Escuela de Humorismo. Díaz-Caneja Guillermo
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– ¡Cómo quieres que me ponga contenta, hombre, viendo lo que pasa!
– ¿Qué pasa?.. ¡Nada!
– ¿Te parece poco este gasto del médico, siendo así que el mes que viene quería yo ver de arreglármelas para comprarles botitas á Paquito y á Carlos, porque los pobrecitos casi van descalzos?
– Pues se les compran: ya te he dicho que los médicos aguardan mucho…
– ¿Y la botica?
– ¿La botica?.. La botica… Pues mira, en último caso, si no se pueden comprar el mes que viene… ¡no se compran! ¿Se las vas á comprar con ponerte triste?
La campanilla de la escalera, al sonar, impidió oir la respuesta de Claudia; ésta, precipitadamente, pensando, con razón, que quien llamaba era el médico, corrió á abrir la puerta.
El doctor era, en efecto. Entró en la alcoba del niño, seguido de los padres, y tras de algunas preguntas á éstos, reconoció al enfermito detenidamente. Cuando hubo terminado el reconocimiento, salieron á la habitación contigua.
– No hay que alarmarse, pero hay que tener mucho cuidado: el niño no tiene nada y tiene mucho – dijo el galeno. – El niño necesita una buena alimentación: mucha leche, caldos de gallina y yemas de huevo para fortalecerle; después, este verano, á Santander, al Sardinero un par de meses, y… chico nuevo. Si me permite, voy á poner una receta y además el nombre de un reconstituyente que nos ayude un poco…
El médico tomó asiento ante la mesa de Jacinto; éste y Claudia se miraban mientras el doctor escribía. Lo que había dicho aquel hombre les había paralizado la lengua.
Extendida que fué la fórmula, el doctor se despidió, advirtiendo que el tratamiento debía empezar en seguida; que él volvería al día siguiente.
Cuando el doctor salió, Jacinto y Claudia, junto á la misma puerta de la escalera, quedaron mirándose sin hablar un buen rato.
– Leche… caldos… huevos… un reconstituyente…
– Y este verano ¡al Sardinero! – dijo Jacinto, continuando la relación empezada por su esposa.
– ¿Todavía estás alegre, Jacinto?
Éste, que al oir al médico había sentido que toda su alegría se le iba por los talones, al oir á Claudia, y al verla próxima á desfallecer, se rehizo, pensando que era preciso disimular para darla alientos, y dijo:
– Sí, sí; todavía estoy alegre… y lo estaré. ¿Por qué no? Al niño se le dará leche, caldos, huevos… y reconstituyente; todo lo que sea necesario…
– Pero ¿con qué, Jacinto, con qué?
– ¿Con qué? No lo sé, pero se le dará. Comeremos patatas, pan… duro; ¡no comeremos! Mis padres, tal vez puedan hacer algo para ayudarnos…
– ¿Y mientras llega ese socorro… si llega? Ya has oído que el tratamiento ha de empezar en seguida.
– Ahora mismo. Trae dinero, que voy á la botica; y de paso le diré á la portera que suba para que te traiga lo que necesites.
– ¡¡Dinero!! – murmuró Claudia.
Jacinto, al oir á su mujer, sintió que la espalda se le quedaba como el hielo, y que los pelos se le ponían de punta.
– ¿No tienes? – preguntó conteniendo la angustia que sentía.
– A duras penas quedará para los cuatro días que faltan del mes.
Jacinto quedó con la cabeza inclinada sobre el pecho. No pensaba en su hijo, no pensaba en aquel grave contratiempo de no tener dinero: pensaba en lo que le habían dicho sus compañeros; parecía que los estaba oyendo: – «Escribe artículos cómicos, hombre; escribe artículos cómicos.»
Cuando volvió á la realidad, Claudia no no estaba allí; pero poco tardó en volver con un estuche en la mano.
– Toma, Jacinto – dijo con la voz velada por la más honda emoción.
– ¿Qué es eso?
– ¡Toma! – volvió á repetir Claudia, cubriéndose la cara con el delantalillo.
– ¡Tu pulsera de pedida! – exclamó Jacinto cogiendo el estuche y abriéndolo.
– Qué le vamos á hacer; es la única alhaja que tenemos para empeñar. Llévala al Monte de Piedad; allí llevan pocos réditos y estará mejor guardada.
Jacinto guardó el estuche en un bolsillo de su americana; acercóse á Claudia, y rodeándola con los brazos, la estrechó fuertemente contra su pecho y estampó un beso en su frente.
– Anda, no te detengas, Jacinto, que el niño espera.
Apenas Jacinto se vió en la calle, soltó un formidable resoplido que ensanchó su corazón.
Enfiló la calle de Fuencarral, á paso ligero; metióse por la de Jacometrezo, atravesó la plaza del Callao y, por el postigo de San Martín, desembocó en la plaza de las Descalzas.
Al llegar allí, su paso, antes rápido, se hizo tan lento, que frente á la estatua de Piquer se detuvo. Dió otro resoplido, semejante al anterior, y quedóse mirando al ilustre fundador del piadoso establecimiento.
– «Francisco Piquer, yo te saludo – dijo Jacinto descubriéndose – . Perdona que no lo haya hecho antes; pero mejor que yo sabes tú, que nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena. Aquí, donde todo el mundo conoce el nombre de Soriano, de Lerroux y otros, sin olvidar á Melquiades Álvarez, son pocos los que conocen el tuyo. ¿En qué piensas, en qué meditas, ilustre bienhechor de los madrileños? ¿Es que el escultor que te retrató te dió esa actitud queriendo representar que meditas tu grande obra, ó es que pensó en simbolizar así la actitud de media humanidad? No lo sé; pero ¡vive Dios! que el tal acertó. Con el dedo en la frente nos pasamos la vida la inmensa mayoría de los mortales; pero nada sacamos en limpio, y raro es el que no tiene que acudir á lo que tú sacaste de la tuya. Tú pensaste en los desvalidos, y éstos, aunque no piensan en ti para nada, ni saben cómo te llamas, acuden á recibir de tu obra el modesto préstamo que, momentáneamente, enjuga sus lágrimas: con esto les basta. Pero es lo que tú dirás: ¿Qué me importa que ellos no sepan cómo me llamo yo, si yo sé cómo se llaman ellos? Doscientas veces habré pasado por aquí, y otras tantas he cometido la ingratitud de no fijarme en ti; lo cual no debe extrañarte, porque en este mundo, bien sabes que nadie se fija más que en aquel que puede servir de algo; y yo, dicho sea con franqueza, no creí que nunca necesitara de ti para nada. Hoy me encuentro con que me haces falta, y aquí me tienes confesando mi error. Pero no creas que llego hasta ti acongojado y abatido, como otros, no; vengo á pedirte unas pesetillas por esta pulsera, que me costó muchas privaciones poder comprar; pero vengo contento, alegre y con la esperanza de podértelas devolver pronto. ¿Tú crees que esto es motivo para entristecerme? ¡Quiá, hombre, quiá! Mira tú lo triste que yo estaré, cuando en este momento estoy hilvanando un artículo cómico… que ya verás… ya verás. Además, has de saber que tu obra caerá pronto en ruinas; lo que tarden en llegar al Poder Soriano, Lerroux y otros… sin olvidar á Melquiades Álvarez, que nos tienen prometido formalmente hacer de España y de los españoles, el símbolo de la felicidad.