Episodios Nacionales: Un voluntario realista. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Un voluntario realista - Benito Pérez Galdós

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y temido, Tilín avanzaba en su empresa y fue terror de los pueblos y brazo potente de la insurrección en aquella agreste comarca, donde reclutaba zorros para hacer de ellos leones.

      Al salir de Torá sus espías le dijeron que una fuerza del ejército bajaba por la carretera de Manresa. Se la había visto el día anterior en Fals y parece que seguiría en dirección a Castelfullit. Al punto ambicionó ardientemente el monago sorprender aquella fuerza, cualquiera que fuese su importancia, y concebir un plan y dar las primeras órdenes para su inmediata ejecución fue todo uno. Hermosísima noche le favorecía. Avanzó con buenos guías delante de sus tropas para hacerse cargo del terreno y pagó a peso de oro el espionaje, en lo cual le favorecía la adhesión del país a una causa propagada al calor del fanatismo religioso; apostó sus tropas convenientemente después de obligarlas a una marcha titánica en seis horas por sierras y vericuetos; repartió palos a los morosos, fusiló a los díscolos, recompensó a los valientes, avanzó, acechó, olfateó, inquirió el rastro del enemigo con ese instinto felicísimo del guerrillero que es la desesperación de la estrategia, y antes de que amaneciera el día 20 de Julio cayó como una lluvia de verano sobre las tropas del coronel Roda (división de Carratalá), que recorrían la carretera de Cataluña para intimidar a los pueblos y desarmar a los voluntarios. Tres batallones y cuarenta caballos componían aquella fuerza que fue materialmente destrozada y hecha trizas por un sacristán ávido de los laureles de Viriato. Había dado orden a sus guerrilleros de que no perdonaran a nadie. El estrago fue inmenso, la lucha breve y sangrienta, el gozo de Tilín delirante. Dispersose la mitad de los soldados por la vertiente de Montserrat; muchos perecieron batiéndose con ardor; cincuenta quedaron prisioneros con treinta y dos caballos y gran número de armas.

      Era aquélla la primera victoria formal del águila que había tenido por nido una sacristía y por plumaje una sotana. Pero él miró su triunfo como hombre acostumbrado a saborearlos y se apresuró a tomar las medidas necesarias para hacerlo más fructífero. Sin dar descanso a su gente recorrió los pueblos de la carretera hasta cerca de Cervera. Calaf, Vilamajor, Montfalcó, Rabasa le vieron dentro de sus muros y de grado o a regañadientes diéronle cuanto se le antojó pedir. Los mozos ingresaban con gusto, porque ya los frailes habían hecho su papel y tenían soliviantado al país; no así el dinero, para cuya percepción necesitaba Tilín emplear argumentos un poco fuertes y hablar con los fusiles de sus bárbaros soldados. Ovaciones y plácemes tuvo el héroe, y allí eran de ver cómo le ensalzaban los frailes y le mandaban golosinas las monjas, y le predecían todos magnífico porvenir y fama no menos grande que la de los más esclarecidos guerreros de la cristiandad.

      No quiso llegar a Cervera, y retrocediendo volvió a internarse en Pinós para de allí pasar a la cuenca del Cardoner y marchar a Cardona donde esperaba recibir nuevas órdenes de Pixola. Había recogido doscientos hombres, más de quince mil duros, muchas armas y ochenta caballos. Por el camino instruía y armaba su nueva gente, aumentaba y organizaba un escuadrón. Satisfecho de tantos y tan rápidos triunfos y comprendiendo por estos y por la magnitud de su suerte que merecía ser coronel, pensó darse a sí mismo este grado; mas la modestia habló en su alma, y contentose con ser comandante por el momento. Lo hizo extendiendo un oficio en que textualmente decía: «En atención a mis eminentes servicios a la causa de la Religión y del Trono absoluto, vengo en nombrarme comandante de los ejércitos de la Fe».

      Revolviendo en su titánica mente estos y otros altos pensamientos, decía para sí:

      – ¡Rabo y uñas de Lucifer! Si Pixola no me reconoce el grado… le fusilaré.

      VIII

      Llegó a tierra de Cardona el 1.º de agosto. El calor era sofocante y un sol canicular abrasaba y asfixiaba el país. Existe en aquel ducado uno de los más admirables prodigios de la Naturaleza en Europa, y es la montaña de sal que tiene más de cien varas de altura y una legua de circunferencia; inmenso cristal duro y brillante, con el cual podrían abastecerse todas las cocinas del mundo durante siglos de siglos, si fuese suprimido el mar. Los mágicos reflejos irisados, los cambiantes de mil colores que producen los rayos del sol al herir las vertientes de aquel peñasco, que semeja colosal diamante caído de las arracadas del cielo, seducen y embelesan la vista. No se parece aquello a nada de cuanto en otras campiñas y montañas se ve. Sus crestas relampaguean, sus costados fulguran, en sus caprichosas grutas compiten los reflejos de todas las piedras preciosas.

      Al caer de la calurosa tarde, las tropas de Tilín descansaban junto a una aldea y a la sombra de espesos bosques. El jefe avanzó paseando por la carretera, en compañía de su segundo y del padre Maza, no el de los cincuenta palos, sino un beato mínimo de Cervera que se le había incorporado en calidad de capellán, asesor militar, intendente, con ciertos vislumbres y pujos de jefe de Estado Mayor por su gran pericia topográfica en aquel país. Iba Tilín meditabundo, con las manos a la espalda, ademán harto común de los grandes genios militares, y contemplaba el monte de sal que con la fuerza de los rayos del sol parecía estar sudando y brillaba de tal modo que en ciertos parajes no era posible fijar la vista en él. De pronto vieron los paseantes que por el camino abajo venía un hombre a caballo. No se le pudo distinguir bien en el primer momento porque los resplandores del vibrante sol en la montaña cristalina le envolvían en diabólica luz, semejante a telarañas de fuego; pero cuando estuvo cerca, advirtiose que era el caballero de buen porte y el corcel de magnífica estampa.

      – He aquí un viajero que me parece sospechoso – dijo el padre Maza. – Trae una valija a la grupa, y yo juraría que es militar aunque viste de paisano.

      – Y yo – dijo Tilín – creo que en toda Cataluña no hay un caballo como este.

      Cuando estuvo a diez pasos, Tilín gritó:

      – ¡Alto!.. deténgase el jinete.

      Este se detuvo de mal talante.

      – ¿A dónde va usted? – preguntole Tilín ásperamente.

      – ¿Y a usted qué le importa?… ¿Quién es usted?

      – Soy el comandante Armengol, que manda un batallón de la división de Solsona – dijo el guerrillero, pareciendo muy complacido de tomar en su boca aquellos sonoros términos militares.

      – ¡Ah!… ¡ya! – exclamó el jinete con cierta sorna. – ¿Pero qué batallón y qué divisiones son ésos?… ¿Me encuentro entre la gente del célebre Tilín, que estos días da tanto que hablar en el país?

      – Ese soy yo – dijo el ex-sacristán con orgullo.

      El jinete saludó.

      – Muy señor mío… Lo celebro mucho. Espero que no habrá inconveniente para seguir mi camino.

      – Según y conforme. ¿Quién es usted?

      – Soy hombre de paz. Realistas, liberales, jacobinos y apostólicos, son lo mismo para mí.

      – ¿De modo que usted no es nada?

      – Nada.

      – Grandísima falta: es preciso ser apostólico.

      – Soy comerciante.

      – ¿Cómo se llama usted?

      – Es curioso el señor militar.

      – ¿De dónde viene usted?

      – Pesadito es el interrogatorio.

      – Poco a poco – dijo Tilín tomando la brida del fogoso animal. – Usted no pasa adelante sin probarnos que no es hombre sospechoso, un espía de Calomarde o del marqués de Campo-Sagrado. Será usted registrado; veremos si lleva papeles.

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