El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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Al introducir ese término, Kahn también soluciona otros problemas que acarreaba el término “biofilia”, no por su prefijo bio-, sino por el sufijo -philia. Asociamos la filia con cosas positivas –dice Kahn–, cuando nuestra interacción con la naturaleza a veces también es fóbica: muchos de sus elementos nos desagradan, nos asustan y nos repugnan. Podríamos usar otro término, “biofobia”, para referirnos a muchas cosas: desde la ligera incomodidad que algunas personas aprensivas sienten en cuanto están al aire libre, hasta la aversión aguda que otras padecen ante cualquier objeto o entorno no fabricados por la mano humana. Por supuesto, que algunas cosas nos den pánico o que salgamos corriendo cuando nos encontramos con otras tiene una explicación obvia: lo hacemos para sobrevivir. Eso no es una “biofobia”, es ley de vida, es adaptativo. Pero ¿por qué nos atraen tantas cosas peligrosas de la naturaleza? Las serpientes nos repugnan, pero también nos fascinan.39 El propio Wilson definió en cierta ocasión la biofilia como la mezcla de esos dos componentes: atracción y repulsión. Kahn concluye que, en efecto, sería un error separar la biofilia de la biofobia, cree que sería mejor verlas como parte de una única experiencia y propone hablar mejor de “interacción positiva” e “interacción negativa con la naturaleza”, de nuevo una terminología menos lírica y más precisa. Pero lo interesante no es solo esto. Kahn añade algo: que muchas interacciones con la naturaleza que hoy consideramos desagradables, evitables, realmente son sanas para la especie humana y deberíamos recuperarlas. Por decirlo con otros términos: nuestra cultura tecnológica nos ha vuelto más biofóbicos de lo necesario. Lo interesante es que eso ha pasado no solo porque cada vez vivimos más separados de la naturaleza (y porque cada vez hay menos naturaleza a la que acercarse), sino porque vivimos más rodeados de tecnonaturaleza. Los habitantes de grandes ciudades no solo tienen menos oportunidades de estar en contacto con el campo, sino que tienen más posibilidades de convertirse en consumidores de naturaleza virtual. Puede que algunas simulaciones de naturaleza tengan efectos positivos (los bosques virtuales en los que se sumerge a pacientes para aliviar su nerviosismo y dolor), pero la tecnología que las hace posible también tiene otros efectos si se extiende y cubre las paredes y las calles: cuando la gente está en contacto con la naturaleza real, esta le desagrada.
El contacto a distancia podría ser una solución. No me refiero a observar de lejos, sino a actuar de lejos. Actualmente ya hay webcams que retransmiten en directo atardeceres, floraciones de cerezos o el nacimiento de un polluelo de cigüeña. Podemos ser testigo de muchos fenómenos naturales, pero eso es solo el principio. Kahn cuenta que en Texas fue posible durante un tiempo asistir a cacerías manejando un rifle a distancia. Pero se me ocurre que, si uno puede cazar desde casa, también se podrían diseñar actividades más ecológicas y reconfortantes como, por ejemplo, atravesar una selva manejando desde casa un pequeño robot con cámaras de alta resolución o quizá sobrevolar un río con un dron. El turismo a distancia también crecería y satisfaría a todos aquellos amantes de la naturaleza que no la aman lo suficiente como para correr riesgos, pringarse con barro o sufrir la picadura de un mosquito. Se podría participar en safaris desde casa, manejando una cámara instalada en los vehículos reales, y disparar fotos en vez de balas.40
El ejemplo de naturaleza a distancia que estudió Kahn es delirante: cultivar un pequeño jardín desde casa manejando por turnos un brazo robótico. Cuando oí hablar del Telegarden por primera vez no me llamó tanto la atención porque sabía de otras soluciones para sentirse cerca de las plantas o para fabricarse un sustituto de jardín barato y relativamente interactivo. Yi-Fu Tuan se pasó años explicando que la lógica de los jardines es parecida a la de las mascotas, así que supongo que le hará reír saber que los japoneses han creado plantas-mascota artificiales. Se llaman Pekoppa, los fabrica Sega Toys y su publicidad reza así: “Pekoppa es una planta robótica que te escucha y te comprende. Cuéntale tus problemas y te contestará inclinándose. El robot más emocional desde el Tamagotchi”. Cuando yo las descubrí creo que costaban unos veinte euros, así que con una pequeña inversión más de uno se podrá construir un jardín maravilloso, animado y limpio, sin necesidad de muchos cuidados, donde finalmente las plantas nos harán felices porque conseguirán algo de lo que nosotros ya no somos capaces: reaccionar cuando nos hablan. Hasta donde sé, Kahn no analiza estas plantas de plástico, que son eso, plantas de plástico que hacen algo que no hacían las que compraban mi madre y las madres de mis amigos: moverse cuando les hablan.
Como decía, Kahn analiza el Telegarden, que es un asunto diferente no solo porque se cuida a distancia y en grupo, sino porque lo que se cuida es de verdad; o sea, es un jardincito circular con tierra real, no una miniatura, sino un jardín de laboratorio, “una especie de naturaleza in vitro reducida a una plataforma de manipulación robótica” (Guelton, 2006: 306).41 Telegarden empezó siendo, de hecho, una instalación artística online que permitía a usuarios de la web observar y cuidar a distancia un pequeño jardín circular con plantas vivas, situado primero en la universidad de California, de 1995 a 1996 (donde tuvo nueve mil miembros) y luego en el Ars Electronica Center de Austria hasta 2004, que sumando sus diez años de existencia llegó a contar con diez mil suscriptores y cien mil visitantes.
Los miembros suscritos podían plantar, regar y seguir el progreso de las plantas mediante los movimientos delicados de un brazo robot industrial y una interfaz con cámaras. Que la gente se encariñara con sus semillas plantadas a distancia, que encargara a compañeros su riego cuando estaba de vacaciones… puede parecer bonito, pero también es un poco inquietante. La instalación tuvo un éxito enorme. Algunos de sus miembros formaron comunidades y discutieron sobre el cambio climático, sobre el crecimiento de sus hijos y el de sus propios jardines. Se llegó a decir que el Telegarden era un nuevo modelo para la interacción comunitaria en el espacio virtual, o incluso una metáfora viva de la “delicada ecología social de la red”. Hubo quien llegó a afirmar que plantar semillas a distancia podía parecer mecánico, pero que en realidad suponía una comprensión zen del cultivo y una experiencia de los pulsos y vibraciones del jardín a través del módem. Y hubo quien lo comparó con la experiencia de los primeros hombres que cultivaron semillas en el Neolítico hace ocho mil años (creando un puente visual entre la tecnología y la prehistoria parecido al de Kubrick en 2001: Odisea del espacio). Sin embargo, la idea de aplicar la telerrobótica a un jardín –como bien dijo Ken Goldberg (2000)– siempre fue absurda, porque cuidar un jardín es por definición un asunto tangible y requiere un tiempo incompatible con el ritmo de internet. El mensaje de la instalación, después de todo, solo era ese: “quizá –sentenció Goldberg– ya es hora de apagar internet y salir al jardín”, siempre que quede algún jardín al que salir, añadiríamos nosotros. Para otros era una provocación, ya que representaba la idea de la naturaleza del futuro: un espacio enormemente confinado de experimentación, y no un misterio que nos supera y abarca.
Kahn y su equipo estudiaron a fondo las interacciones de los usuarios en el Telegarden, y sus conclusiones fueron bastante curiosas (2011: 151-162). Hubo una persona que manifestó un gran entusiasmo y dijo que le había salvado la vida porque no podía hacer nada después de una intervención quirúrgica del cuello, y quien afirmó que para quienes vivían muy al norte el jardín era un auténtico rayo de sol durante los meses nevados del invierno. Pero Kahn cruzó muchos datos y sus conclusiones sobre las actitudes de los jardineros a distancia fueron negativas. Descubrió que cuando las conversaciones de los participantes versaban sobre tecnología se acababa hablando más de la tecnología que estaba fuera del jardín que de la que había dentro de él. En cambio, conforme una conversación versaba sobre la naturaleza, las personas se referían más a la naturaleza de interior (el jardín) que a la naturaleza de exterior (la Naturaleza). Kahn también observó que la gente no hablaba mucho sobre las plantas, y menos aún en términos “biocéntricos” (o sea, como un reino que merece cuidado y respeto). Los usuarios tampoco les hablaban a las plantas, porque estaban a distancia y no podían oírlos, claro, un problema que con más desarrollo técnico podría solventarse en el futuro. De existir mejores medios, probablemente la relación de los internautas habría sido más intensa con sus