Las Páginas Perdidas. Ugo Nasi

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Las Páginas Perdidas - Ugo  Nasi

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era un misterio que –todavía estudiante de bachillerato –Viola hubiese participado en las manifestaciones contra el G8 en Génova, aunque en los grupos de estudiantes que no habían actuado violentamente contra la propiedad o la Policía. Todavía, siendo universitaria de la facultad de Derecho Santa Ana de Pisa, a pesar de ser una estudiante excelente, había sido apresada en más de una ocasión por la participación en manifestaciones estudiantiles, siempre en primera línea.

      Viola estaba orgullosa de sus ideas sobre la justicia social de la que jamás había renegado, aunque ahora, en cierto sentido, se encontraba en la otra parte de la barricada.

      Seguida por las cámaras de televisión la muchacha avanzó rápidamente por el pasillo y, renunciando a usar el ascensor, se fue hacia las escaleras para llegar hasta su oficina en el primer piso. Sergio Ansani, el Procuratore Capo11, estaba esperándola jubiloso, junto a la secretaria de la sección.

      “Felicitaciones, un óptimo alegato. Estoy convencido que nuestras peticiones de condena serán aprobadas por el juez de la Tercera”

      Viola esbozó una fugaz sonrisa, sabía que era demasiado pronto para cantar victoria.

      Era necesario el sello final de una sentencia de condena.

      “Ahora no podrás negarme esos cinco días de asueto que te pedí en septiembre”

      “Te has merecido un poco de reposo, pero sabes bien que en este momento la Procura12 está falta de personal, los dos auditores judiciales que me había prometido el Ministerio deben todavía cumplir un período de prueba de diez días en la Procura de Milán” replicó Ansani.

      Viola, decidida a jugar duro, propuso con sequedad:

      “Concédeme entonces cuatro días”

      “Tres” respondió el superior.

      “Dado que te encuentro muy bien dispuesto, me gustaría también un aumento de sueldo”

      Ansani la miró de refilón, mientras elevaba la ceja izquierda.

      “Pásalo bien, Viola. Vete, antes de que me lo piense”

      III

      Villa Mondragone, 12 de septiembre de 1912, por la tarde

      El padre Giuseppe Strickland, prior del Colegio jesuita de Villa Mondragone de Frascati, junto con el padre Agostino, responsable de la biblioteca del convento, rehizo por enésima vez el inventario de los treinta libros.

      Fue el Legado Pontificio, el cardenal Willem Van Rossum en persona, que pertenecía también a la congregación de los jesuitas, el que autorizó el traslado de la colección de volúmenes del Colegio Romano y de la Biblioteca General de los jesuitas, en Villa Mondragone, para salvarlos de las expropiaciones del nuevo Reino de Italia.

      Ahora, sin embargo, el prior tenía la ingrata obligación de preparar treinta de estos preciosísimos tomos y darlos, al día siguiente, al señor Wilfrid Voynich, un tratante de libros raros, de origen polaco naturalizado inglés, que había llegado desde Nueva York y que los compraría por una considerable suma de dinero.

      ¡Sólo Dios sabe con cuanto sufrimiento, justo él, el decano representante del Colegio, había escogido los libros para el anticuario!

      Era plenamente consciente de que los tomos, que había pertenecido durante siglos a la Iglesia de Roma, viajarían por derroteros desconocidos, dispersándose por los lugares más remotos del mundo, para satisfacción de millonarios que los encerrarían en sus cajas de seguridad o para aumentar la vanidad de museos e institutos universitarios extranjeros.

      En el mejor de los casos permitirían consultarlos de manera privada, en sus casas, para suscitar así la envidia de los coleccionistas rivales.

      ¿Era justo que estos libros y manuscritos, representaciones de la cultura cristiana, de la historia, del arte miniado, piezas raras, sino únicas, de la tradición cultural y religiosa de la Iglesia, fuesen sustraídas al patrimonio de la Humanidad para convertirse en propiedad exclusiva de unas pocas personas afortunadas?

      Sin embargo, todo esto era necesario para el sostenimiento de aquella Iglesia que estaba a punto de separarse para siempre de aquellos libros que eran una parte integrante de ella misma. Como una madre que se veía obligada a ver como algunos de sus hijos partían para siempre hacia tierras desconocidas.

      Por otra parte la “Legge delle Guarentigie”13, aprobada por el parlamento Italiano el 13 de mayo de 1871 con la toma de Roma, hablaba claro.

      Después de la Breccia di Porta Pia14, los Papas que se habían sucedido en el solio pontificio, hasta Pío X, se habían retirado al Vaticano, y el rey de Italia había anexionado Roma y todos los territorios que habían pertenecido a los Estados Pontificios.

      También sobre las basílicas, conventos y abadías se cernía el mismo peligro, lo mismo que sobre los bienes inmuebles y muebles de la Iglesia que, no tardando, serían requeridos o confiscados por el Reino de Italia. Obviamente estas leyes habían traído consigo la abolición de los diezmos y de todo aquello que era necesario para el sostenimiento del clero y de los bienes que formaban parte todavía de la Santa Sede.

      Ocurrió de esta manera incluso en Villa Mondragone, cuyo singular nombre se debía al hecho de que en ella había residido el Papa Gregorio XIII, cuyo emblema heráldico era un dragón.

      Un edificio que sólo en el año 1865 se había convertido en un convento jesuita para los hijos de las clases sociales más altas. Los orígenes de Villa Mondragone se remontan muchísimos años atrás, en concreto al siglo XVI, cuando el cardenal Marco Sittico Altemps había ordenado su construcción. Pero, la villa podía decirse famosa por un célebre hecho histórico. En el año 1574 allí se había establecido el cardenal Ugo Boncompagni que, convertido en el Papa Gregorio XIII, había residido de forma regular en la villa.

      Y fue justo allí, en el año 1582, que fue promulgada la bula papal Inter Gravissimas con la cual se reformaba el viejo calendario, instituyendo, en su lugar el calendario Gregoriano, que tomaba el nombre del Papa Gregorio.

      Después –observaba con nostalgia el padre Giuseppe Strickland– la Villa había vivido momentos gloriosos, acogiendo en su interior otros papas, como Paolo V, Clemente VIII y Urbano III.

      Ahora, desafortunadamente, la estructura necesitaba con urgencia una restauración después de los graves daños provocados por el terremoto de 1910. Hacía falta dinero, muchísimo dinero.

      El traficante de libros raros, el tal Wilfrid Voynich, había hecho examinar anticipadamente por un representante suyo en Italia, el señor Giorgio Parisi, treinta de estos libros y, a continuación, propuesto una oferta de diez mil quinientas liras a la fundación de la Villa.

      Con aquel dinero –pensaba el padre Giuseppe –Villa Mondragone retornaría a su antiguo esplendor, y el comedor destinado a los hijos internos de las clases más ricas, podría garantizar, al mismo tiempo, una pequeña ayuda para el convento de los padres capuchinos de Orvieto que ofrecía socorro a los pobres y a los desheredados de la zona, donde ejercía de prior el hermano Dolcino Serpiti, un querido compañero de seminario desde hacía ya mucho tiempo, que había hecho los votos junto con él, tantos años atrás.

      La Fortuna había querido que el señor Parisi, antes de ser un empleado

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