El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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El jardín de los delirios - Ramón del Castillo

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naturaleza.58 He conocido gente que no siente gran pasión por la naturaleza, pero que la respeta mucho más que los que la veneran y también la observa con más curiosidad. Creer en la Naturaleza es peor que creer en Dios. Proclamar que Dios ha muerto ya no escandaliza a nadie. Debe de ser que no era tan difícil acostumbrarnos a vivir sin él. Pero decir que “La Naturaleza ha muerto” suena muy mal. Si para salvarnos hay que volver a creer en algo que está por encima de nosotros, es mejor ayudar a que acabe el mundo. Pueden confundirle a uno con un pesimista desalentador, y no con alguien que confía en una solución social al desastre ecológico, una solución manejada por seres humanos liberados de cualquier imagen de una autoridad no humana (luego volveremos sobre este punto).

      Sea como sea, también lo admito: dejé de creer tan pronto y hace tanto tiempo en la existencia de “lo natural” que no consigo recordar cómo me sentía antes. Supongo que es un problema parecido a tratar de recordar cómo eran las cosas cuando se creía en algo mágico, si es que se creyó en algo así en algún momento, lo cual tampoco es mi caso. He tenido amigos que se partirían de risa con lo que acabo de decir porque –por lo visto– tuvieron una relación natural con lo natural. No se acuerdan de cuándo empezaron a pensar en el mundo natural porque vivieron en zonas urbanas pero muy pequeñas y rodeadas de grandes áreas naturales, así que apenas notaban el paso de un mundo al otro, o lo notaban pero era poca cosa: un camino de cuatro kilómetros, por ejemplo, entre granjas y campos de cultivo.

      Que la naturaleza fuera algo equilibrado y armónico nunca nos entró en la cabeza. Lo percibimos antes de saber de historia natural, de catástrofes naturales, de cataclismos o de colapsos. Quizá como algunos de nosotros estábamos ya desequilibrados, no concebíamos que pudiera existir algo equilibrado. Concebíamos el cosmos a nuestra imagen y semejanza: caótico, errático, imprevisible, malogrado. Debe ser que éramos muy antropocéntricos, aunque no nos sentíamos nada céntricos, al contrario, nos veíamos descentrados, al margen de todo, o simplemente no nos veíamos. Parecíamos incapaces de imaginar un equilibrio cósmico que excluyera el mundo social (que era el único mundo que conocíamos), mientras que la gente que amaba la naturaleza era capaz de imaginar un mundo previo a una sociedad que lo había pervertido y destruido todo. Nosotros no podíamos creer en nada, excepto en un orden social menos violento, pero ellos amaban un orden que no tenía que ver con organizarse mejor como sociedad, sino con la fantasía de la huida de una sociedad intrínsecamente nociva y una vuelta a la naturaleza.

      Después de leer sobre ecología era previsible que acabara simpatizando con algunos críticos de izquierda de la madre naturaleza. No toda la izquierda era así, desde luego, sobre todo si uno cambiaba de país. Los verdes alemanes me parecían más rojos que los americanos, aunque en Estados Unidos también había verdes rojos. También prosperaba un ecologismo aparentemente de izquierdas, pero que marcaba distancias con la política o que incluso la despreciaba, como si solo contribuyera a aumentar los males de la humanidad o fuera una actividad intrínsecamente malvada. En Alemania no era nada raro suponer que la crisis ambiental poseía causas sociales y que el movimiento ecologista no se podía separar de la lucha política, pero en Estados Unidos los ambientalistas parecían verlo al revés: uno tenía más conciencia ecológica cuanto más despreciaba la política tradicional. Yo era reacio a cualquier discurso espiritual sobre la naturaleza, porque era ateo a la europea, o sea, ateo resentido, y muchos discursos de reencuentro con la naturaleza me sonaban beatos aun cuando los ecologistas, como buenos estadounidenses, vivían y expresaban sus creencias de una forma campechana y poco autoritaria. Estaba estudiando ya la historia de cultos y sectas desde la época de Emerson a los hippies, pasando por Whitman, y mucha sociología de la religión, por lo que aquella puesta en escena tan espontánea del culto a la naturaleza no me cuadraba. Me parecía otra evasión de la política, así de claro. Pero como cuando uno dice eso es tachado de filisteo, disimulaba y me limitaba a tomar más datos y a observar más de cerca.

      Cuando volví a Estados Unidos, los ecologistas me parecían diferentes, parecían más alegres y cálidos, aunque no tenía especial mérito porque allí todo el mundo es así, también los fascistas y los racistas. Entre ellos reinaba un espíritu puritano más jovial que el germánico,

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