El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
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Cuando se muestra este tipo de documentos a ciertos anarquistas estadounidenses, se disgustan. Les cuesta aceptar que la ecología sea el nuevo truco con el que unificar (falsamente) a una sociedad desintegrada. Les parece la típica postura de los intelectuales europeos, siempre negativos, nunca edificantes. Se inquietan más, por eso, cuando se les recuerda qué miembros de la delegación francesa redactaron el manifiesto de Aspen. Los dos formaban parte del grupo Utopie,93 uno era el arquitecto Jean Aubert y el otro nada menos que el terrible Jean Baudrillard, el intelectual que iría más allá de Debord, daría nombre a un nuevo orden social más perverso que la sociedad del espectáculo (el orden del consumo y del simulacro) y se proclamaría como el irónico cronista de una fase del capitalismo en la que la utopía finalmente se realizaba, solo que su modelo de consumación era el de Disney (en la declaración de 1970, Baudrillard ya dijo que Aspen era “la Disneylandia del diseño y el medioambiente”).
Conforme Estados Unidos empezó a importar la teoría social cáustica, la europea (como la de Baudrillard), la izquierda ecologista empezó a temer lo peor. No se consideraban políticamente cándidos, pero sabían que al poner el tema de la naturaleza en el primer plano serían objeto de feroces críticas. Tampoco rompían del todo con la idea de utopía del modo en que lo hacían los escépticos franceses. A principios de los setenta, Bookchin seguía criticando los sueños socialistas de desarrollo planificado y los intentos de leer a Marx como un precursor del ecologismo.94 Sin embargo, no renunciaba a una filosofía dialéctica animada por el ideal de una reconciliación de hombre y naturaleza, ni tampoco a la creencia en una tecnología con una cara humana, y durante años desarrolló un naturalismo dialéctico que permitiera “ecologizar la dialéctica” y fomentar “una especie de autogestión planetaria”. Como recuerda Biehl, esta filosofía no tenía nada que ver con la comunión cósmica a través de los sentimientos (que predicaban los taoístas, los budistas o la New Age), sino, al contrario, con el uso de la razón. En Europa, quizá Dios llevaba tiempo muerto y la secularización había puesto a raya las nuevas espiritualidades, así que la nueva generación de díscolos podía atacar a la razón de izquierdas, y con razón. En Estados Unidos, en cambio, predicar a favor de la razón seguía siendo necesario en un clima de creciente espiritualización. Que Bookchin atacara al marxismo como un movimiento autoritario y antilibertario no significa que renunciara a algún tipo de filosofía dialéctica como la que fue pergeñando entre finales de los ochenta y principios de los noventa y que aquí no vamos a analizar (los manuscritos que formarían parte de The Politics of Cosmology casi suman mil páginas). Si los situacionistas hubieran sabido de este libro, se habrían reído a carcajadas. Les habría parecido de una candidez asombrosa. A otros filósofos franceses que exploraban la nueva fase del capitalismo, la del simulacro, les habría provocado vergüenza ajena, y la habrían tachado de moralismo de izquierdas. Bookchin, desde luego, también habría tenido respuestas a sus críticos. Su argumento, bastante sencillo, apareció en un libro de 1995 (2012b): el fetichismo de la mercancía, dijo, “ha sido embellecido de manera diversa –y superficial– por los situacionistas como ‘espectáculo’”.95 El anarquismo francés solo ha contribuido, venía a decir también, a la prioridad de la libertad personal sobre la sociedad:
El anarquismo personal convierte astutamente una realidad burguesa, cuya dureza económica es más fuerte y extrema cada día que pasa, en constelaciones de autocomplacencia, inconclusión, indisciplina e incoherencia. En los años sesenta, los situacionistas, en nombre de una ‘teoría del espectáculo’, produjeron en realidad un espectáculo reificado de la teoría, pero por lo menos ofrecían correcciones organizativas, como consejos de trabajadores, que daban algo de peso a su esteticismo. El anarquismo personal, al impugnarla organización, el compromiso con programas y un análisis social serio imita los peores aspectos del esteticismo situacionista sin adherirse al proyecto de construir un movimiento. Como los desechos de los años sesenta, vaga sin rumbo dentro de los límites del ego […] y convierte la incoherencia bohemia en una virtud […]. Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neosituacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito. Los dos divergen completamente en los principios que los definen: socialismo o individualismo. Entre un cuerpo revolucionario comprometido de ideas y práctica, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común (Bookchin, 2012b: 89 y ss.).
Murray era un cascarrabias; tenía parte de la razón, como siempre, pero también simplificaba. Cuando decía estas cosas parecía un puritano estadounidense escandalizado por el decadentismo francés, un moralista indignado por la falta de responsabilidad de los sucesores de Baudelaire y de los surrealistas. El situacionismo no era un anarquismo narcisista. Otra cosa es que su programa de liberación de la vida cotidiana (una vida vivida directamente, como aún decía Debord) no fuera muy eficaz para resistir la colonización de toda esfera de vida que desencadenó la sociedad del bienestar. Pero ese es otro debate que no procede discutir ahora.
Es oportuno, en cambio, insistir en que el reproche de Bookchin a los franceses (su exceso de teoría) se entiende mejor si se tiene en cuenta la relación entre tecnologías y teorías. Para los anarquistas estadounidenses la relación entre tecnología y sociedad se basaba en experimentos sociales y no en especulaciones. Y esos experimentos implicaban a la ecología de una forma práctica. Para la tradición en la que se apoyaba Bookchin, el reto no consistía solo en pronosticar nuevas fases del capitalismo; eso era imprescindible, claro, pero también era importante crear en la realidad espacios alternativos, modos de organización que pudieran extrapolarse a la totalidad. No utopías, sino más bien modelos. En el urbanismo ecológico de Bookchin influyó, desde luego, Mumford, La cultura de las ciudades (1938) y algunos artículos de mediados de los cincuenta (“The Natural History of Urbanization”), quien a su vez se había inspirado en ideas de Kropotkin en Campos, fábricas y talleres (1912), de Ebenezer Howard en Ciudades jardín del mañana (1902) y de Patrick Geddes en Cities in Evolution (1915).96 También tomó ideas de un urbanista partidario de la descentralización urbana que había trabajado en Berlín durante la República de Weimar (y que luego renunció a coordinar la reconstrucción de Berlín de los aliados), Erwin Anton Gutkind, autor de Community and Environment. A Discourse on Social Ecology (1954) y The Twilight of Cities (1962). Bookchin era partidario de la creación de ciudades verdes de escala humana y autoabastecidas, pero propuso algo más anarquista: descentralizar las grandes ciudades, dispersarlas y descomponerlas en comunidades más pequeñas y autónomas, sostenidas por energías alternativas (eólica, solar e hidroeléctrica) con fábricas pequeñas y no contaminantes, automatizadas, mercados locales de abastos, granjas cercanas y campos de tamaño pequeño (donde rotarían una diversidad de cultivos, una técnica que no requiere pesticidas, a diferencia del monocultivo extensivo).97 En estas comunidades la gente no sería esclava del trabajo, podría organizar su convivencia de una forma no autoritaria y tendría más tiempo para sí misma. Suena fantástico, quizá demasiado. El plan de Bookchin sonaba demasiado utópico, pero él lo justificaba apoyándose en la experiencia adquirida a través de experimentos piloto (granjas agrícolas, comunas rurales), así como del conocimiento de técnicos e ingenieros. Su campaña ecológica había sido reactiva, protestando contra la industria del automóvil, pero también pretendía ser prospectiva. Desde 1972 empezó a colaborar en cursos de tecnología con Dan Chodorkoff (que consiguió convencer a la administración del Goddard College, una escuela progresista inspirada por la filosofía de Dewey, para que Murray diera cursos allí) y en 1973 se rodeó de expertos en granjas orgánicas y huertos hidropónicos, diseñadores de sistemas de energía solar y eólica, arquitectos ecológicos, constructores de invernaderos para frutas y verduras y biólogos marinos. Entre los técnicos estaban Wilson Clark, que diseñaba sistemas solares y eólicos; Eugene Eccli, que sabía de energías alternativas; Sam Love, coeditor de Environmental Action says: Ecotage!; un pionero de la ingeniería solar, Day Chahroudi, y John Todd, un biólogo