Escuela de Humorismo. Díaz-Caneja Guillermo
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– Calla, burgués; no gruñas.
Jacinto, sin despegar los labios, y contento porque el giro de la conversación se hubiera desviado de su persona, daba fin al cosido del expediente.
– Verdaderamente, y yo lo declaro así, – dijo Montalbo, el oficial de más categoría del Negociado, que no había despegado los labios hasta la fecha – , es deprimente para nosotros y es vergonzoso para el Estado, que unos funcionarios públicos, como nosotros, no tengamos para fumar el día 26 de mes; porque yo, sin rubor lo manifiesto, tampoco tengo tabaco.
– No tendrás tabaco, pero bien chupas – agrega Pepe, que tiene clavada en el corazón la ronda de pitillos.
– Es vergonzoso que no tengamos para fumar.
– Para fumar… ¿eh? – masculló Jacinto…
– Cállate tú, Jacinto, y no nos amargues la vida – vocifera Gutiérrez.
– Sigue, sigue, Montalbo – exclama Martínez.
– Decía que es deprimente para nosotros y para el Estado…
Se oyen murmullos de aprobación.
– El Estado os va á dar chocolate en la oficina – interrumpe Pepe con un tonillo socarrón que promueve un diluvio de protestas:
– Que se calle.
– Eso, cállate tú, Pepe.
– Bien se conoce que tú te ganas otro sueldo por las tardes.
– ¿Y por qué no os las buscáis vosotros también?
Gutiérrez, poniéndose en pie y dando un puñetazo sobre la mesa, increpa á su compañero:
– ¡Ya nos las buscamos; pero no nos las encontramos!
– Muy bien – ruge Martínez estrechando la mano de Gutiérrez.
– Que hable Montalbo – se atreve á decir Bermúdez, que, tímido como una alondra, no habla nunca, y se limita á formar coro con los demás.
– Yo, señores, pondría remedio á todo esto de una manera muy sencilla – perora Montalbo con voz reposada.
– ¡Que lo ponga!
– Sí señor, que lo ponga – dicen Gutiérrez y Martínez, á la vez.
– Pues sí señor que lo pondría… si me dejaran. ¿Me queréis á mí decir para qué nos deja el Estado las tardes libres?
– Para que nos las busquemos. ¿No has oído á Pepe? – contesta Gutiérrez.
– O para que tengamos tiempo de elegir la forma mejor de suicidio – añade su compañero.
– Pues yo haría una cosa muy sencilla:
En este Negociado somos seis empleados ¿no es verdad? Pues yo dejaría tres, los haría venir por mañana y tarde, y les daría doble sueldo… ¿eh?.. ¿Qué tal?
– Muy bien – contestan todos.
– Bueno; pero tú serías de los tres que se fueran ¿eh? – pregunta Gutiérrez.
El Jefe, entrando en su despacho por la puertecilla particular, que daba á un pasillo, puso término á la pintoresca conversación que sostenían los oficiales, y ya no se escuchó en el despacho de éstos más que el rasguear de las plumas sobre el papel.
Gutiérrez y Martínez fueron los únicos que siguieron hablando, en voz baja, pues sabido era que no podían callar en toda la mañana.
El sol, filtrándose penosamente por los no muy limpios cristales de dos ventanas que á un estrecho y negro patio tenía el Negociado, pugnaba inútilmente por llevar un poco de luz y de alegría al interior de aquella lóbrega y pequeña habitación.
Cada empleado tenía junto á su mesa un viejo perchero con dos colgadores: en el inferior colgaban las capas ó gabanes; en el superior, los sombreros. Aquellas prendas, en su mayoría viejas, colgando escurridas y lacias, daban la triste sensación de cuerpos allí ajusticiados.
Jacinto, que hora es ya de que fijemos su personalidad, era un muchacho de veinticinco años, hijo de unos labradores ni mal ni bien acomodados, de la provincia de Cáceres.
Don Lesmes, el intrépido D. Lesmes, el representante de la instrucción en el pueblo, tomó á su cargo al muchacho, en sus tempranos años, y, tras de las primeras letras, enseñóle la instrucción primaria; dándose el caso estupendo de que el chico, cuando la terminó, sabía escribir con ortografía y era propietario de una letra muy decentita. Terminada la primera enseñanza, entró el cura en funciones; porque á todas luces se veía que Jacinto iba para algo más que para labrador.
Empezó, pues, la enseñanza del latín, que corrió por cuenta del cura, encargándose Don Lesmes de la Geografía y de la Historia de España. Era el muchacho listo y despabilado, y pronto llegó al fondo de aquellos dos pozos de ciencia que se llamaban cura y maestro. Y ¿qué hacer entonces con un muchacho que no se había encallecido las manos con la mancera del arado; que dominaba el latín mejor que el cura; que se sabía de corrido todos los ríos de la tierra, con ser tantos; que conocía los puertos de todas las naciones mejor que las casas del pueblo donde había chicas guapas? ¿Qué hacer con una criatura que, con sólo diez y seis años, conocía á fondo quién fué Carlos V y quién Felipe II; que sabía que á Enrique I lo mató una teja que cayó de un tejado… y que á Carlos IV se la pegaba su mujer… como si fuera un Carlos cualquiera sin numerar? Pues como quiera que el mandarlo á Madrid para que estudiara más era un dolor – ¡con lo que ya tenía en la cabeza! – , y cómo, además, este gasto fuera demasiado grande para que pudiera resistirlo el presupuesto de la casa, se acordó que lo que hacerse debía era proporcionarle un destino en la corte. El cuerpo electoral, en masa, que ya sabía lo que Jacinto valía, tomó á su cargo lo del destino; y el destino se consiguió, porque el diputado no tuvo más remedio que escoger entre el destino para Jacinto, ó no volver á salir diputado por aquella circunscripción; y fácil es comprender que no hay diputado que opte por lo segundo.
Fué, pues, Jacinto á Madrid con un destino, para empezar, de 1.500 pesetas en Gobernación.
A Jacinto, al principio, le pareció este sueldo una fortuna; mas poco tardó en comprender que aquellos veintidós duros y medio que le daban todos los meses, no servían para otra cosa que para pasar apuros y privaciones; apuros y privaciones que se iban remediando con alguna cosilla que, de cuando en cuando, le mandaban los padres.
El joven oficinista, á quien no agradaba que los padres tuvieran que hacer aquellos pequeños desembolsos, pensó en encontrar un remedio para sus apuros, y, al fin, dió con él: resolvió casarse.
Muchísimas veces había oído decir que en la vida ordenada y tranquila del matrimonio se gasta mucho menos que en el desarreglo de la soltería.
No le parecía á él muy lógico esto; pero tanto y tanto oía repetir que con lo que gasta un hombre soltero vive una familia, que decidió constituirla. A los padres les pareció de perlas el proyecto, por aquello de que un muchacho solo, en Madrid, está expuesto á muchos peligros.
Jacinto, hecho ya un señorito, ni pensó siquiera en alguna honrada muchacha