturaleza que quizá algunos de sus lectores y seguidores desconocen.21 Tuan explicó muy bien por qué sentimos apego por ciertos espacios y lugares naturales, pero se hizo una pregunta que podía incomodar a más de algún ecologista: ¿Por qué la obligación de amar a la naturaleza se había convertido en el único deber incontestable de una sociedad que iba poniendo en entredicho todos los demás deberes? “En nuestra sociedad postmoderna y moralmente fluida –dijo–la única roca que queda –el único imperativo moral que tiene menos posibilidades de ser cuestionado– es ese: ‘Amarás a la naturaleza’” (2004: 84). La postura de Tuan nunca encajó del todo con la mentalidad de muchos ambientalistas desde la época boba. En su deliciosa autobiografía, acabó confesando que él mismo había disfrutado de la naturaleza muy pocas veces, aunque por costumbre y por educación (es decir, por corrección política) tuvo que dar muestras de sentir lo contrario, sobre todo delante de ambientalistas.
Confieso que yo no amo, ni siquiera me gusta demasiado la naturaleza, si con esta palabra uno se refiere a la vida biológica y poco más […]. El hecho de que casi todo en el universo es ‘mineral’ me consuela más que me disgusta, aunque no me encuentro solo en esta actitud. Nuestro grupo, sin embargo, es reducido, como debe ser si la especie debe propagarse […]. A veces bromeo con los ecologistas y les digo que, al contrario que ellos, yo soy un auténtico amante de la Naturaleza, pero por ‘naturaleza’ me refiero al planeta Tierra –y no solo a su capa de vida– y todo el universo, que es abrumadoramente inorgánico (p. 84).22
Tuan atribuye esta preferencia por lo inanimado a un rasgo de su carácter y no a su deformación profesional. Cuando tenía tres años y vivía en Tietsin, le encantaban las formas del hielo (su nodriza le hacía pequeñas esculturas usando ceniceros como moldes) y durante toda su vida le fascinó la pureza de los minerales que brillan bajo el sol. La atracción que el desierto ejerció sobre él, sin embargo, no tiene origen en su infancia. Cuando vivió en Australia el desierto estaba ahí, alrededor, pero nunca lo visitó. Fue después, con veintidós años, mientras hacía camping durante el invierno de 1952 con otros estudiantes en el Death Valley National Monument, cuando fue plenamente consciente “del esplendor de la tierra árida”. El viaje hasta el valle no fue cómodo: el coche se les averió al sur de Fresno y llegaron al parque de noche. La noche tampoco fue fácil: una ventisca impidió levantar las tiendas y Tuan tuvo que dormir a la intemperie, expuesto “al viento, al polvo, y durante paréntesis de calma a las estrellas” (p. 86). Pese a todo, Tuan se las arregló para contemplar el maravilloso paisaje, toda aquella
inmensidad arrolladora del límite occidental del valle –una fantasmagoría de relucientes malvas, púrpuras y brillantes dorados, teatralmente iluminados por los rayos del sol. También resultaban extraterrestres las llanuras salinas de la superficie del valle y la agreste omnipresencia de los relieves esculturales, pero más sobrenatural aún era la calma, el silencio. Miraba maravillado. Cualquiera lo hubiera hecho, pero es un misterio para mí porque no solo sentía asombro sino también una felicidad embriagadora.
El placer que proporciona el mundo inanimado –dirá luego Tuan– es saber que no todo “es pasión y lucha, o está sujeto al deterioro” (p. 85). En la selva tropical “todo lo que puedo ver y oler –admito que contra toda lógica– es descomposición”, mientras que en espacios como el desierto “no veo ausencia de vida, sino pureza”. El desierto es fascinante por la esterilidad, la desolación “que permite eliminar, de un plumazo, el sexo, la vida biológica y la muerte”. Mientras que la selva “obliga a enfrentarme a la asfixia del crecimiento y de la lucha”. Tuan ama, por tanto, un paisaje que no resulta acogedor ni íntimo. Carece de calidez humana y “su atractivo está más relacionado con el espíritu y la imaginación que con las necesidades y caprichos del cuerpo” (p. 92). Su belleza “actúa como un bálsamo para el alma” porque es inhumano e inanimado (p. 89). Y lo que es más importante: al mismo tiempo que ese paisaje resta importancia a la muerte del individuo, le ayuda a no sentirse amenazado por el mundo:
Es cierto que la muerte significa el fin de la individualidad y la reincorporación a un todo indiferenciado, pero la selva niega la individualidad justo en plena superabundancia de la vida. En la densidad de la biomasa, ninguna planta o ser humano puede destacar; por el contrario, en el desierto cada vida se muestra con orgullo, separada en el espacio del resto de vidas. En el desierto, me siento casi demasiado conspicuo, una columna solitaria que proyecta una sombra perfectamente definida en el suelo. En las ocasiones en las que me encontraba con otro ser humano, le veía con una claridad meridiana, único y precioso, sobre un enorme telón de fondo de arena y cielo (p. 153).
El caso de Tuan es interesante porque asocia la naturaleza con la tranquilidad y la serenidad, pero no porque le resulte especialmente acogedora. Al contrario, lo que le serena es que sea por completo indiferente. Se siente bien en un espacio ajeno a la intensidad de la vida y a las pasiones humanas. Lo divertido del caso de Tuan es cómo lo cuenta y cómo admite que para él una experiencia en la naturaleza solo puede ser serena si no hay presencia humana, sobre todo presencia bella que desencadene deseos eróticos. No es que no tuviera otras experiencias de disfrute de la naturaleza. Lo que pasó es que no fueron puras. Por ejemplo, durante un viaje a Panamá, cruzó una bahía en barco de noche y se quedó maravillado ante el silencio reinante, el reflejo de la luz de la luna en el agua cristalina y la pulcritud de la oscura línea del horizonte. El motor del barco ayudaba a relajarse, y el resto de pasajeros estaban cansados y callados. O sea, no estaba en plena naturaleza, ni solo, había otros seres, pero no molestaban, hasta que pasó algo: un chico se subió al mástil y se sentó en el travesaño, y Tuan se quedó embelesado, de tal forma que, “incluso en el silencio del barco, mi experiencia de belleza natural no fue del todo serena: la presencia del chico la perturbó”. El ruidoso festejo que había en la playa cuando desembarcó de vuelta también le impidió tener una experiencia pura: la gente comía, bebía y bailaba…, o sea, la gente vivía, ¿hay algo más natural, más bonito? Tuan no lo sentía así. Solo era capaz de asociar la belleza natural con la ausencia de vida. Pero no es un bicho raro. Hay gente que no quiere ir a parajes selváticos porque se altera, porque activa impulsos raros, desconcertantes. Y hay gente que hace justamente lo contrario: va a ciertos lugares para liberar esos mismos impulsos, y para excitarse (en distintos sentidos de la palabra). Determinados ambientes tropicales, asiáticos y caribeños propician el contacto corporal que Tuan tanto rehuía. Para mucha gente, estar en contacto con la naturaleza tiene que ver más con recobrar la conciencia de su cuerpo, y con el grado de contacto que se tenga con el cuerpo de otros. Para otra, estar en contacto con la naturaleza se parece más a un paseo por un vacío geométrico.