Episodios Nacionales: Un voluntario realista. Benito Pérez Galdós
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– ¡Loado sea el Señor! – exclamó la abadesa moviendo por igual los dos brazos. – Este acuerdo entre tales varones nos prueba que no obedecen al capricho ni a la fantasía, sino a una voz divina que en el interior de todos ellos ha sonado. La Virgen Santísima sea con ellos. Ahora bien, amiga querida, puesto que para gloria y salvación nuestra nos corresponde hacer algo en la medida de nuestras escasas fuerzas, en pro de la causa del Señor, aquí estamos aguardando las órdenes de la junta de Manresa, de la cual es usted órgano tan precioso.
– A eso voy, amiga mía – dijo doña Josefina acercando más su inquisitorial sillón al de las madres. – Primeramente, al dinerillo que ustedes tienen en depósito se unirá dentro de poco el que se está recaudando en esta diócesis de Solsona y parte del que vendrá de Madrid. Lo entregará el señor deán de esta Santa Iglesia Catedral y ustedes lo darán a Jep dels Estanys, a Caragol o a Pixola, previa presentación de un vale reservado y en cifra donde se especificará la suma. También podrá usted recibir dinero del alcalde de Solsona o dárselo. Aquí traigo la clave de la cifra y la explicaré para que no hallen dificultades en el momento preciso.
Doña Josefina sacó un papel de su ridículo (porque doña Josefina llevaba ridículo) y acercándose a las madres explicoles durante corto rato los signos y combinaciones que aquellas debían conocer. Después la simetría que se había alterado cuando se inclinaron en una misma dirección las tres señoras volvió a restablecerse.
– He comprendido perfectamente – dijo melífluamente la abadesa. – Se hará todo como lo mandan los señores. Dulcísimo es para nosotras prestar este concurso a obra tan insigne.
Era la madre abadesa señora muy redicha, como se habrá observado. Tenía buen fondo; pero el fanatismo le había sorbido los sesos. Lanzada por las bullidoras eminencias del país a los torbellinos de una odiosa conspiración, había llegado a olvidar el lenguaje sencillo, dulce y místico de las mujeres enclaustradas, adoptando un tonillo presuntuoso con puntas de diplomático, que era como un eco del charlar vehemente de la gran alborotadora catalana doña Josefina Comerford, la cual solía dar a la expresión de su fanatismo algo de la atropellada facundia de los clubs.
– Ahora, amigas de mi alma – manifestó doña Josefina – ahora que todo lo material está preparado, falta tan sólo que se esgriman aquellas armas sutiles contra las cuales no pueden nada los más altos torreones ni la artillería más formidable: hablo de las armas de la oración. Yo, como pecadora, poco puedo alcanzar con mis preces; pero ustedes, amantísimas esposas del que da las victorias, del que con sus batallones de ángeles tiene a raya al Malo, pueden conseguir mucho. El auxilio de la devoción y la piedad es de gran precio. El señor lectoral de Vich dijo delante de mí a las clarisas de aquella ciudad: «Las lágrimas suplicantes de los débiles darán a los fuertes la victoria».
La madre abadesa se inclinó de un lado cruzando las manos, en señal de la magnitud de su emoción, y entonces alterose por completo la simetría del grupo. Al mismo tiempo dejose oír una voz hueca, telarañosa, si es permitido decirlo así, una voz gastada y oscurecida por los años, la cual voz provenía, según todos los indicios, de la carcomida laringe de la señora monja que se sentaba a la derecha de la madre abadesa, y que hasta entonces había sido mudo testigo de la conferencia. Aquella voz dijo con lastimero tono:
– ¡Oh! ¡Si pudiera conseguirse tal alto fin con las oraciones!… Todos los lectorales de Vich y todos los prelados de la cristiandad no me convencerán de que la causa del Señor y el triunfo de su Fe hayan de conquistarse con guerras, violencias, brutalidades y matanzas. Doña Josefina nos habla de las oraciones, como aprestos de guerras… Esos, esos solos deben ser los sables, los cañones y los fusiles de los regimientos de Jesucristo.
Alzando sus brazos, a que daban majestad las amplias mangas blancas, la monja se animaba. Era una mujer anciana y cadavérica, cuyas palabras sonaban con no sé qué tono de prestigio y autoridad, como palabras salidas de la tumba.
Antes que la última sílaba de la anciana religiosa acabase de vibrar, oyose en la sala una leve exclamación, una de esas ligeras inflexiones de voz que son como el preludio de una risa de desdén. Provenía este bullicio de la tercera monja, que aún no había dicho nada y estaba sentada a la izquierda de la madre abadesa. Sonó después la risa y luego estas palabras:
– ¡Qué cosas tiene la madre Montserrat!
El delicioso y fresco timbre de la voz, la gracia de la entonación y el festivo reír indicaban claramente la persona por demás simpática de Sor Teodora de Aransis.
– Es lo que me quedaba que oír – añadió con desenvoltura. – ¡Que las sectas y el imperio de los malos puedan derribarse con oraciones! ¡Que una nación invadida por herejes sea limpia por rezos de monjas!… Decir eso es vivir en el Limbo. Bueno es rezar; pero cuando el mal ha tomado proporciones y domina arriba y abajo, en el trono y en la plebe, ¿de qué valen los rezos?… ¿Por qué tantos ascos a la guerra? La guerra impulsada y sostenida por un fin santo es necesaria, y Dios mismo no la puede condenar. ¿Cómo ha de condenarla, si él mismo ha puesto la espada en la mano de los hombres, cuando ha sido menester? Nos asustamos de la guerra, y la vemos en toda la historia de nuestra Fe, desde que hubo un pueblo elegido. ¿No peleó Josué, no peleó Matatías gran sacerdote, no pelearon los Macabeos y el santo rey David? Bonito papel habría hecho San Fernando si en vez de arremeter espada en mano contra los moros, se hubiera puesto a rezar, esperando vencerlos con rosarios. No es tan mala la guerra, cuando un apóstol de Jesucristo se dignó tomar parte en ella, con su manto de peregrino y caballero en un caballo blanco, repartiendo tajos y pescozones. La guerra contra infieles y herejes es santa y noble. ¡Benditos los que mueren en ella, que es como morir en olor de santidad! En el cielo hay lugar placentero destinado a los valientes que han sucumbido peleando por Dios.
Sor Teodora de Aransis se agitó hablando de este modo, y sus bellas facciones tenían el divino sello de la inspiración. Atendían a sus palabras con muestras de asentimiento Doña Josefina y la madre abadesa; pero la madre Montserrat, dirigiendo una mirada rencillosa a la audaz defensora de la fuerza, rumió estas palabras:
– Hermana Teodora de Aransis, usted es una niña.
– Tengo treinta y dos años – repuso con brío la de Aransis, sin dignarse mirar a su contrincante.
– Y yo tengo sesenta – afirmó esta, – yo he visto guerras, y usted no. Yo he visto las horrorosas calamidades de la guerra; yo he visto este santo asilo profanado, derribadas sus paredes a cañonazos y sus claustros y celdas invadidos por una soldadesca infame. ¡Todo lo envilece, sí, todo lo envilece! Yo vi caer el ala del Poniente y desaparecer hechas escombros tres celdas arriba y el refectorio abajo, quedando sólo en pie lo que llamamos la Isla, donde usted vive; yo vi a tres hermanas degolladas y a otras injuriadas horriblemente. Los pocos cabellos que tengo se erizan todavía en mi cabeza al recordar aquel día de Setiembre de 1810. ¡Vaya un día, Señor Dios sacramentado! ¿Cómo quieren que me entusiasme con la guerra? La aborrezco, le tengo miedo: el ruido de un tambor me hace morir… Esta buena Teodora de Aransis es una niña, piensa mundanamente a pesar de llevar algunos años dentro de esta casa, y tiene los espíritus