El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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Descartaban la ciudad como si esta no tuviera nada que ver con sus satisfacciones y su felicidad […] permitían que lo que leían en clase –efusiones literarias […] en las que veían reflejadas sus propias experiencias, aunque estas se redujeran a alguna excursión puntual a un bosque infestado de mosquitos– anulara sus encuentros diarios con el genial y fascinante espacio urbano (p. 91).
Pero el propio Tuan tenía la explicación: cuanto más se vive en el entorno urbano más se idealiza el mundo rural y el mundo natural. Sus estudiantes no eran tan raros. Tuan afirmó que los jóvenes estadounidenses no eran muy racionales porque, “a pesar de su convicción de que miraban la realidad de frente”, no eran capaces de reconocer la grandeza de la ciudad. De haber sabido más sobre su profesor, les habría sorprendido su frialdad. ¿Qué podrían pensar de alguien a quien le gustaban los paisajes despoblados y las ciudades “cuando están casi vacías”? Lo llamativo es que las ciudades y los espacios naturales abiertos, vistos como puro espacio carente de vida, vienen a ser lo mismo. En ambos casos –dijo Tuan– el misterio reside en lo mismo, en cierta “austeridad y, más que austeridad, en un esplendor cristalino, una reluciente majestuosidad inorgánica”. Y lo irónico (aunque visto desde su punto de vista es lo más lógico) es que, para describir la belleza de la ciudad, Tuan eligiera palabras del poeta de la naturaleza por antonomasia, William Wordsworth, más exactamente el poema sobre Londres que compuso en 1802 desde el puente de Westminster.23
Las reflexiones de Tuan sobre la belleza del mundo inorgánico están basadas en experiencias personales, pero no solo. También tienen que ver con sentimientos muy antiguos de la humanidad que atañen a la organización del espacio, y en particular al diseño de espacios verdes. El paraíso es un jardín delicioso, pero no incorruptible (como en El jardín de las delicias, ya incluye síntomas de su propia degeneración). Pero incluso en un sentido más naturalista, la sensación es la misma: la vida orgánica está condenada a desaparecer, por eso no es extraño que se hayan imaginado y diseñado tantos jardines de materiales inorgánicos pero perennes, eternos. En las fantasías de otro mundo, más perfecto, siempre hay frutas y flores, pero habría que preguntarse cómo es posible que se mantengan siempre vivas. ¿Es por obra y gracia de la divinidad? En la Biblia, lo recuerda Tuan, el Edén es una imagen de inocencia orgánica. En el Apocalipsis apócrifo de san Pablo, la Jerusalén que construye Ezequiel es de oro y está rodeada por un muro de piedras preciosas que alberga un jardín irrigado por cuatro ríos de miel, leche, vino y aceite. Un siriaco del siglo iv, Afraates, afirmó que a sus orillas crecían árboles de diez mil ramas cuyas hojas jamás se caían.24 Sin embargo, la ciudad de Dios es un mundo mineralizado y adornado sin árboles ni agua. En el jardín al estilo de Zoroastro, crecen flores y frutos, pero sobre todo caminos cubiertos de oro y templos de diamantes y perlas, y por lo visto en él tienen un lugar asegurado ingenieros de canales, fuentes y acueductos. En la Divina comedia el paraíso terrenal tiene floresta y dos ríos, el Leteo (que hace olvidar los pecados) y el Eunoë (cuyas aguas reavivan recuerdos de acciones buenas). Beatriz se lleva a Dante al paraíso celestial, sí, pero es un cielo etéreo, sin rocas ni plantas, solo poblado por almas.
Tampoco es infrecuente que a lo largo de la historia se hayan usado imitaciones de plantas con menos inconvenientes que las reales, o que se hayan manipulado plantas naturales para disimular su decadencia. La crónica de Tuan en Dominance and Affection (1984) vuelve a ser ilustrativa: en China, los emperadores hacían decorar los árboles y arbustos con hojas y flores postizas hechas de telas relucientes, y entre las flores de loto reales mezclaban otras artificiales. Los persas siempre prefirieron los árboles artificiales porque los otros, los orgánicos, podían recordar la limitación y fugacidad del poder. La corte construyó árboles con troncos de plata y ramas de oro y rubí, a veces rodeados de narcisos artificiales en macetas de plata. En Mongolia y en Irán las cortes hicieron algo parecido y a veces no se usaron solo metales nobles y piedras preciosas. Las macetas de flores de papel (luego tan populares) decoraron avenidas suntuosas que conducían hasta los tronos. Los artesanos eran capaces de transformar papel, pasta o cera en plantas, frutos y jardines en miniatura, pero tan modesto arte no estaba solo destinado a la población sin recursos; a la nobleza también le encantaba semejante decoración en tres dimensiones. A los árabes les fascinaron siempre los jardines de palmeras enanas, cuyos troncos también eran recubiertos con piezas de teca sujetas por anillos de cobre dorado (veneraban la palmera como su hogar, pero los troncos no parecían gustarles y solían derrochar mucho decorándolos con materiales preciosos). Tanto ellos como los bizantinos sintieron especial predilección por el árbol mineral, y las leyendas hablan sobre todo de uno en Bagdad con ocho grandes ramas de oro y plata de las que salían muchas otras ramitas cubiertas de frutas fabricadas con piedras preciosas, sobre las que pájaros de materiales preciosos parecían cantar y susurrar en armonía cuando la brisa y el viento los balanceaban. Los cruzados, acostumbrados a otro tipo de huertos y jardines, se debieron de quedar pasmados ante la opulencia jardinera de Oriente, pero incluso antes de las Cruzadas, hacia 968, las crónicas elogiaron el trono imperial de Constantinopla con su árbol dorado, también poblado de pájaros, y los jardines europeos empezaron a imitar el gusto, el brillo y el artificio de los jardines de las cortes árabes y bizantinas. En el siglo xiii, gracias a los relatos de los propios cruzados, el árbol de metales nobles y joyas con pájaros mecánicos cantarines ya era evocado por la poesía como gran símbolo del misterio y la belleza paradisíaca (como en la precuela de Parsifal, el Tirurel de Von Eschenbach, de 1217). En la Europa del siglo xv, a las copas de ciertos árboles se les daba la forma de un paraguas triple y de ellos se hacían colgar frutos artificiales, y en los ritos de primavera el árbol de mayo se hacía de metal. En 1693 en Inglaterra, el sauce hecho de cobre de Chatsworth (del que se hizo una copia en 1829) provocaba sorpresa y gozo cuando brotaban chorros de agua por sus ramas.
La relación de los seres humanos con lo orgánico es ambigua y el propio jardín es buena prueba de ello, esta es otra de las ideas interesantes que se extraen de la obra de Tuan: se diría que cultivamos jardines porque añoramos la tierra y sus estaciones y tratamos de reproducir a pequeña escala sus ciclos de vida. Sin embargo, también soñamos con un mundo ajardinado más allá de las contingencias de la vida, fantaseamos con jardines hechos con plantas de aluminio o titanio, jardines brillantes y duraderos que han dejado atrás los engorros del mundo vegetal.
la naturaleza sana, si no hoy, mañana
Detrás de estas creaciones artificiales se esconde la idea de la naturaleza como necesidad, y por lo tanto su ausencia resultaría perjudicial para el ser humano. ¿De dónde viene esta asociación con la salud mental? La relación de la botánica con la psiquiatría es compleja. Como contó Foucault (1967) en “El loco en el jardín de las especies” la naturalización de la medicina atravesó varias fases. Una en el siglo xvi y otra en el xviii, durante la cual todas las enfermedades se intentaron reducir a especies precisas con el mismo cuidado y la misma exactitud con que los botánicos clasificaban las plantas en sus tratados. El orden patológico surgió así, imitando el orden del reino de las especies vegetales. El jardín de las locuras sería como un jardín botánico: un jardín de especies.25 Visto así, al menos, la locura ya no era un castigo de Dios, sino parte de la naturaleza, y esta sería a su vez parte de la razón. Pero esta historia es muy larga para contarla aquí.
Hay otro vínculo entre los trastornos mentales y las plantas que tendría que ver con los espacios de reclusión para los locos. En “El nacimiento del asilo”, Foucault se preguntó por qué en cierto momento se sustituyó la cárcel por la casa rural. El ejemplo que usa es el Retiro de York, el casón del famoso cuáquero Tuke, situado “en medio de una campiña fértil y sonriente; no da la idea de una prisión, sino más bien la de una granja rústica; está rodeada de un jardín cerrado. No hay barrotes, ni rejas en las ventanas” (1967, vol. ii: 190). Parece ser