El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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El jardín de los delirios - Ramón del Castillo

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de trabajo y de recreo. Los internos también podían dar paseos regulares y hacer algo de ejercicio al aire libre, sentir el paso de las estaciones. Se suponía que el contacto con la naturaleza era benéfico. ¿Por qué? Pinel pensaba que lo que enloquecía a los locos era estar atados, privados de aire y de libertad. Tuke lo veía de otra forma, apoyándose en un presupuesto del siglo xviii: “La locura es una enfermedad no de la naturaleza, ni del hombre mismo, sino de la sociedad”. La locura es una consecuencia de una forma de vida que se aparta de la naturaleza, “pero no pone en cuestión lo que es esencial en el hombre: su pertenencia inmediata a la naturaleza. Deja intacto como un secreto provisionalmente olvidado esta naturaleza del hombre que es al mismo tiempo su razón”. O sea, en la locura la naturaleza no es suprimida, sino olvidada, adormecida, como su razón. Lo curioso es que en medio de la naturaleza (o más exactamente del campo) el loco no recobra la razón a solas. Más bien,

      el grupo humano es devuelto a sus formas más originarias y puras, se trata de recolocar al hombre en sus relaciones humanas elementales, absolutamente conforme al origen. Ello quiere decir que deben ser, a la vez, rigurosamente fundadas y rigurosamente morales […]. Así, el enfermo se encontrará de vuelta a ese punto en el que la sociedad acaba de surgir de la naturaleza y donde se consuma en una verdad inmediata que toda la historia de los hombres ha contribuido, después, a confundir. Se supone que se esfumará, entonces, del espíritu alienado, todo lo que la sociedad ha podido colocar allí de artificio, de vana preocupación, de nexos y de obligaciones ajenos a la naturaleza (ibíd.: 207).

      Esta imagen de la locura –añade Foucault– será implícitamente transmitida en el siglo xix: el internamiento en el asilo sirve para revelar lo que en el hombre hay de inalienable, su verdad, o sea, su razón. Si prolongáramos esa historia a lo largo del xx tendríamos que preguntarnos cómo evolucionó la psiquiatría en la era del positivismo y cómo fue cambiando la idea de que el contacto con la naturaleza tiene efectos reparadores y sanadores. Pero no lo haremos aquí. No estamos bien preparados para hacerlo, ni dispondríamos de espacio en caso de estarlo. Las situaciones que tenemos presentes son recientes, demasiado recientes. Hoy el contacto con la naturaleza se considera beneficioso para los pacientes de centros psiquiátricos y geriátricos. Los jardines y huertos siguen cumpliendo su papel. Los paseos al aire libre se consideran positivos. También se fomenta el contacto con animales de compañía que visitan los centros, logrando efectos muy positivos. Muchas de las terapias y rutinas son como las de hace siglos, otras no. Si los centros no están rodeados de naturaleza, se puede desplazar a los internos hasta entornos estimulantes. Pero no menospreciemos otras formas de comunicarse con la naturaleza: las imágenes. La sociedad del espectáculo puede llevar la naturaleza hasta dentro del asilo mediante un documental emitido por televisión, aunque los terapeutas desarrollan productos visuales mucho más controlados y elaborados.

      una curiosa anomalía: cuando llevaba a personas a lugares públicos poco poblados, como estacionamientos de museos o patios de iglesia, mostraban visiblemente el tipo de respuesta relajada que por lo común se da en un entorno tranquilo y privado, como el hogar o un bonito parque con vegetación. Mediante sensores […] pude comprobar que, en efecto, sus cuerpos se relajaban en respuesta a estos espacios vacíos. En el contexto occidental un espacio público vacío podría considerarse un fracaso: la mayoría de los programas urbanísticos para tales emplazamientos se concentran en dotarlos de vida (p. 82).

      Para aquellos indios, en cambio, que los espacios estuvieran vacíos era justamente lo que les hacía sentirse bien. Otra investigación paralela a la de Ellard realizada en Bombay confirmó que, aunque más de la mitad de los participantes consideraban su hogar como su espacio más íntimo, preferían disfrutar de la soledad en lugares públicos, “si bien denunciaban la relativa escasez e inaccesibilidad de espacios públicos seguros, en especial para las mujeres” (p. 83). Ellard confesó que estos datos no sorprendieron a su ayudante Mahesh, que vivía apretado con su esposa, sus dos hijos, sus padres y sus dos hermanos en una sola habitación. Para Mahesh, lo normal para “compartir un momento íntimo con un amigo o disfrutar de un instante de soledad era abandonar el barullo de su espacio vital y hallar un lugar tranquilo en la ciudad” (p. 82). No entiendo por qué Ellard llama anomalía a estas actitudes: en Occidente se ha vivido y se sigue viviendo en espacios apretados y la gente también ha buscado refugio y tranquilidad en espacios vacíos. Es cierto que si pudieran elegir preferirían disfrutar de su intimidad en un jardín casero o una habitación con vistas; dado que no pueden, optan por un espacio insulso pero tranquilo. Sin embargo, no los consideran como un simple sustituto ya que esos espacios permiten hacer cosas que tampoco harían en entornos domésticos, incluso aunque estos fueran agradables: conocen a gente que no conocerían si se hubieran quedado en casa, otros extraños que también tratan de disfrutar de un rato de soledad. Si en el espacio cerrado y privado además hay violencia, es normal que se prefiera uno abierto y a la vista, aunque un espacio abierto tampoco es siempre seguro, claro (esquivamos muchos de ellos, o los cruzamos aprisa, porque no sabemos lo que puede aparecer en ellos).

      Ellard afirma que, a escala planetaria, la variedad de espacios que pueden resultar acogedores es demasiado amplia como para dar con una clasificación fácil y da a entender que solo es posible definirlos vagamente por la clase de respuestas psicológicas que suscitan, más que por su propio diseño. Si no le entiendo mal, Ellard sugiere que muchos de los espacios de bienestar tienen que ver con el contacto o con la visión o con el recuerdo de la naturaleza. En los espacios cerrados puede bastar una pequeña ventana con vistas a un trozo de verde, o incluso unos pósteres con imágenes bonitas. Pero ¿qué ocurre en espacios abiertos? No me queda claro cuánta ni qué clase de naturaleza tiene que haber en los espacios vacíos de los que habla Ellard, en los espacios que no fueron diseñados para relajarse, pero que relajan. ¿Qué papel tiene la naturaleza allí? Quizá el atractivo que ciertas personas encuentran en esos espacios es precisamente que no hay naturaleza orgánica, sino solo piedras o cemento. Desde luego, en un aparcamiento de exterior no se deja de estar en contacto con la naturaleza, por poca vegetación que haya. El sol y la luna, las nubes y las estrellas, la lluvia y el viento siguen por ahí…, ¿no? Los pájaros pueden buscar comida que se les ha caído a los niños. Las ratas pueden hurgar en papeleras y cubos de basura. ¿No son también naturaleza?

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