Escuela de Humorismo. Díaz-Caneja Guillermo

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Escuela de Humorismo - Díaz-Caneja Guillermo

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mientras hilvanaba su segundo artículo cómico.

      Claudia, entretanto, arrodillada junto al lecho, con las manos cruzadas, imploraba á una imagen de Jesús, colocada á la cabecera.

      El Señor parecía contemplarla dulcemente y escuchar sus quejas.

      «Caridad… caridad – parecían decirla sus amorosos ojos – ; harto sé yo, pobre mujer, que el amor y la caridad que prediqué, no se practica por mis más fieles devotos.

      Amaos los unos á los otros– dije – , y no parece sino que todos ponen especial empeño en destruirse. Les di una Ley para que se gobernaran, y ellos, creyéndola insuficiente, no dejan de promulgarlas á cientos, sin que logren otra cosa que entorpecer la existencia. Puse en la tierra todo lo necesario y lo superfluo para que el hombre viviera, obteniéndolo con su trabajo, y he aquí que medio género humano perece por falta de lo más indispensable. Cuán grande es mi dolor al ver cómo deshonra mi obra el ser más noble que yo creé. Muchos son los que me aman, muchos los que me adoran y reverencian; mas pocos serán los que, cuando la trompeta llame á Juicio, puedan presentarse sin temor ante el Supremo Juez.»

      Cuando Jacinto entró en la alcoba donde se hallaba Claudia, ésta lloraba con gran congoja. Jacinto se apresuró á levantarla del suelo y á prodigarla palabras llenas de dulces consuelos.

      – Todo se arreglará, Claudia; ten confianza en que todo se arreglará – decía el valeroso oficinista.

      Aquella noche, como en otra de antaño, Jacinto escribió su segundo artículo cómico, que, en realidad, fué su primer artículo humorístico; un artículo humorístico de primer orden; al menos, así lo juzgó el público, dispensándole una acogida entusiasta.

      Perseveró el humorista con nuevos artículos, que fueron igualmente bien acogidos. Siguió riendo, fustigando á muchos de los primeros actores de la humana comedia, cuyos elevados puestos habían alcanzado sin que se supiera qué escala moral ó material les había servido para lograrlo, y elogiando la labor y las grandes cualidades de muchos modestos racionistas y partiquinos. La sociedad que, como algunas hembras, más ama á quien más la pega, llegó á convertir á Jacinto en su escritor favorito.

      La suerte, queriendo sin duda reirse de Jacinto y demostrarle que nadie más humorista que ella, hizo que sus artículos fueran solicitados y casi… casi, bien pagados. El oficinista pudo llevar un relativo bienestar á su casa. ¡Cuántas veces pensó el pobre humorista que aquella holgura no había llegado á tiempo de salvar al pobre Luisín! Pero… ¿no sería el nene el que le mandaba aquel dinero que entonces ganaba, para que sus hermanitos se libraran de perecer de hambre como había perecido él?

      ¡Pobre Luisín! Lo que no pudo mandarle nunca á su padre fué el vomitivo que le hiciera arrojar del corazón la materia que lo había asqueado para siempre…

      Lo que le faltaba al tío

I

      Un buen trecho llevaban andado por la mal llamada carretera tío y sobrina, sin que se les oyera el metal de la voz, cuando ella, preciosa morena de diez y ocho años, colgándose con ambas manos de uno de los brazos del tío, dijo así, con tono zalamero:

      – Oye, tío…

      – ¿Qué quieres, sobrina?

      – Quisiera hablarte de una cosa…

      – ¡Pues habla! ¿Quién te lo impide?

      – Es que… verás… es una cosa un poco seria… ¿Por qué pones esa cara de risa?.. ¿Es que yo no te puedo hablar de cosas serias?

      – Sí, chiquilla… ¿por qué no? Tus diez y ocho años no son muy á propósito que digamos para tener cosas serias de que tratar; pero valga, en cambio, que, á pesar de ser tan joven, eres muchacha de talento, y, por lo tanto… ¡quién sabe las cosas serias que se te pueden ocurrir en tus pocos años!

      Y al mismo tiempo que así hablaba, Don Sebastián, que éste era el nombre del tío, miraba amorosamente á su sobrina, acariciándola las manos suavemente.

      – Gracias, tío, por tus alabanzas.

      – No hay de qué, Clotilde. En el corazón, sales á tu difunto padre, mi pobre hermano, que en gloria esté.

      – Vamos, ¿quieres dejarte ya de floreos?

      – Carácter alegre, sano juicio, gran bondad de corazón, tacto exquisito para tratar á las gentes…

      – ¿Me vas á dejar hablar? ¿sí ó no?

      – Habla todo lo que quieras; ya sabes que yo no hago más que todo lo que tú quieres.

      – Todo lo que yo quiero, no; no seas embustero, tío. Si tú hicieras lo que yo quiero, no estarías siempre tan tristón; la tía y tú no estaríais siempre como estáis, en perpetuo desacuerdo; no pensaría el uno negro cuando el otro piensa blanco. ¿Qué mayor felicidad que estar en buena armonía y pensar del mismo modo que la persona con quien hemos de vivir siempre?

      – ¡Tienes razón, hija mía! ¿Qué mayor felicidad que la de ver pensar y sentir igual que nosotros á la persona que ha de vivir á nuestro lado toda la vida?

      No pasó inadvertido para Clotilde el cambio de lugar de las personas en el mismo pensamiento; pero nada dijo.

      Callaron un momento ambos interlocutores. El afable semblante de D. Sebastián, cuyo pelo y bigote entrecanos dejaban sospechar que su edad podría ser como de unos cuarenta años, pareció ensombrecerse ligeramente. Clotilde mirábale disimuladamente y pudo observar aquel pequeño cambio en el semblante de su tío.

      La carretera, que en aquel lugar era casi calle, por tener bastantes edificaciones en ambos lados, hallábase en aquel momento bastante animada. Un tranvía eléctrico circulaba por el lado derecho, llenando de polvo á los peatones y poniendo en comunicación á Madrid con aquella barriada que, como todas las de la capital, era fea, sucia y polvorienta. En los solares donde aun no se habían edificado hotelitos, había campos de trigo y de cebada, segados ya y que ostentaban el amarillento rastrojo.

      – Tú no eres feliz, tío; algo te falta para serlo, que yo no sé lo que es – dijo Clotilde adelantando un poco la cara para mirar á D. Sebastián.

      – ¿Por qué no he de serlo, chiquilla? Tenemos salud, tenemos un mediano pasar; tu tía… es buena…

      – Sí; pero tú siempre estás pensativo, siempre con tus libros, con tu jardín…; casi nunca hablas, como no se te hable…

      – Qué quieres: cada cual tiene su modo de ser… Pero no se trata ahora de mí. Volvamos al punto de partida de nuestra conversación; arranquemos del momento mismo en que decías que tenías que hablarme de…

      – De una cosa muy seria – añadió Clotilde dando prueba de su tacto al no insistir sobre una conversación que bien se veía que no era del agrado de D. Sebastián.

      – Pues mira, niña; si tan serio es lo que que tienes que decirme – respondió el tío recobrando su tono jovial – , espera que lleguemos al recodito aquel de la carretera y nos sentaremos para no caerme del susto.

      Rieron tío y sobrina, no sin que ésta protestara del tono zumbón empleado por él, y llegado que hubieron al sitio indicado, tomaron asiento en el borde de la cuneta.

      Quitóse el tío su sombrero de paja, y pasó

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