Escuela de Humorismo. Díaz-Caneja Guillermo

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Escuela de Humorismo - Díaz-Caneja Guillermo

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la atención, interrumpió su monólogo, diciendo:

      – «Vamos, hijo mío, vamos; los malos tragos, pasarlos pronto, y además, que en casa te están esperando.»

      Y como si esta última reflexión diera nuevos bríos á su decaída voluntad, avanzó resueltamente hacia el benéfico establecimiento.

      Cuando llegó frente á la ventanilla del tasador, Jacinto, al pronto, se quedó como petrificado; después se puso sumamente encendido.

      ¿Qué le había sucedido ante aquella ventanilla, tras de la cual, un hombre alto y delgado, de mirar frío é indiferente, esperaba á que le alargaran la alhaja en cuestión?

      Aquel hombre alto y delgado era un empleado de la misma oficina de Jacinto, Negociado 4.°; uno de los que se las buscaban con otro empleo que, por ser por la tarde, era compatible con el del Estado.

      Saludáronse rápidamente, pues el otro, á fuerza de acostumbrado á tales encuentros, era prudente; y tras del frotar en la piedra con la pulsera, de tal manera que á Jacinto le parecía que le estaban frotando con lija en el corazón, y tras de probar con el ácido la nobleza del metal, el de al lado de allá de la ventanilla formuló la frase sacramental:

      – Cuarenta pesetas.

      – Bueno… si… está bien – respondió Jacinto, que estaba deseando largarse de allí cuanto antes.

      – ¿Qué nombre…?

      – ¿Nombre? Jacinto sintió que su cara se ponía como la lumbre. – El caso es que la pulsera es de una vecina que está enferma… y… pero póngalo usted al mío…

      – Es igual – replicó el otro llenando un talón, con el que Jacinto tuvo que ir recorriendo ventanillas, que concluyeron de dar al traste con la poca serenidad que le quedaba.

      Cuando se vió en la calle con aquellas 40 pesetas que tantas angustias le costaron, dió un tercer resoplido, que dejó chiquititos á los dos anteriores.

      Renegando de su suerte y de aquel maldito encuentro, dirigióse precipitadamente, por la calle del Arenal, á la Puerta del Sol; entró en un botica y compró lo recetado por el médico; después, en un «Cuatro Caminos, por Fuencarral», fué á su casa.

      Aquella noche, Jacinto obligó á su esposa á que se acostara, y él quedó velando á Luisín, para suministrarle la cucharada recetada, cada dos horas, combinada con la leche y los caldos.

      A la luz de un mal quinqué, pues en la casa no había luz eléctrica, que entonces costaba un ojo de la cara, porque las Compañías no se habían decidido á darla perdiendo dinero, Jacinto preparó las cuartillas y se dispuso á escribir su primer artículo cómico.

      La ocasión era la más propicia: la quietud de la noche, el silencio, sólo interrumpido por el débil toser de alguno de los niños; la triste y amarillenta luz del quinqué, todo, en fin, era adecuado para poner el ánimo de Jacinto en condiciones; y así debió ser, sin duda, por cuanto la pluma del pobre oficinista rasgueaba febrilmente, sin detenerse ni un instante, sobre el papel.

      Cuando por la mañana tempranito se levantó Claudia, lo encontró dormido, de bruces, sobre las cuartillas; después de dar la última cucharada al niño, el sueño y el cansancio habían rendido al infeliz.

      Claudia, rodeando amorosamente con sus brazos el cuello de su marido, le dió un apasionado beso, que le hizo despertar sobresaltado.

      – Acuéstate un poco; hasta la hora de la oficina puedes dormir tres horas – dijo Claudia con ternura.

      – ¿Por qué no mandas recado de que no puedes ir?

      – No, no; para qué faltar; esta tarde dormiré otro poco… ¡Ah! pero no creas que le ha faltado nada al pequeñín á sus horas…

      – Ya lo sé – respondió Claudia, sonriendo tristemente.

      – ¿No has dormido?

      Claudia respondió con un signo negativo de cabeza, y se fué hacia la cocina para preparar el desayuno á Jacinto y á los niños; ella, sin que Jacinto lo supiera, hacía ya tiempo que no lo tomaba, para poder así aumentar las raciones de los demás.

      Al levantarse Jacinto, quedaron á la vista las cuartillas; el artículo estaba terminado; sobre el satinado del papel veíanse pequeños circulitos opacos…

IV

      A los quince días fué publicado el artículo que Jacinto escribiera en su primera noche de escritor cómico.

      Cuando Martínez terminó de leerlo, en alta voz para que todos los compañeros, incluso el Jefe, lo oyeran, el autor recibió una ovación en toda regla.

      El Jefe, arrellanado en un sillón, movía convulsivamente su enorme vientre á impulso de la risa.

      – Eso, hombre, eso… – decía, entrecortadamente, mirando á Jacinto. – Éste, á su vez, con una gran tristeza reflejada en el semblante, miraba á todos y estaba como asustado ante aquella explosión de risa que había causado su artículo.

      – ¿Quién te ha cambiado chico? – dijo Pepe.

      – Si me lo dicen, no lo creo – agregó Gutiérrez.

      – Hay que ver qué gracia tiene eso del encuentro con el compañero al ir á empeñar la alhaja – refunfuña el Jefe entre grandes carcajadas.

      – Y que eso es verdad, ¿eh? Eso le sucede á cualquiera.

      – ¿Y lo de los chicos disputándole la cordilla al gato?

      Jacinto sentía ganas de pegar, de morder á todos aquellos que se reían de sus desdichas, bien que no supieran que eran suyas; sentía una gran angustia que le ahogaba y ganas de llorar… de llorar mucho… Nunca hubiera creído que en la desgracia se pudiera aprender el difícil arte de hacer reir á los demás. Él, que nunca había podido escribir nada cómico en sus tiempos de relativa felicidad, lo había escrito cuando la amargura más grande laceraba su corazón.

      Cuando salió de la oficina, le parecía que no llegaba nunca á su casa; le tardaba el momento de verse en ella, de verse entre los suyos, entre aquellos nenes queridos y aquella dulce compañera, que no se reía de sus tristezas, sino que las compartía.

V

      Pasaron días. Luisito no mejoraba gran cosa. Las cuarenta pesetas que dieron por la pulsera se acabaron; se acabaron las cincuenta que mandaron los padres de Jacinto, junto con una cariñosa carta, en la que decían que, en cuanto el chico estuviera en condiciones, lo enviasen al pueblo; acabáronse, en fin, tantas cosas, que no parecía sino que había sonado la hora del Juicio final para aquella casa.

      Jacinto sentía que le faltaba el valor para soportar aquello. Pensó escribir algún otro artículo; pero esto era tan lento y producía tan poco, que no podía resolver nada por el momento.

      A tal punto llegó aquel estado, que un día ya no tuvo más remedio que aceptar por bueno el único camino que se abría ante sus ojos: empeñó la paga; total… nada: firmar mil pesetas por cuatrocientas, é intereses módicos, eso sí.

      Aquella operación, al pronto, dió un respiro en la casa: se atendió con mayor holgura á Luisín, y se compraron algunas cosas indispensables.

      Sin embargo, poco

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