El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El jardín de los delirios - Ramón del Castillo страница 22
fue engendrada por gente acomodada, criada con una dieta espiritual de cultos orientales mezclada con fantasías de Hollywood y de Disneyland. La mente estadounidense es ya lo suficientemente amorfa sin la carga de mitos ‘biocéntricos’ provenientes de una creencia budista y taoísta en una ‘unidad’ tan cósmica que los seres humanos con toda su peculiaridad son disueltos en una forma de ‘igualdad biocéntrica’ omnicomprensiva (p. 21).66
El pensamiento ecológico –añadía– no se enriquece mezclando religiones orientales tan dispares como el taoísmo y el cristianismo, pero tampoco mezclando filosofías tan distintas como el panteísmo de Spinoza y la metafísica de un simpatizante del nazismo como Heidegger. Declarar, como el pontífice Naess, que los principios básicos de la ecología profunda son religiosos o filosóficos “es llegar a una conclusión notable solo por la ausencia de una referencia a la teoría social” (p. 22).67 Bookchin nunca había negado la necesidad de políticas conservacionistas, pero apostaba por una ecología menos filosófica y religiosa y mucho más apoyada en la teoría social.68
Tenía razones de sobra para poner el grito en el cielo. Antes del congreso ecologista de 1987, los grupos asociados a la revista Earth First! ya venían no solo promoviendo acciones contra las madereras y las grandes obras hidráulicas, sino que predicaban a favor de una política conservacionista radical que protegiera el Oeste americano de la presencia humana. La cosa no quedaba ahí, porque el fundador, David Foreman, afirmaba sin tapujos que para devolverle a la naturaleza sus derechos había que privar de derechos a muchos seres humanos. La clave de todo, dijo, era reducir la población humana, un problema que las grandes hambrunas y epidemias como la de la malaria, podían ayudar a solucionar, llevándose por delante a poblaciones en África (por ejemplo, en Etiopía). “Lo mejor sería dejar que la naturaleza busque su propio equilibro, dejando que la gente de allí se muera de hambre”. Ese mismo año, en mayo, Earth First! también publicó otro delicioso trabajo de Christopher Manes, bajo el pseudónimo de Miss Anne Trophy, donde decía que si la epidemia del sida no existiera, los ecologistas tendrían que inventar una. Lo ideal sería que algún patógeno acabara con el 80% de la población. O más exactamente: Mannes comparó el sida con la peste negra, y calculó que si llegaba a afectar a un tercio de la población mundial, daría un alivio inmediato a la vida salvaje en el planeta. Igual que la peste negra contribuyó a la caída del feudalismo, el sida podía poner fin al industrialismo, principal causa de la crisis ambiental.69 En noviembre Foreman volvió a declarar lo mismo: “La malaria y los mosquitos no son enfermedades ni plagas, no son manifestaciones malignas que deben ser eliminadas, sino “componentes vitales y necesarios de una compleja y vibrante biosfera […]. El sufrimiento humano derivado de la sequía y el hambre en Etiopía es una desgracia, sí, es cierto, pero la destrucción de otras criaturas y su hábitat es aún más desafortunada” (citado por Biehl, 2017: 546). La vida humana –añadía– no tiene intrínsecamente más valor que la vida de un oso grizzly; de hecho, la de un oso es más valiosa porque hay muchos menos osos pardos que humanos, y la preservación de la diversidad natural es más importante que cualquier problema humano. Un año después, en 1988, los ecologistas profundos no se anduvieron con rodeos y declararon abiertamente que estaban en contra de la civilización occidental, el humanismo y la racionalidad. Como recuerda Biehl (2017), Kirkpatrick Sale llegó a decir que no les importaban cuáles eran “los nimios arreglos políticos y sociales” que habían llevado a la crisis ecológica, ni las terribles consecuencias que las estructuras económicas tuvieran en determinadas naciones, etnias, grupos e individuos. Toda la humanidad era responsable, en su conjunto, sin distinción. No se podía perdonar a nadie porque ocupara una posición desfavorable en la escala económica. Lo único que importaba era revertir la historia, dejar de actuar sobre la naturaleza o actuar lo mínimo, no tratar de administrarla, gestionarla, ni siquiera cuidarla, sino solo venerarla “primando la intuición y la espiritualidad sobre la razón” (p. 551).70
Bookchin arremetió contra todo este tipo de ideas de un modo vehemente, beligerante, y sus críticas trajeron consecuencias.71 La corrección política empezaba a imperar en Estados Unidos y muchos trataron de despistar la atención denunciando sus formas, que a mí me parecían demasiado educadas teniendo en cuenta que los ecologistas profundos me parecían fascistas. Llamó a Foreman “montañero machista y patentemente antihumanista” y “ecodespiadado” (ecobrutalist), y a los seguidores de Earth First! racistas, supremacistas, machos chulescos, una especie de reaccionarios disfrazados de Daniel Boone. Creo que Bookchin se quedó corto y me sorprendió descubrir que cuando algunos de sus estudiantes le decían que Foreman era en el fondo un hombre estupendo, lleno de buenas intenciones, solo les dijera que podría ser una persona encantadora, pero que aun así su ideología era despreciable. Yo habría dicho al estudiante que su ideología ecológica era más peligrosa justamente por eso, porque resultaba una persona encantadora. Andy Price ha afirmado que la invectiva de Bookchin fue algo dura, pero ¿por qué debería haber sido más suave? ¿Qué más tenían que decir los ecologistas para tacharlos de locos? Los amigos de Foreman lo mismo también eran gente encantadora, pero proponían cosas espantosas. Foreman llegó a afirmar que la protección del medioambiente requería restringir la afluencia de inmigración latina (porque su afluencia no arreglaba los problemas de Latinoamérica, pero aumentaba la explotación de los recursos naturales de Estados Unidos, causaba más destrucción de zonas naturales y aumentaba la contaminación del agua y del aire)72, pero su colega el novelista Edward Abbey no se andaba con rodeos, defendía el origen centroeuropeo de Estados Unidos y predicaba abiertamente contra la presencia de latinos en Estados Unidos (sobre todo los mexicanos, a quienes tildaba de muertos de hambre, ignorantes, incultos, pobres y miserables moralmente).73 ¿Había que ser más comedido de lo que lo fue Bookchin?
El problema de las críticas de Bookchin no es que fueran encendidas, el problema es que iban al meollo del asunto y no solo concernían a los ecologistas reaccionarios, sino a buena parte de una población de mentalidad liberal que no estaba dispuesta a tolerar una nueva ola de izquierdismo y que para evitarlo sabía sacar partido de la corrección política. La ecología profunda no era el único obstáculo para una ecología social. El ecologismo liberal –dijo el propio Bookchin– también operaba como un bálsamo para tranquilizar la mala conciencia tanto de las empresas y sus abogados como de los funcionarios de administraciones públicas dedicadas al medioambiente. La ética que rige a estos grupos –dijo Bookchin– es la ética del mal menor y no la ética de un bien mayor: “un inmenso bosque es ‘compensado’ por un pequeño grupo de árboles, y un gran humedal por un pequeño santuario silvestre, supuestamente ‘mejorado’” (p. 24). De poco sirven esas políticas de compensación o de embellecimiento dentro de una economía del “crece o muere” que arrasa imparablemente con todo. Bookchin se esforzó mucho desde los ochenta tratando de demostrar que todos los problemas ecológicos son problemas sociales:
Que los problemas que enfrentan a la sociedad y la naturaleza emergen desde dentro del desarrollo social mismo –y no entre la sociedad y la naturaleza. Es decir, las divisiones entre sociedad y naturaleza tienen sus raíces más profundas en las divisiones al interior del dominio social, conflictos firmemente establecidos entre humanos y humanos […] oscurecidos por el uso vago de la palabra ‘humanidad’ (pp. 41-42).
La culpa de la crisis ecológica, pues, no la tenía la humanidad, sino un modo de producción concreto: el capitalismo industrial. Y si ese desastre tenía solución sería gracias a la humanidad, no a pesar de ella. Este argumento general era bastante más provocador que insultar a unos descerebrados ecologistas, o que otros argumentos más concretos contra el biocentrismo.74 Atribuir los desastres humanos y naturales a las multinacionales y a la economía