Episodios Nacionales: Un voluntario realista. Benito Pérez Galdós
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Pixola y los demás reían a carcajadas.
– Anda, hijo, anda – dijo Tortellá a su antiguo acólito dándole un pescozón. – Dile a la madre Purificación que se esmere… se trata de una gran conquista: se trata de ganar el nuevo Zaragoza.
– Puedes ir – indicó Abres al sacristán-soldado. – ¿Necesitas gente?
– Tres hombres escogidos por mí.
– Toma los que quieras.
– Dentro de dos horas estaré de vuelta. Conozco la casa. El Sr. Guimaraens estará en la huerta fumándose un cigarro. No le faltará la compañía de los dos artilleros viejos y de los dos criados, y de la señora Badoreta… Vamos allá… la casa tiene dos puertas… en la huerta hay un ángulo… después se suben tres escalones… ya… ya… Vamos a hacer una visita de cumplimiento a casa del señor coronel.
Poco después Tilín pasaba el río por el puente de Llobera, acompañado de tres montañeses de la Cerdaña sin uniforme y con armas. En vez de tomar en línea recta la dirección de la casa de Guimaraens, que a la distancia de un cuarto de legua se destacaba sobre la verdura de un bosque espeso, caminaron a la derecha río abajo, y describiendo luego una gran curva, subieron hacia la montaña por extensa ladera de viñas y almendros. No tardaron en penetrar en el bosque, y allí con precaución y silencio se acercaron a la casa. Por espacio de un cuarto de hora estuvo Tilín cuchicheando con su gente. Subió después a un árbol, desde donde podía explorar la huerta, y vio a la señora Badoreta tendiendo ropa en el jardinillo delantero; Valentín, el más bravo de los dos veteranos, limpiaba el caballo y Suárez estaba regando las judías y poniéndoles tutores. No viendo por ninguna parte a los otros dos criados, supuso que estaban dentro de la casa. Bajando del árbol, dio Tilín sus órdenes a los que le seguían, repitiéndoselas hasta tres veces para que se les clavaran bien en la mollera; les señaló una ventana baja que desde allí se veía abierta; indicoles los puntos por donde podían escalar fácilmente la tapia, y después penetró solo en la casa.
Condújole la señora Badoreta al interior, no sin reírse de su chistosa metamorfosis, y al verse Tilín en presencia del Sr. Guimaraens en la sala donde este residía comúnmente, oyó una carcajada de franca burla, seguida de estas palabras:
– Tilín, Tilín de todos los demonios… ¿Conque es cierto que te has echado a militar? ¡No he visto en mi vida mamarracho semejante! ¡Hombre, vuélvete de espaldas para verte por detrás!… ¡Y tienes bayoneta!… ¿Cómo no te han dado fusil esos pillos? ¡Serías capaz hasta de hacer fuego con él!… ¡Vaya con Tilín!… Hombre de Dios, pues es verdad que así, así, con esa albarda, nadie diría que eres sacristán… ¡Qué demonio! si ayudas a misa con esa facha, te juro que he de ir a verte. ¿Y qué dicen las reverendas?
– Las señoras no tienen novedad – repuso Tilín secamente.
– ¿Me traes algo de parte de ellas?… Vamos, tú nunca has venido a mi casa con las manos vacías.
El Sr. Guimaraens era un tipo militar de los de la guerra del Rosellón, viejo, sin barba ni bigote, con el blanco pelo un poco largo, cual si no hubiese renunciado aún a ponerse coleta. Aunque anciano era fuerte y membrudo y tenía la presencia majestuosa, la talla corpulentísima, el semblante agraciado y noble. Era hombre muy devoto y realista ferviente aunque no de los furibundos; y cuando Tilín se presentó a él estaba sentado en su lustroso sillón de cuero, leyendo la vida del santo del día, costumbre piadosa a que no había faltado en treinta años. Era célibe y vivía en compañía de dos viejos, leales camaradas de sus campañas allá en los tiempos del general Ricardos y ora criados que parecían amigos. Un pinche, un mozo de cuadra y la señora Badoreta, famosa en el cocinar y antaño criada en San Salomó, completaban la familia del pacífico veterano.
Vio con desconsuelo que Tilín no traía consigo cesta ni bandeja cubierta con la blanquísima servilleta monjil, y dando un desconsolado suspiro le dijo:
– Esas señoras reverendísimas, ocupadas de la insurrección, han dejado apagar los hornillos. ¡Qué pícaras! Siéntate, Tilín, hablaremos un poco y echarás un cigarro.
– Gracias, señor; tengo que marcharme pronto – dijo el voluntario dando un paso hacia él.
– ¿Entonces a qué has venido?
– A traer a usted un recado.
– ¿De las monjas?
– De las monjas, sí, señor.
– ¿Qué quieren esas señoras mías?
– Que me entregue usted inmediatamente todas las armas que tiene en su casa, y que se venga conmigo para ponerse a las órdenes de Pixola.
Dijo esto Tilín con tal osadía y aplomo, que Guimaraens se quedó perplejo por un momento; pero al punto recobrose, y tomando el caso a risa, como era natural, empezó a batir palmas. Reía con estrépito, echado el cuerpo hacia atrás y apretándose los ijares.
– ¡Bravísimo, deliciosísimo, señor sacristán! – exclamó poniéndose como la grana de tanto reír. – Di a tus amas que me he reído de la gracia hasta morir… ¿Con que armas?… ¡Bendito seas Dios! ¡Pobre Tilín!… Me dan ganas de abrazarte por el gusto que me das. Eres un mamarracho…, pero chistosísimo… y con esa casaca… y esos humos de general… ¿Conque mis armas? Pide por esa boca, monago.
Guimaraens dejó de reír, porque vio a Tilín transformado de súbito. El rostro del voluntario realista estaba lívido, sus ojos centelleaban, y su mano convulsa mostraba una pistola. Fiero e imponente el monago, exclamó:
– No he venido aquí a hacer reír.
– ¿Miserable, qué haces? – dijo Guimaraens levantándose y poniéndose a la defensiva.
– Saltarle a usted la tapa de los sesos si no me obedece.
Tilín apuntó al rostro del venerable anciano, que al punto echó mano a una silla.
– Si usted se mueve – dijo Tilín intrépido y osado hasta lo sumo, – si usted da un grito pidiendo socorro, le mato como a un perro. Tengo cuarenta hombres en el bosque a espaldas de la casa, con encargo de arrasarla y de matar a todos sus moradores si se me hace resistencia.
– ¡Ratero! – gritó furioso Guimaraens – ¡qué has de tener tú!… ¡Hola, Valentín!… ¡Suárez!
Al punto apareció despavorido un hombre, un jovenzuelo. Oyéronse dos disparos en la huerta y los gritos de la señora Badoreta que exclamaba: ¡ladrones! El joven abalanzose a la defensa de su amo; pero Tilín, rápido como el pensamiento guardose las espaldas apoyándose en un alto ropero, y disparó