Episodios Nacionales: Un voluntario realista. Benito Pérez Galdós
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Viendo el jinete que la resistencia, a más de ser muy arriesgada, habría empeorado su ya malísima situación, se dejó llevar con el alma inflamada de ira y maldiciendo entre dientes la hora menguada en que su mala suerte le llevara por aquel infernal camino. En el breve trayecto hasta la vivienda del jefe, esforzose en tomar cierto aire de dignidad y confianza, porque mostrarse débil y receloso entre semejante gente, habría sido excitarla más y más a la barbarie. Si le tomaban por un personaje de posición elevada, de ésos que con sus amistades y relaciones se sobreponen a todos los obstáculos, incluso a los de la justicia, fácil sería que no le hicieran daño. Así cuando se apeó junto al tinglado del ventorrillo entre un círculo de soldados y guerrilleros que admiraban la soberbia estampa del caballo, entregó este al mismo que le había conducido y en tono de amo le dijo:
– Dale un pienso y agua. Cuídalo bien si quieres una buena propina. Si en vez de la propina quieres tres palos míos y una reprimenda del Sr. Tilín, trátamelo mal.
Dando dos palmadas de cariño al generoso animal, entró en el alojamiento, que consistía en dos fementidas piezas comunicadas entre sí, y ambas horriblemente sucias y desmanteladas, sin más muebles que las cojas mesas y los bancos de figón manchados de polvo y vino. El caballero hizo que entraran su valija, y después se paseó por la estancia sin dignarse mirar a los guerrilleros que allí había, dormitando unos y bebiendo o jugando los otros.
Era el preso un hombre como de treinta y cuatro años, de gallarda figura y hermoso semblante. Su fisonomía, como sus modales y su vestir, revelaban esa hidalguía que antes se consideraba principalmente vinculada en la alcurnia, pero que ha tiempo ha pasado al patrimonio de todas las clases, aunque siempre viene desde la cuna. Su mirar tenía severidad y altivez en la precisa dosis que cabe dentro de la cortesía. Era bastante moreno, con hermoso pelo y bigotes negros: calzaba botas polacas, y su traje tenía un corte especial que a distancia indicaba la mano de sastre extranjero. Su sombrero, que llevaba con gracia, no tenía entonces precedente en las modas españolas, pues era uno de esos blancos platos de lana que después se usaron mucho llevando el nombre de boinas. Este no era aún un nombre fatídico.
No hacía diez minutos que el caballero estaba allí cuando entró Armengol, acompañado de su segundo y del padre Maza. Antes que le dirigiera la palabra, el preso dijo:
– Conviene que estemos un rato solos, señor brigadier.
Y él mismo señaló con un gesto la puerta a los guerrilleros. El padre Maza, juzgando que la orden de despejo no rezaba con él, acomodaba su crasa humanidad en un banco, cuando el caballero le dijo sonriendo:
– Si hoy necesito confesión religiosa, llamaré al padre mínimo. Por ahora únicamente tengo que hablar con el señor brigadier.
Quedáronse solos, y Tilín le dijo:
– Ha de saber usted que yo no soy brigadier.
– ¿No? Yo creí que sí… Como en Cardona oí hablar tanto de usted, y se decía que había sometido toda la provincia de Lérida, juzgué que un caudillo de tanto valor no podía menos de tener un grado muy alto en los ejércitos de la Fe.
– Soy comandante – afirmó secamente Tilín.
– Me habían dicho que era usted muy joven – dijo el caballero observándole con curiosidad y admiración – pero nunca creí que fuera tanta su mocedad. Usted llegará a los primeros puestos, aunque es preciso contar con la envidia que intentará estorbar su carrera. Los jefes procurarán oscurecer sus triunfos, le rebajarán, le calumniarán tal vez… Hoy mismo, cuando son tan evidentes los servicios de Tilín, he oído censurarle por excesivamente atrevido, y hasta me han dicho que Pixola piensa quitarle el mando de esta fuerza… Amigo mío, no contaba usted con la envidia, que en nuestro país por desgracia, ennegrece todas las cosas…
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