El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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El jardín de los delirios - Ramón del Castillo

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científico y preciso aunque menos poético: “interacción hombre-naturaleza”, y lo hace por varias razones, entre ellas porque es semejante a otro que capta otra forma de estar en el mundo cada vez más común: “interacción hombre-máquina”.38

      El ejemplo de naturaleza a distancia que estudió Kahn es delirante: cultivar un pequeño jardín desde casa manejando por turnos un brazo robótico. Cuando oí hablar del Telegarden por primera vez no me llamó tanto la atención porque sabía de otras soluciones para sentirse cerca de las plantas o para fabricarse un sustituto de jardín barato y relativamente interactivo. Yi-Fu Tuan se pasó años explicando que la lógica de los jardines es parecida a la de las mascotas, así que supongo que le hará reír saber que los japoneses han creado plantas-mascota artificiales. Se llaman Pekoppa, los fabrica Sega Toys y su publicidad reza así: “Pekoppa es una planta robótica que te escucha y te comprende. Cuéntale tus problemas y te contestará inclinándose. El robot más emocional desde el Tamagotchi”. Cuando yo las descubrí creo que costaban unos veinte euros, así que con una pequeña inversión más de uno se podrá construir un jardín maravilloso, animado y limpio, sin necesidad de muchos cuidados, donde finalmente las plantas nos harán felices porque conseguirán algo de lo que nosotros ya no somos capaces: reaccionar cuando nos hablan. Hasta donde sé, Kahn no analiza estas plantas de plástico, que son eso, plantas de plástico que hacen algo que no hacían las que compraban mi madre y las madres de mis amigos: moverse cuando les hablan.

      Los miembros suscritos podían plantar, regar y seguir el progreso de las plantas mediante los movimientos delicados de un brazo robot industrial y una interfaz con cámaras. Que la gente se encariñara con sus semillas plantadas a distancia, que encargara a compañeros su riego cuando estaba de vacaciones… puede parecer bonito, pero también es un poco inquietante. La instalación tuvo un éxito enorme. Algunos de sus miembros formaron comunidades y discutieron sobre el cambio climático, sobre el crecimiento de sus hijos y el de sus propios jardines. Se llegó a decir que el Telegarden era un nuevo modelo para la interacción comunitaria en el espacio virtual, o incluso una metáfora viva de la “delicada ecología social de la red”. Hubo quien llegó a afirmar que plantar semillas a distancia podía parecer mecánico, pero que en realidad suponía una comprensión zen del cultivo y una experiencia de los pulsos y vibraciones del jardín a través del módem. Y hubo quien lo comparó con la experiencia de los primeros hombres que cultivaron semillas en el Neolítico hace ocho mil años (creando un puente visual entre la tecnología y la prehistoria parecido al de Kubrick en 2001: Odisea del espacio). Sin embargo, la idea de aplicar la telerrobótica a un jardín –como bien dijo Ken Goldberg (2000)– siempre fue absurda, porque cuidar un jardín es por definición un asunto tangible y requiere un tiempo incompatible con el ritmo de internet. El mensaje de la instalación, después de todo, solo era ese: “quizá –sentenció Goldberg– ya es hora de apagar internet y salir al jardín”, siempre que quede algún jardín al que salir, añadiríamos nosotros. Para otros era una provocación, ya que representaba la idea de la naturaleza del futuro: un espacio enormemente confinado de experimentación, y no un misterio que nos supera y abarca.

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