El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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Durante aquellos años no percibía ni presentía lo que luego se llamó “verdificación”. No se me pasaba por la cabeza que la creación de zonas verdes en un barrio disparara el mercado inmobiliario, atrajera a clases pudientes y la subida de precios acabara echando de la zona a las clases menos favorecidas.62 Aunque la gentrificación ya estaba en marcha, me llamaba más la atención la incipiente industria del turismo rural. Los amigos de la estación ecologista alemana, sin embargo, estaban mucho más preocupados por vertidos ilegales a ríos, lluvia ácida, deforestación, filtraciones de contaminantes, aditivos alimentarios, pesticidas agrícolas y energía nuclear.63
Un año después del desastre de Chernóbil, en 1987, me llegó la noticia de que Murray Bookchin había asistido a un congreso de los verdes de Estados Unidos en Hampshire College, en Amherst (Massachusetts), que tuvo mucha repercusión en la prensa porque asistieron unos dos mil activistas de 42 estados, radicales involucrados en políticas municipalistas y en organizaciones sindicalistas (en el congreso, obviamente, también se habló y discutió de imperialismo, racismo, feminismo y economía). Me contaron que durante aquel congreso surgió un debate que empujó a Bookchin a escribir Rehacer la sociedad. Senderos hacia un futuro verde ([1990] 2012a). Durante las sesiones del congreso –dijo luego el propio Bookchin– surgieron unas posturas que “podrían parecer excepcionalmente estadounidenses, pero que creo que ya han surgido o surgirán en los movimientos verdes, y quizá en los movimientos radicales en general fuera de los Estados Unidos” (p. 18). Pero ¿cuáles fueron exactamente esas posturas que alarmaron tanto al viejo Bookchin? ¿Qué queda de ellas treinta años después y cómo se han ido transformando conforme el desastre ambiental se ha agravado y globalizado?64
Según contó Bookchin, la propuesta de un joven ecologista sano y robusto de California consistió en defender la necesidad de “obedecer” las “leyes de la naturaleza”, o sea, la obligación de “subyugarse humildemente a los mandatos de la naturaleza”. No es raro que esa forma de expresarse inquietara a un espíritu libertario como el de Bookchin. Después de predicar tantos años contra todo tipo de subyugación (de unos humanos por otros), no parecía razonable fomentar otro tipo de sometimiento (la de los humanos a algo no humano). La primera respuesta de Bookchin fue clara: ese discurso ecológico no era tan distinto al de científicos, técnicos, empresarios, industriales y políticos “antiecológicos” según los cuales la naturaleza debe “obedecer” los mandatos humanos y sus leyes deben usarse para subyugarla. Para estos la naturaleza debe ser dominada por el hombre, para el joven de California el hombre debía ser dominado por la naturaleza, pero las dos visiones –decía Bookchin – “tenían algo básico en común: compartían el vocabulario de la dominación y la sujeción. Ambos puntos de vista sirven para enfrentar al ser humano contra la naturaleza, ya sea pintándolo como plaga o como amo” (p. 26). Cuando Bookchin preguntó al californiano cuál creía que era la causa de la crisis ecológica, y el joven dijo que los responsables eran los seres humanos, “la gente”. Bookchin le preguntó si de verdad creía que “la gente” y no las multinacionales, la agroindustria, las élites y los estados eran los causantes de tantos desequilibrios ecológicos. Entonces el joven le dio la vuelta al argumento de Murray: todo el mundo, incluidos los grupos oprimidos y explotados, todos, contribuyen a la sobreexplotación y la contaminación, todos devoran recursos, todos son codiciosos, “y por eso existen las corporaciones, para darle a la gente las cosas que quiere”. Bookchin se quedó a cuadros, pero no pudo discutir más con el ecologista porque este cortó la conversación y se puso a jugar al voleibol. Murray tenía sesenta y seis años y lo mismo ya no le apetecía ponerse a jugar al voleibol, así que acabó escribiendo y desarrollando más su crítica. El argumento del joven sano y deportista era curioso, era como decir que el capitalismo saca lo peor de la gente, su deseo desenfrenado, aunque no estaba claro si creía que en la gente también hay algo bueno que pueda compensar la insaciable voracidad. Quizá todo aquello era propio de la vida californiana, pero no lo parecía. Ese discurso ecológico se estaba poniendo de moda: Bookchin ya se había desesperado años antes, cuando descubrió que el ambientalismo catastrofista llegaba incluso al Museo de Historia Natural de Nueva York:
Al público se le exponía una larga serie de presentaciones, cada una con ejemplos de contaminación y alteraciones ecológicas […] y se terminaba con una instalación con un cartel asombroso: ‘El animal más peligroso de la Tierra’, que consistía en un espejo gigantesco que reflejaba al visitante humano que se paraba ante él. Recuerdo claramente a un chico negro parado ante el espejo mientras un profesor blanco trataba de explicarle el mensaje que esta arrogante exposición intentaba expresar. No había paneles con consejos de administración de las corporaciones planeando deforestar una montaña, o con funcionarios del gobierno actuando en complicidad con ellos. La exposición expresaba principalmente un único mensaje, básicamente misantrópico: la gente como tal, no una sociedad rapaz y sus ricos beneficiarios, es responsable de las perturbaciones ambientales (p. 33).65
Gracias a la abstracción de una humanidad devoradora –por tanto– quedaba oculto lo más importante: la relación entre medioambiente y relaciones sociales. Si la humanidad en su conjunto (sin distinciones) es la responsable última de los trastornos ambientales, entonces “estos dejan de ser resultados de trastornos sociales” (p. 19). O sea, las hambrunas y la pobreza no serían consecuencia de las injusticias creadas por un orden económico, sino medidas naturales de regulación, correcciones que la naturaleza impone a los seres humanos para mantener su propio equilibrio; no serían consecuencia de la explotación de recursos y de seres humanos, sino efectos de la inclemente naturaleza contra los excesos de la especie. La preocupación de Bookchin era esa: concebirse como especie puede servir para dejar de verse como seres históricos y sociales. El ecologismo no hace entender, e incluso puede impedirlo, que las hambrunas tienen que ver con intereses económicos (por ejemplo, los que obligaban a poblaciones a plantar algodón en vez de grano).
Bookchin sonaba un tanto desesperado, pero más aún cuando se dio cuenta de la influencia creciente de la llamada “ecología profunda” que el escalador y activista Arne Naess había fundado en 1973 (inspirándose en los principios ambientalistas de Rachel Carson) y a la que en 1985 Bill Deval y George Sessions habían dado un nuevo desarrollo. Defendían el llamado “igualitarismo biosférico” según el cual los seres humanos no tienen mayor derecho a la vida que los organismos no humanos, una ideología curiosa porque de llevarla adelante podía empujar no solo a ignorar las necesidades humanas sino incluso a justificar la eliminación de seres humanos (muerto el perro, se acabaron las pulgas). Cuando estos ecologistas promovían la experiencia solitaria de comunión con la naturaleza, pues, no lo hacían por lo mismo que mis conocidos, que también se perdían en bosques a solas pero no se veían a sí mismos como los nuevos primitivos ni se vestían con ropa de camuflaje e intentaban vivir solo de lo que cazaban con un arco. Durante algunas de las excursiones que disfruté con amantes de la naturaleza me encontré de todo: algunos parecían piadosos puritanos que habían sustituido el órgano de la iglesia por el sonido de las cascadas. Solo hablaban del respeto a la Madre Tierra y de que el mundo natural era sagrado. Cualquier alusión al modo de producción capitalista parecía