Episodios Nacionales: Un voluntario realista. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Un voluntario realista - Benito Pérez Galdós

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Montserrat.

      – Todos los soldados son iguales y todas las guerras odiosas… Hay cabezas tan duras que no entenderán nunca.

      – Y hay personas que jamás han tenido en su mollera ni pizca de discernimiento – dijo la de Aransis con tono de sofocada ira.

      – Y hay jóvenes que se olvidan del hábito que visten, renegando de la humildad y del respeto que se debe a las personas mayores – gruñó la madre Montserrat.

      – Y hay espectros tan empingorotados y tan tiesos que hacen oposición a todo, y con su cara de vinagre y su necio orgullo se hacen insoportables.

      – Y hay monjillas tan casquivanas que se componen y acicalan dentro de sus celdas, cuando nadie las ve, y no pueden olvidar que en tiempos muy desgraciados han ido a bailoteos y teatros.

      – Y hay madrazas de cara verde, del propio color de la envidia, que han vivido setenta años encolerizadas contra todo lo que valía más que ellas, criticando lo que les era superior.

      – Y yo sé de quien tiene la lengua muy larga…

      – Y yo sé de quien la tiene llena de veneno…

      – Y yo…

      – Paz, paz… exclamó la abadesa, extendiendo a un lado y otro sus blancas manos.

      – La madre Teodora es demasiado vehemente – dijo Doña Josefina guiñando el ojo a Sor Teodora, – y la madre Montserrat muy rigorista. Todo esto ha provenido de una opinión sobre las guerras. Yo creo también que la guerra es a veces necesaria y que Dios mismo la dispone. Hay santos del combatir como hay santos del ayunar. Pero no es esto motivo para que la madre Montserrat se enfade.

      – Ni para que se altere la armonía que en estas casas debe reinar – expresó la madre abadesa con afectada unción. – En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que a todos perdonó, yo ruego a las dos hermanas que me oyen… sí, yo les ruego, como hermana y como superiora, que sofoquen al punto el rencor y se reconcilien dándose el ósculo de paz.

      – Mi alma es incapaz de rencor – dijo la madre Montserrat.

      – Yo perdono de todo corazón – murmuró Sor Teodora.

      Se besaron. La vieja imprimió sus labios sobre las hermosas mejillas de la joven, y esta contestó al beso fijando apenas sobre la seca piel ajena sus frescos labios. Aquel besuqueo fue una ventosa contestada por una picadura. Doña Josefina después de repetir sus instrucciones, se retiró.

      VI

      A pesar de los preparativos, cuya importancia se daba a conocer por la actividad bullidora de Doña Josefina Comerford, pasaron los meses de Mayo y Junio en aparente paz. Cataluña parecía tranquila y desarmada. Solsona continuaba viviendo con aquella serenidad y monotonía que eran la delicia de sus canónigos. La compañía medio organizada de voluntarios realistas y los pocos artilleros que prestaban el servicio militar dentro de los muros, más parecían figuras decorativas que soldados en la víspera de una batalla.

      Cierto día de fines de Junio vio Solsona una cosa que dio mucho que hablar. Por la calle Mayor adelante iba Tilín vestido con el uniforme de voluntario realista. Su figura no era un tipo acabado de militar gallardía; pero él marchaba por la calle abajo con desenfado, aunque sin fanfarronería, indiferente a las hablillas que sus insólitos arreos suscitaban.

      – Mejor le sienta la sotana – decían en los corrillos. – ¿A dónde va ese holgazán con media vara de cartuchera y un quintal de morrión?… Mírenlo… pues no va poco tieso… Todos los bordados del cuello y solapa, así como las charreteras y los cordones del morrión se los han hecho las monjas… Es el uniforme más guapo que hay en toda Solsona… Y diz que entra en el cuerpo con el grado de alférez… Si no hay como ser sacristán de las monjas cascabeleras para llegar pronto a general… No, mujer, no entra de alférez sino de sargento; pero como haya guerra, y dicen que la habrá, verás cómo sube más vivo que un águila, con el favor de las madres… Mírale, mírale, cómo pasa sin saludar a nadie… ¡Condenado Tilín! ¡cómo se reirá de él la tropa! No habrá un solo voluntario que le obedezca.

      Y siguieron los comentarios.

      Así como la aparición de ciertas aves exóticas anuncia la proximidad de tempestades, aquella desusada vestimenta del sacristán de San Salomó anunció un acontecimiento que puso en grande zozobra y pasmo a la ciudad de Solsona. Era la madrugada, cuando el sueño de los pacíficos moradores fue bruscamente turbado por estrepitoso ruido de tambores. Echáronse los vecinos de las camas, fueron abrieron todas las puertas y acudieron los voluntarios a la plaza, donde había ya un par de compañías, venidas, según después se supo, de Berga al mando del ex-carnicero Pixola (Don Narciso Abres). Un fraile, puesto en pie en medio de la plaza y entre la gente armada, hizo callar con solemne gesto a los tambores, y enderezó a los solsoneses una arenga diciéndoles que Cataluña se lanzaba a la guerra porque el monarca no gozaba de la libertad necesaria para gobernar el reino. ¡Qué pico de oro! Sin abandonar su tono de sermón, añadió que S. M. había expedido órdenes reservadas autorizando el pronunciamiento e invistiendo de mandos militares a aquellos bravos y piadosísimos cabecillas, los cuales, ¡oh abnegación evangélica! abandonaban sus hogares por defender la Fe de Cristo y el glorioso trono de las Españas.

      Después que el fraile hubo desembuchado lo que en su mollera traía, volvieron a sonar los tambores, y los pelotones de voluntarios recorrieron la ciudad y la muralla toda en redondo como por fórmula de toma de posesión de la plaza y de su absoluto rendimiento a las tropas apostólicas. Los pocos soldados de línea se entregaron sin vacilar porque ya estaban concertados para ello; repicaron las campanas, declarose en rebelión el municipio y alguna que otra banderola hecha por manos claustradas subió agitándose y haciendo gestos a lo alto de un palo para anunciar a los pueblos vecinos la grata nueva.

      Pixola publicó en seguida un bando disponiendo que se entregasen todas las armas, y que todos los oficiales indefinidos domiciliados en la ciudad y su término se presentasen inmediatamente en esta comandancia general para recibir órdenes. Obedecieron algunos por miedo o porque simpatizaban con la insurrección, o quizás porque estaban cansados de una vida oscura; pero otros contestaron a los emisarios de Pixola con insultos y bravatas, por lo cual enfurecido el cabecilla, juró que haría una degollina de indefinidos si Dios no lo remediaba. El más reacio fue un coronel retirado, viejo, terco y realista por más señas, que tenía por nombre D. Pedro Guimaraens y por vivienda una casa solar a media legua de Solsona y a la opuesta orilla del río Negro.

      – Di a ese desollador de carneros – contestó al portador del mensaje – que si voy a Solsona será para arrancarle las orejas por bandido y ladrón, y que tengo aquí muchas armas, sí, muchas, para defensa del Rey y de la Religión, y que si él desea probarlas que se de un paseo por acá con toda esa cuadrilla de sacristanes y salteadores de caminos.

      Tal como lo oyó de los labios de Guimaraens se lo dijo el emisario a D. Narciso Abres, el cual, bramando de ira se levantó de la mesa donde comía para ir en persona a castigar tamaña afrenta.

      – Sosiéguese vuecencia – le dijo con calma Pepet Armengol que en la misma mesa comía, juntamente con otros dos jefes y el padre capellán de San Salomó, pues allí no había categorías. – A ese espantajo de Guimaraens no se le conquista con amenazas. Yo le conozco bien, porque he ido muchas veces a llevarle recados de las madres… Ya sabe usted que una hermana suya está en San Salomó… Le conozco bien, y sé que es una oveja. Déjeme vuecencia ir allá, y verá cómo sin ruido ni amenazas sino antes bien con maña y tiento, le sonsaco las armas y le obligo a reconocer la autoridad que ha dado a vuecencia la Junta de Cataluña.

      – Me

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