Las Páginas Perdidas. Ugo Nasi

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Las Páginas Perdidas - Ugo  Nasi

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meticulosamente la caligrafía, el orden de las frases y de los caracteres, e incluso su diseño.

      La única concesión estética en esta parte del manuscrito estaba en la representación de pequeñas estrellas amarillas o azules ubicadas a la izquierda de las líneas del texto.

      Voynich, mientras lo inspeccionaba, descubrió algo muy extraño. Un minúsculo triángulo de pergamino, diferente a la primera página del manuscrito, estaba todavía unido a él a través del hilo de costura del libro. Como si se tratase de un fragmento de una página inexistente en el volumen.

      “Padre, venid a ver”

      El prior se acercó a él. “Mirad. ¿No os parece que este pequeño triángulo sea el fragmento de un folio preexistente?”

      Un silencio embarazoso cayó en la habitación. Parisi estaba inmóvil con la mirada fija en el prior.

      “Creo que tenéis razón, hijo mío” admitió Strickland. “Como podéis notar, ese pequeño fragmento es de un color distinto al de las otras páginas. Mirad con atención”.

      En efecto, bajo la lupa se podía ver con claridad que aquel fragmento era de un pergamino distinto del utilizado para los 102 folios del manuscrito. Voynich reexaminó aquella circunstancia, después miró de manera interrogativa al fraile.

      “Tiene una explicación muy sencilla, señor Voynich, efectivamente hace algunos años el manuscrito tenía otra primera página. Si me permite un juego de palabras, diría: la primera página de la primera página escrita”.

      “De poca importancia, imagino”.

      “De cualquier forma, la presencia sobre el folio de algunos parásitos muy peligrosos para el estado del volumen, aconsejó a la excelente alma de nuestro venerable padre Matteo –que el Señor lo tenga en su gloria –de ordenar desencuadernar el libro para no provocar un probable contagio al resto de las páginas”.

      Voynich no dijo nada, se limitó a lanzar una mirada penetrante e indagatoria hacia Parisi que parecía que se había convertido en una estatua de cera.

      Después, sin siquiera avisar, se levantó de repente de la silla donde estaba sentado y fue hacia el religioso.

      “Bien, reverendo Padre, podemos ya firmar el contrato de venta de los treinta volúmenes”.

      Dos copias del contrato preliminar de venta habían sido ya redactadas por el abogado italiano.

      Después de la firma, el anticuario polaco dio al prior de Villa Mondragone, en presencia de Parisi y del padre Agostino, una señal como adelanto de cinco mil doscientas cincuenta liras, con una garantía bancaria extendida por el Monte dei Paschi de Siena, que garantizaba una suma igual cuando fuese firmado el contrato definitivo. En este momento, el polaco se convertía, a todos los efectos, en propietario de los treinta volúmenes que habían pertenecido a la Iglesia, de los cuales uno, el más raro y hermoso, permanecía desconocido y sin nombre. Pero esto, al anticuario polaco le daba lo mismo; estaba convencido de haber hecho un negocio muy lucrativo sin que se hubiese dado cuenta el colegio de los jesuitas de Villa Mondragone, en especial aquel ignorante e incapaz padre Giuseppe.

      Este último, aunque con el corazón hecho pedazos por haberse separado de unos volúmenes de gran valor, no sólo histórico, y con un sentimiento de culpa por aquello que había hecho, pidiendo permiso al Padre Eterno, escondía dentro de él una sutil satisfacción por no haber entregado a Wilfrid Voynich, sin que él lo supiese, las catorce páginas secretas.

      En Derecho, para que una transacción legal pueda decirse que es buena, debe suceder que el efecto que se derive de ella deje descontentas a ambas partes.

      Nunca una transacción comercial fue más igualitaria que aquella realizada entre el anticuario y el Prior jesuita. Cada uno creyó haber sido más astuto y perspicaz que el otro.

      IV

      Monteverdi Marittimo, miércoles 22 de octubre de 2015

      Viola había metido en una bolsa de deportes unos pantalones vaqueros, dos camisetas y su maletín de maquillaje. Después de llenar el depósito de su 500 Sport había salido a primera hora de la tarde en aquel su primer día de vacaciones, con tranquilidad, hacia Monteverdi Marittimo, un antiguo y pequeño pueblo medieval de la marisma toscana, en donde tenía una casa de su propiedad.

      Durante el viaje había sintonizado el canal de una conocida cadena radiofónica nacional, de FM, con el objetivo de distraerse un poco mientras escuchaba canciones del último hit-parade.

      De este modo había conseguido liberarse de las preocupaciones concernientes a las investigaciones de la “Operación San Genaro” que la habían absorbido y dejado completamente exhausta.

      Liberada de estos pensamientos había comenzado a evocar antiguos hechos relacionados con ella y su familia; no eran, a decir verdad, recuerdos muy edificantes, sobre todo los más recientes.

      Viola había sido una de las licenciadas más jóvenes en Derecho de la Universidad de Santa Anna de Pisa, una de las más severas y prestigiosas universidades italianas.

      Se había licenciado con 23 años con una tesina sobre Derecho Penal del Trabajo, obteniendo la máxima puntuación. Después había conseguido el doctorado en Criminología y Antropología Criminal, quemando todas las etapas que una joven letrada con muchas esperanzas, aunque con un futuro incierto, debe afrontar en la dura lucha por hacerse sitio en el mundo del Derecho.

      Había desenvuelto con provecho la práctica forense en el estudio legal de su padre, y había superado con brillantez las pruebas de acceso para poder ejercer. Después, debido a su irreductible anticonformismo, había decidido no continuar con la carrera forense, algo que por el contrario deseaba su padre, y se había inscrito a las oposiciones de Magistratura17.

      Incluso en esto había obtenido en todos los exámenes orales y escritos la máxima puntuación y el nombramiento como auditor judiciario; el primer paso para convertirse en fiscal. Terminadas las prácticas judiciales en la sección laboral del Tribunal de Perugia, de manera muy meritoria, había recibido el encargo de actuar temporalmente como Fiscal Sustituto de la República en el Tribunal de Roma.

      ¡Habían sido unos meses gloriosos, llenos de expectativas y proyectos (fundados) para su futuro! Después, llegó la ruina.

      La participación del padre, Cosimo Borroni, y de sus dos socios Lorenzo Putignani y Jean Baptiste Oleaux, titulares de uno de los más famosos estudios legales de Roma, en un intrincado negocio de recepción y ocultación de obras de arte provenientes del Museo de Tarquinia.

      Sucedió que, ironías del destino, fuese justo Viola la encargada, en calidad de Fiscal, del desarrollo de la primera fase de la investigación, cuando todavía la identidad de las personas implicadas en el delito era desconocida. Y justo ella, a consecuencia de un soplo, se había enterado de la participación de su padre, en cuyo automóvil se había descubierto una parte de los objetos robados. Se había quedado de piedra.

      No había podido hacer otra cosa que pedir ser recusada del encargo y ser sustituida por evidente incompatibilidad. El enjuiciamiento de Cosimo Borroni, vistas las pruebas irrefutables de su culpabilidad, había sido conseguido fácilmente por un colega de la joven fiscal, al cual el Fiscal General había confiado el caso. La implicación de los otros dos investigados, Lorenzo Putignani y Jean Baptiste Oleaux, había resultado mínima y su participación

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