El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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Durante el encuentro en París los situacionistas habían calificado a Bookchin no solo de pequeño burgués y de retrógrado. También se habían mofado de su insistencia en la importancia de la ecología y se burlaban de él llamándole “Oso Smokey” (la mascota de los guardabosques estadounidenses). Se equivocaban. Bookchin tenía razón en muchos puntos, pero no por tener una filosofía de la naturaleza, sino porque vivía en el corazón del sistema capitalista y veía venir problemas que los situacionistas no lograban diagnosticar desde una forma más lírica pero demasiado abstracta. Dicen que a Bookchin le fastidiaba el lado literario y estético de los franceses, pero eso no era lo más importante. Tampoco soportaba el lado estridente de los poetas activistas de Nueva York. Era igual de gruñón con los jóvenes californianos que con los parisinos. Quizá lo que realmente chocaban eran dos formas distintas de percibir la relación entre vida social y naturaleza. Debord temía que la vida cotidiana dejara de ser un espacio libertario y se convirtiera en otro campo de la sociedad del espectáculo (como de hecho acabó ocurriendo), mientras que Bookchin tenía claro que el amor a la naturaleza y la ecología reformista no eran suficientes para frenar una ola de destrucción medioambiental y social de proporciones descomunales.
En “Teoría de la deriva” (1958) Debord insinuaba que aunque la ecología proporcionaba datos útiles a la psicogeografía (muchas veces mediante mapas y gráficos), tenía una visión muy limitada del espacio social. Servía para revelar diferenciaciones del territorio (igual que la geografía), pero demasiado estáticas en comparación con las de la psicogeografía.84 En un inédito de 1959 recogido en Ouvres (2006: 457-462), Debord hablaba más explícitamente de la relación entre psicogeografía y ecología. La ecología –decía– “parte del punto de vista de la población fija en su vecindario” y se concentra en la mejora de servicios y en la satisfacción de las necesidades utilitarias de los habitantes de un área.85 “La ecología ignora y la psicogeografía subraya”, añadía, la yuxtaposición de diferentes poblaciones en un mismo área, pues desgraciadamente muchas veces solo una parte de los habitantes es la que domina el ambiente de una zona (el distrito de Saint-Germain-des-Prés en los cincuenta le parecía un ejemplo de esto, con una población de hogares sin contacto con el ambiente burgués que parecía definir el barrio y que atrajo al turismo). La ecología “estudia una realidad urbana dada, y deduce de ello reformas necesarias para armonizar el entorno social existente”. La psicogeografía, en cambio, intenta modificar más radicalmente el entorno. La transformación de las llamadas “condiciones de vida” exige bastante más que la gestión de la habitabilidad. La psicogeografía no toma como foco de atención la reforma del hábitat ni una mejor acomodación al espacio dado, sino los deseos, las “realidades subconscientes” que sugieren, evocan y pueden llegar a producir otro espacio; disocia el ambiente de la habitabilidad, afirma Debord. O sigue pensando en la habitabilidad, si se quiere decir así, pero de otra forma, sin supeditarla a ningún tipo de territorialidad y entendiéndola más como una táctica efímera que como una planificación a largo o incluso a corto plazo. No tengo claro en qué urbanistas pensaba Debord cuando decía esto; da la sensación de que tenía en mente a administradores y gestores de servicios. En verdad, para aquellos años la mejora de la “calidad ambiental” ya era parte de mecanismos de control social ejercidos en nombre del “estado del bienestar”. Debord, obviamente, desconfiaba del lenguaje de gestión y del moralismo urbanístico. Por ejemplo, la creación de espacios de juego o entretenimiento no asegura una existencia más espontánea y creativa (menos aún, más libre…); al contrario, puede ayudar a separar aún más la esfera del trabajo de la del juego. Para Debord y los suyos la mejora del espacio de juego es lisa y llanamente una forma de expandir el alcance del funcionalismo modernista; o sea, solo puede acabar siendo otra esfera de la industria del ocio propia de una sociedad del consumo, claro. Pero para hacer frente a ese utilitarismo no parece que los situacionistas vieran necesario apelar a un naturalismo científico (ni a una “tecnología liberadora”, como la describían Bookchin y otros anarquistas estadounidenses). “No nos definimos como contrarios a la naturaleza. Estamos en contra de la ciudad moderna –decía Uwe Lausen (Debord, 2013). En otros tiempos se hablaba de la ‘jungla de las grandes ciudades’. En nuestros días difícilmente encontramos los residuos de una jungla en la normalización organizadas y el aburrimiento polícromo […] un día tendremos los encuentros que necesitamos, encontraremos aventuras en una ciudad nueva, compuesta de junglas, estepas y laberintos de un género nuevo. No tenemos nada que ver con ningún tipo de retorno a la naturaleza, igual que no hemos tenido ninguna patria que perder, ni queremos restaurar la antigua hospitalidad o los juegos inocentes”.86
Los anarcos estadounidenses tampoco tenían que ver con ningún retorno a la naturaleza, pero percibían signos de una degeneración ambiental acelerada y propugnaban un modelo de planificación sostenible. Los franceses estaban más preocupados por la vida insulsa y previsible que fomentaba la sociedad del bienestar y del espectáculo, por la desecación del deseo, mientras que los estadounidenses veían crecer un capitalismo global y brutal que desecaba el planeta.87 Para los situacionistas era necesario introducir ciertas dosis de caos en un sistema con mayor poder para controlar todos los órdenes de vida. Como decían Kotányi y Vaneigem en las tesis sobre el urbanismo unitario, la gente necesita un techo y los bloques de viviendas se lo proporcionan, y también necesita información y entretenimiento y se los da la tele que tienen dentro de sus viviendas dentro de un bloque. El llamado “desarrollo urbanístico” no les parecía más que otra forma de ampliar el control social, imponiendo una concepción funcionalista y capitalista del espacio. “El grupo rechazaba el capitalismo como un presente vacío, el socialismo como un futuro equipado solo para cambiar el pasado” (ibíd.), pero ¿qué ofrecían en su lugar? Tácticas urbanas para reintroducir lo fantástico y maravilloso en la vida cotidiana, recetas para intensificar la experiencia diaria mediante prácticas antifuncionalistas que borraran la diferencia entre lo privado y lo público, el trabajo y el juego. Para los