Escuela de Humorismo. Díaz-Caneja Guillermo

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Escuela de Humorismo - Díaz-Caneja Guillermo

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intereses, que restaban la quinta parte de la paga.

      Jacinto llegó á dudar de lo divino y á sentir desprecio por lo humano; su corazón, en el que la desgracia clavaba sus garras despiadadamente, empezaba á manar sangre.

      Por primera vez pensó que no debía haberse casado; que debía haber hecho lo que tantos otros que, despreciando los juicios de una sociedad que le da á un hombre veintidós duros y medio para que constituya un hogar, buscan por otros caminos, que ella llama inmorales, la satisfacción de justos anhelos.

      Jacinto, que no fumaba para no gastar; Jacinto, que jamás se permitía la inocente distracción de ir una noche al café á pasar un rato con los amigos, porque comprendía que aquellos dos reales hacían falta en su casa; Jacinto, que considerábase feliz con el amor de los suyos, sintió ganas de reir ante aquella avalancha que se le venía encima, ante la visión de aquella inhumana sociedad, creadora de muchos males y de pocos bienes, que caía sobre él aplastándole despiadadamente.

      El Destino, considerando que Jacinto estaba ya bastante entrenado en el sufrimiento, apretó bruscamente el tornillo: Luisín empeoró tan rápida é inesperadamente, que el médico llegó á temer un desenlace funesto, si no se le sacaba de Madrid lo antes posible.

      Jacinto sintió agotarse sus energías y desvanecerse los restos de su entereza. El agua le llegaba al cuello y experimentó verdadero terror al pensar que la salvación se hacía imposible. La situación era de verdadero apuro: su paga, empeñada; la casa, dos meses sin pagar; la tienda, no muy al corriente… y una falta absoluta de recursos, y, lo que era peor, de medios para arbitrarlos. ¡Aquello era horrible!

      La pobre Claudia, imagen viviente y resignada del dolor, sufría en silencio, para no aumentar la pesadumbre de su esposo, y buscaba los rincones para desahogar su angustiado corazón, llorando sin que la vieran.

      Los hermanitos de Luisín, amedrentados por el triste ambiente que reinaba en la casa, iban y venían por ella como almas en pena, sin atreverse á jugar, y si acaso lo hacían, en su adorable inocencia, metíanse en el último rincón de la casa para que no les riñeran.

      ¡Era preciso sacar á Luisito de Madrid! Y ¿cómo hacer esto? ¿Cómo realizar aquel milagro indispensable? No obstante, era preciso, absolutamente preciso el realizarlo.

      Jacinto envejeció en un día, un año. No tenía amigos á quienes pedir una cantidad como la que se precisaba; el prestamista se negó rotundamente á ampliar el préstamo, porque la parte legal descontable no daba margen para ello. ¿A quién recurrir? ¿A los padres? Pero ¿no era un crimen, un verdadero crimen, pedir á los pobres viejos lo que no tenían para ellos mismos? Y, sin embargo, ¿qué otro remedio quedaba?

      Jacinto, loco de dolor, desesperado… cogió la pluma y escribió; escribió una carta que era el llamamiento supremo de un sentenciado á muerte, de un agonizante.

      Seis días horribles transcurrieron hasta que se recibió la contestación ¡Al fin llegó! Los padres de Jacinto respondían – ¡qué padre no responderá! – al supremo llamamiento de su hijo con un supremo sacrificio: la respuesta era un pliego de valores; el pliego contenía el importe de una tierrecita, mal vendida, por la precipitación, y una carta llena de trazos toscos y temblorosos, faltos de ortografía, pero llenos de amor y de ternura.

      «Veniros con el chico inmediatamente», decía la carta en uno de sus más torcidos renglones, que á Jacinto y á Claudia les pareció ser escalera que conducía á la gloria.

      Jacinto sintió oprimírsele el corazón al leer aquella carta que rebosaba amor; Claudia murmuró palabras que nadie oyó, á no ser Dios, por ir á él dirigidas, y lloró, lloró mucho arrodillada ante la cuna de su hijo.

      Al día siguiente, Claudia y sus tres hijos salieron para el pueblo de los abuelos. Jacinto quedó solo y con muy limitados recursos; pero esto era lo de menos, lo principal era que el chiquitín se salvara.

      Llegó la primera carta de Claudia. Para comprender la ansiedad con que Jacinto leyó aquella carta, es preciso haber tenido un bebé en trance de muerte; yo, por lo menos, renuncio á describirla.

      Las noticias no eran malas: el nene, al parecer, con el cambio de aires, se había reanimado algo; el médico del pueblo no desesperaba de salvarle.

      Después de estas noticias, ¿qué podía importarle á Jacinto el pasarse la mitad de los días sin comer para ir estirando los recursos que le habían quedado? ¡Nada! Aquel día fué para él un verdadero día de fiesta, y el principal festejo, la contestación á la carta de Claudia. Qué de palabras cariñosas para todos; qué de besos para los chicos; ¡qué párrafo para que lo leyera Luisín… que no sabía leer!; qué de consejos á Claudia para que no se dejara dominar por las pesadumbres; qué de conceptos para convencerla de que no se preocupara por él, que nada le faltaba, si no era ellos.

      La alegría que Jacinto experimentó con la lectura de aquella carta, y el descubierto en que se hallaba con su estómago, incitáronle á darse aquella noche un banquete; así, pues, á cosa de las ocho, metióse en el café de Levante, donde es fama que los dan grandes, y pidió un beefteack con patatas. Jacinto, que hacía ya mucho tiempo que no se veía con una cosa semejante ante sus ojos, devoró, más bien que comió, aquella vianda; que no hay nada que excite tanto el apetito como la alegría.

      Aquella noche se metió en la cama, dispuesto á dormir á pierna suelta; no quería pensar, no quería sufrir, era preciso dar descanso al espíritu, dando de mano á las preocupaciones, aun cuando no fuera más que por unas horas.

      Claudia siguió dando noticias diariamente del niño; noticias que, si no avanzaban en el sentido optimista, tampoco retrocedían al atroz pesimismo de los últimos días de permanencia en Madrid. Jacinto contestaba cada dos ó tres días… por mor de la franquicia.

      La esperanza llegó á germinar en el corazón del oficinista; mas, cuando ésta echaba raíces más hondas, una bomba vino á estallar sobre el cerebro del pobre Jacinto, haciendo saltar los sesos, destrozando el corazón y desgarrando las carnes: la carta de aquel día, de Claudia, era una verdadera bomba.

      «Luisito se muere, Jacinto mío, el nene se nos va á todo escape» – decía Claudia demostrando su dolor en lo tembloroso de su escritura. – «El nene se nos va…» – decían aquellos renglones, que parecían sollozar. Jacinto necesitó leerlos veinte veces para convencerse de que lo escrito por Claudia quería decir eso… «El nene se muere… el nene se nos va».

      Esta carta, recibida por Jacinto en la oficina, causó en todos los compañeros honda impresión.

      – Váyase usted hoy mismo – dijo el Jefe – , y no se preocupe de la vuelta; tómese los días que necesite.

      El permiso ya estaba; pero ¿y el dinero para el viaje? Jacinto, como una exhalación, dirigióse en busca del habilitado; éste, enterado de lo que le ocurría á Jacinto, se apresuró á facilitarle lo que pedía: diez duros. El compañerismo es uno de los pocos instrumentos que, en el humano concierto, suele dar notas dulces y afinadas.

      Cuando el angustiado Jacinto llegó al pueblo, era tarde: «el nene se había ido ya». El pobrecito había volado al cielo sin poder ver á «papa», por el que había clamado incesantemente en sus últimos momentos; su cuerpecito inmóvil, rígido, pálido como la cera, estaba allí, encerrado en la cajita blanca, esperando los últimos besos de papa; su almita, que había salido de este mundo sin odios ni rencores, moraba ya en las regiones donde los unos se aman á los otros

VI

      El tren corría con una velocidad espantosa; á lo menos, así lo creía Jacinto, en su

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