El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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Lo admito: me cuesta pensar que haya parajes puros, inmaculados, cosas por las que no haya pasado la mano humana. Supongo que en algún momento creí que existía la naturaleza salvaje, pero fue gracias a cuentos de la selva o películas de junglas, y no gracias a libros de geografía y de biología. Menos aún gracias a alguna estancia o un viaje en plena naturaleza. Si ahora pudiera viajar hasta zonas recónditas del planeta no creo que cambiara mucho mis ideas; de hecho, hay gente que lo ha hecho, pero a la vuelta de sus viajes son más realistas, no más idealistas.59 Siguen siendo personas alegres y les fascina este mundo, aunque tienen motivos de sobra para calificarlo como una auténtica mierda. El conocimiento mata muchas ilusiones, las deja sin porvenir, ese es el problema. Viajando no se llega a estar más cerca de la naturaleza, sino más cerca de la historia universal. Por eso tantos viajeros prefieren algo distinto al conocimiento, algún tipo de creencia, una religión de la naturaleza. He conocido grandes viajeros que carecen de esa fe, pero esa falta –no hay que confundirse– no mata su curiosidad. Al contrario, la acrecienta. Uno puede aprender mucho de ellos: no van en busca de la naturaleza, pero son capaces de descubrirte cientos de cosas sobre lo que ha pasado y está pasando en la Tierra.
Sea como sea, también lo admito: dejé de creer tan pronto y hace tanto tiempo en la existencia de “lo natural” que no consigo recordar cómo me sentía antes. Supongo que es un problema parecido a tratar de recordar cómo eran las cosas cuando se creía en algo mágico, si es que se creyó en algo así en algún momento, lo cual tampoco es mi caso. He tenido amigos que se partirían de risa con lo que acabo de decir porque –por lo visto– tuvieron una relación natural con lo natural. No se acuerdan de cuándo empezaron a pensar en el mundo natural porque vivieron en zonas urbanas pero muy pequeñas y rodeadas de grandes áreas naturales, así que apenas notaban el paso de un mundo al otro, o lo notaban pero era poca cosa: un camino de cuatro kilómetros, por ejemplo, entre granjas y campos de cultivo.
Tengo que dejar claro que he pasado muy buenos momentos en el campo, la montaña y el mar, pero no estoy seguro de que fuera por estar en contacto con la naturaleza. También tenía que ver con el hecho de que disfrutaba de un día libre o estaba de vacaciones, había ido a visitar a algún amigo o me habían prestado una casa que yo no me podía permitir. Otro sentimiento compartido con esos amigos británicos de origen obrero a los que ya he mencionado: la naturaleza nos parecía interesante porque la asociábamos con la liberación de otras cosas, con la interrupción de un desagradable ritmo de vida, pero no porque de repente nos sintiéramos conectado con algo magnificente o grandioso. Si aprendimos a percibir algún tipo de grandeza no fue después de una epifanía espontánea, sino gracias a algún amigo geólogo o botánico que nos acompañó en alguna excursión, que nos transmitió su amor y su infinito conocimiento y nos contagió su curiosidad incurable. Algunos fenómenos de la naturaleza podían despertar en nosotros asombro, extrañeza, curiosidad, pero el sentimiento de conectar con algo inmenso, la sensación de formar parte del cosmos, cuando llegó, fue algo más elaborado e imposible de producirse sin haber recibido antes un grado mínimo de educación y formación. Volver al origen no era algo tan espontáneo como parecía.60
Que la naturaleza fuera algo equilibrado y armónico nunca nos entró en la cabeza. Lo percibimos antes de saber de historia natural, de catástrofes naturales, de cataclismos o de colapsos. Quizá como algunos de nosotros estábamos ya desequilibrados, no concebíamos que pudiera existir algo equilibrado. Concebíamos el cosmos a nuestra imagen y semejanza: caótico, errático, imprevisible, malogrado. Debe ser que éramos muy antropocéntricos, aunque no nos sentíamos nada céntricos, al contrario, nos veíamos descentrados, al margen de todo, o simplemente no nos veíamos. Parecíamos incapaces de imaginar un equilibrio cósmico que excluyera el mundo social (que era el único mundo que conocíamos), mientras que la gente que amaba la naturaleza era capaz de imaginar un mundo previo a una sociedad que lo había pervertido y destruido todo. Nosotros no podíamos creer en nada, excepto en un orden social menos violento, pero ellos amaban un orden que no tenía que ver con organizarse mejor como sociedad, sino con la fantasía de la huida de una sociedad intrínsecamente nociva y una vuelta a la naturaleza.
Después de leer sobre ecología era previsible que acabara simpatizando con algunos críticos de izquierda de la madre naturaleza. No toda la izquierda era así, desde luego, sobre todo si uno cambiaba de país. Los verdes alemanes me parecían más rojos que los americanos, aunque en Estados Unidos también había verdes rojos. También prosperaba un ecologismo aparentemente de izquierdas, pero que marcaba distancias con la política o que incluso la despreciaba, como si solo contribuyera a aumentar los males de la humanidad o fuera una actividad intrínsecamente malvada. En Alemania no era nada raro suponer que la crisis ambiental poseía causas sociales y que el movimiento ecologista no se podía separar de la lucha política, pero en Estados Unidos los ambientalistas parecían verlo al revés: uno tenía más conciencia ecológica cuanto más despreciaba la política tradicional. Yo era reacio a cualquier discurso espiritual sobre la naturaleza, porque era ateo a la europea, o sea, ateo resentido, y muchos discursos de reencuentro con la naturaleza me sonaban beatos aun cuando los ecologistas, como buenos estadounidenses, vivían y expresaban sus creencias de una forma campechana y poco autoritaria. Estaba estudiando ya la historia de cultos y sectas desde la época de Emerson a los hippies, pasando por Whitman, y mucha sociología de la religión, por lo que aquella puesta en escena tan espontánea del culto a la naturaleza no me cuadraba. Me parecía otra evasión de la política, así de claro. Pero como cuando uno dice eso es tachado de filisteo, disimulaba y me limitaba a tomar más datos y a observar más de cerca.
Cuando me di cuenta de que era demasiado ateo para un país así, encontré algo de consuelo en amigos socialistas judíos completamente ateos, y en una corriente de pensamiento con la que siempre me habían asociado mis colegas marxistas españoles: el anarquismo; algo absurdo, porque yo conocía poco a los anarquistas del siglo xix.61 En cambio, sí había leído a uno del siglo xx por este asunto de la madre naturaleza: Murray Bookchin. Oí hablar de su filosofía social después de visitar, por casualidad, una estación ecológica de una cooperativa en el norte de Alemania, cerca de Bremen, creo. Los españoles tratamos de hacer una tortilla que quedó espantosa, pero ese no fue el problema. Lo preocupante era que no parecíamos estar a la altura de su naturalismo. Tampoco estábamos seguros de si era una comuna, pero había indicios y no sabíamos ni movernos por la casa, porque nos habían enseñado que en casa ajena hay que estarse quieto y comportarse educadamente. Ni sabíamos cómo reaccionar cuando las mujeres eructaban o emitían ventosidades. Yo trataba de hacer todo lo mejor posible cuando me mandaban a verter basura orgánica a un montón gigante de compost negro por el que se deslizaban babosas del tamaño de una anguila. En cualquier caso, como Chernóbil reventó justo aquel año, en abril de 1986, aquella visita y otras a centros sociales me ayudaron a concienciarme de la gravedad del asunto medioambiental. Estaban bien informados y muy pendientes de la nube tóxica que se había deslizado por el norte de Europa, porque la lluvia podía estar filtrando contaminación en los terrenos de pasto, así que nadie comía lácteos (bueno, los españoles sí, porque no creíamos que aquello fuera tan grave y como andábamos mal de dinero nos comíamos todos los yogures y quesos que algunos ecologistas dejaban intactos los domingos en el centro de juventud donde parábamos, cerca de Hannover).
Cuando volví a Estados Unidos, los ecologistas me parecían diferentes, parecían más alegres y cálidos, aunque no tenía especial mérito porque allí todo el mundo es así, también los fascistas y los racistas. Entre ellos reinaba un espíritu puritano más jovial que el germánico,