Las Páginas Perdidas. Ugo Nasi

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Las Páginas Perdidas - Ugo  Nasi

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capilla de Villa Mondragone.

      Este pequeño hecho afortunado, en verdad una señal de la Divina Providencia, pensó el Padre Giuseppe, lo ayudaría con su plan.

      De los treinta libros objeto de la compra venta, veintinueve serían entregados íntegramente. Pero el trigésimo, aquel manuscrito medieval con un texto incomprensible, enigmático, y sin nombre, no. Esa noche, él mismo lo desencuadernaría y lo volvería a recoser con muchísimo cuidado. Por otra parte, no habría ningún problema dada su experiencia como jefe encuadernador en la Biblioteca Pontificia del Vaticano.

      Del manuscrito extraería las únicas catorce páginas escritas en latín vulgar. Aquellas, y sólo aquellas, las más preciosas y peligrosas, no podían caer en manos de nadie.

      Y mucho menos en las del primer millonario que hubiese adquirido el libro en una de aquellas subastas tan teatrales que estaban de moda en las principales capitales europeas y también en ultramar. Aquellas páginas podían representar la palabra de Dios, pero también un instrumento del Diablo. Todo dependía en que manos fuesen a caer.

      Mejor no arriesgarse y eliminar de raíz un peligro latente.

      Desde el principio el padre Giuseppe había advertido a Giorgio Parisi que el manuscrito se vendería –a primera vista sin cortar15– formado por 102 folios, que conformaban un total de 204 páginas escritas e ilustradas, aunque en origen el número de folios del manuscrito eran 116. Pero aquellas catorce páginas que explicaban como interpretar y leer correctamente las otras 204, no podían, de ninguna manera, atravesar los muros de Villa Mondragone.

      Giorgio Parisi no había puesto ninguna objeción ya que el manuscrito sería encuadernado con un nuevo formato de 102 folios. Además, era el Padre Giuseppe, su confesor, quien se lo pedía, es más se lo imponía. Y si un jesuita, como el venerable prior del convento, le pedía cerrar los ojos ante este hecho ¿quién era él para rechazar la petición proveniente de un representante de la Iglesia tan influyente?

      Así que al señor Voynich le habían dicho que el manuscrito estaba compuesto por 204 páginas y no por 232.

      El marchante había tratado la compra del manuscrito sobre estas indicaciones. Por lo tanto, Parisi no había cometido pecado alguno. Y aunque lo hubiese cometido, se lo había requerido el prior del convento. Por lo tanto tenía buenas razones –no era necesario preguntarse el porqué –que le imponían atender la petición del padre Giuseppe. Además de la extrema y eterna discreción, él había jurado solemnemente, delante del jesuita, que no diría jamás una palabra sobre los folios extraídos.

      Parisi juró por su vida que se llevaría el secreto a la tumba.

      Esa noche, el prior, tranquilizado por el juramento de su parroquiano, se armó de bisturí, aguja e intestino de cerdo16 del siglo XII, proveniente del Codex Arboris miniado que sus hermanos jesuitas habían restaurado hacía poco. Se cerró con llave en su celda para rezar y pedir perdón a Dios por aquello que iba a hacer.

      Cuando se sentó en el escritorio, le vino un último y fugaz cargo de conciencia. ¿Cómo podía creer que tenía el derecho de modificar el diseño divino a voluntad, decidiendo el destino y el futuro del Mundo?

      Si aquellas páginas cayesen en manos malvadas, la Humanidad conocería peligros inimaginables. El reverendo no quería asumir una responsabilidad de esta magnitud.

      Se calmó al pensar que en el transcurso de los siglos que estaban por venir algún otro, probablemente más valiente, o tal vez más inspirado por la Divina Providencia, decidiría si estaba bien o mal divulgar el significado del manuscrito, que por el momento quedaría custodiado allí, en aquel convento.

      Él no quería asumir esta responsabilidad. Como humilde siervo de Dios tenía la misión de proteger a la Humanidad, en la medida de sus posibilidades, contra los peligros del Maligno.

      Alentado por estos pensamientos comenzó a trabajar con mucho cuidado en el volumen, escrito sobre pergamino de cabrito. Cortó con completa seguridad los hilos que unían los 116 folios y extrajo del volumen las 14 páginas que guardó temporalmente en el cajón del escritorio, que enseguida cerró con llave.

      A su debido tiempo –pensó el decano– escogería un escondite más seguro.

      Procuró encuadernar de nuevo el manuscrito, poniendo cuidado en mantener el orden original de las páginas, que se componía de una sección de 66 folios, dedicada a la botánica, de una segunda sección, desde el folio 67 al 73, dedicada a la astrología, de una tercera sección, del folio 75 al 86, dedicada a las figuras femeninas, de una cuarta sección, del folio 87 al 102, dedicada a la farmacología, y de una última sección, la quinta, la más enigmática, donde se encontraba solo una parte del texto del manuscrito, totalmente incomprensible y misterioso, al margen del cual habían sido situadas algunas estrellitas.

      El libro, tal como se presentaba en este momento, sería para siempre un enigma irresoluble.

      A la mañana siguiente, muy temprano, se presentó en el convento Wilfrid Voynich, acompañado por su abogado italiano Giorgio Parisi.

      El padre Anselmo, el vicario del reverendo padre Giuseppe, los hizo esperar en la estancia de audiencias de la biblioteca, compuesta por doce salas, de las cuales al menos seis tenían una superficie aproximada de 100 metros cuadrados con un ancho total de 991 metros cuadrados.

      “Una biblioteca inmensa” explicó el párroco a los dos visitantes.

      “Las paredes de las habitaciones” añadió “alcanzan una altura de 6 metros, todas están amuebladas con estanterías del siglo XVI y contienen más de 25.000 tomos entre antiguos y recientes”.

      Después de una espera de aproximadamente veinte minutos, que Voynich y Parisi pasaron examinando aquel inmenso museo de la sabiduría, fueron recibidos por el padre Giuseppe en su oficina.

      “Amados hijos, me debéis excusar por la espera, pero exigen de mi, que soy un pobre y viejo pecador, incumbencias de tipo administrativo y fiscal en las cuales no soy un experto. Y sin embargo, esta fatigosa comisión, por el bien de Villa Mondragone, me ha sido encargada en calidad de humilde representante de este convento” explicó el prior mientras se levantaba de la silla de detrás del escritorio y se dirigía hacia los dos compradores.

      Voynich –esbelto, elegante, con el rostro delgado, bigotes y pelo entrecano, aproximadamente de unos cincuenta años –saludó con una reverencia, después, demostrando conocer medianamente la lengua italiana, dijo:

      “Eminencia, no podemos sino estarle agradecidos por su hospitalidad y el hecho de haber decidido, imaginamos el precio psicológico, separarse de unos volúmenes tan valiosos y bellos. Puedo asegurarle que los libros no acabarán en malas manos. He ordenado a mis abogados, residentes en la ciudad en donde tendrán lugar las subastas, de insertar en los contratos de compra una cláusula especial que permita, en cualquier momento, a los representantes pontificios acreditados en aquellos lugares, que puedan acceder a los volúmenes para así verificar su estado cuando estén en manos de los nuevos propietarios, hasta la extrema ratio, bajo pena de una penalización económica en su contra, que sería depositada en el Ministerio de Cultura de los países donde se encuentran los libros, en el caso de que fuese descuidada la conservación de los mismos”.

      Se estaba en los albores del derecho privado internacional que ya permitía esta arriesgada aplicación de las leyes. El padre Giuseppe dejó escapar un profundo suspiro y abrazó a Voynich, declarando que esta noticia no podía sino alegrarlo.

      El

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