Las Páginas Perdidas. Ugo Nasi

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Las Páginas Perdidas - Ugo  Nasi

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alguno.

      Sólo Dios podía saber el drama interior que había vivido Viola durante estos malditos días. Cuando había pedido al Fiscal General, Sergio Ansani, que la sustituyese, por un evidente conflicto de intereses, tuvo que entregar también a Giorgio Bassi, capitán de la Guardia di Finanza18, en calidad de Policía Judicial todo el expediente que contenía las pruebas en contra de su padre.

      El golpe psicológico la había dejado deshecha, como si le hubiese estallado una granada entre las manos, y las relaciones entre padre e hija se habían casi interrumpido después del arresto. Cosimo Borroni había sido condenado a tres años y siete meses de reclusión, pero no habiendo sido nunca condenado con anterioridad, había podido disfrutar después del proceso, de la suspensión cautelar de la condena.

      El choque había sido demoledor.

      El hombre se había recobrado, si bien parcialmente, sólo después de una larga terapia a base de antidepresivos.

      Hay quien dice que estos medicamentos conducen a una dependencia que es muy difícil abandonar. La verdad es que Cosimo, quizás a causa de los medicamentos, quizás por el tremendo sufrimiento debido al escándalo, había decidido cambiar radicalmente de vida. Un día, inesperadamente, decidió tomar los hábitos y retirarse a Umbría, al convento de los frailes menores franciscanos de Montesanto, en el ayuntamiento de Todi.

      En aquel lugar de paz y de meditación, la vida monástica, la renuncia a las cosas materiales y mundanas, que constituían parte de su anterior existencia, el profundizar en el estudio de los textos religiosos, habían conducido al hombre a un renacimiento espiritual y moral con el nuevo nombre de hermano Tommaso.

      Viola, mientras conducía, absorta en estas meditaciones, había recordado con dolor la rápida disolución de su familia. Con el padre todavía se hablaba de vez en cuando sólo para hablar de Giada, la hermana de Viola, dos años más joven que ella, que después de un período de desorientación había encontrado un compañero quince años mayor que ella, y se había mudado a Urbino, donde había abierto un salón de belleza en una pequeña casa rural que pertenecía a la madre, Beatrice Della Scala.

      No se veía con Giada desde hacía casi un año. Los únicos contactos que mantenían las dos hermanas eran telefónicos o por medio de esporádicos mensajes de texto con el móvil.

      Pero el dolor más acuciante y la nostalgia de una familia ahora ya disgregada estaba ligada a la madre que, después de la retirada al convento del marido, se había vuelto a casar con Jean Baptiste Oelaux, ex socio, además de un rico terrateniente francés.

      Los dos, después de la boda, se habían retirado al latifundio vitivinícola de Reims.

      Viola lo había soportado todo pero no la decisión de su madre de abandonar al marido en un momento de necesidad y volver a casarse con aquel hombre. No podía perdonarla.

      Eran estas sensaciones físicas las que –todavía después de dos años– le bloqueaban la boca del estómago, dejándola en un estado de larvada impotencia que la empujaba hacia un estado de melancolía. ¿Tendría que haberse empeñado más en ayudar al padre? ¿Haberle advertido de las investigaciones de las que era objeto? Sin embargo, justo había sido su padre el que desde que era una niña le había enseñado las normas de la honestidad y de la rectitud moral.

      Recordando estos hechos todavía ahora no encontraba una razón a esta manera de proceder.

      Absorta en tales pensamientos, la joven no se dio cuenta que había llegado a la meta, después de tres horas de viaje.

      Monteverdi Marittimo era un pueblo medieval de Toscana, incrustado entre las provincias de Siena, Pisa y Livorno, que ahora, al atardecer de una límpida jornada de otoño, se coloreaba con aquellos amarillos cálidos y naranjas que en el pasado habían dominado las paletas cromáticas de célebres pintores.

      En el centro del pueblo estaba su casa. Era de piedra como todas aquellas del centró histórico La casa se encontraba en el denominado “Callejón oscuro19” a causa de la construcción con forma curva que, introduciéndose en la calle Ricasoli, limitaba la iluminación natural del lugar. Un típico callejón medieval, estrecho y en cuesta. Aquel era su refugio secreto, donde se podía retirar a la paz del campo y de los montes, para darse un respiro, alejada del estrés cotidiano.

      Después de haber abierto las ventanas del piso y haber tomado una ducha caliente y revitalizante, Viola se acordó que eran ya las ocho de la tarde. Decidió concederse –como hacía todas las veces que regresaba a Monteverdi –una cena en el “Gallo Rosso”, el único mesón que había en el pueblo.

      Giovanna, la propietaria del negocio, conocía a Viola y cuando la vio entrar le propuso enseguida un suculento menú de carne de jabalí con setas, que la muchacha rechazó para decidirse por un plato de queso y jamón. Un remedio delicioso después de un mes de dieta macrobiótica.

      En el mesón entraron distintas personas, un poco después dos jóvenes extranjeros. Ella, sobre los veinticinco años, de belleza sencilla, con ropa deportiva. Él, de tipo atlético, algún año mayor, de hermoso aspecto y con una característica muy particular en sus ojos. Tenía el iris de distinto color, uno verde y el otro azul. Los dos rubios y de piel clara. Viola se paró un momento a observarlos intentando adivinar la nacionalidad a la que pertenecían. No fue capaz de descubrirla y volvió a sus meditaciones.

      Y allí estaba, cenando sola, delante de una buena botella de vino en medio de mesas llenas de parejas de enamorados.

      No desperdició el tiempo en recordar pensamientos dolorosos sobre la vida que tenía en la actualidad, sobre como había sucedido todo de manera distinta a como había decidido más o menos cinco años antes, mientras estudiaba para convertirse en abogado. En la universidad se había prometido que sí, se convertiría en una afamada abogada romana, pero cultivaría también su vida social, tendría una familia, hijos.

      En cambio la repentina desviación profesional de su vida, desde abogado a letrada del Ministerio Público, y sobre todo el haber tenido que interrumpir de manera brusca su vida sentimental con Guido, un joven abogado civilista de su misma edad y compañero de bufete, con el cual había tenido una larga relación, la alcanzaban ahora en medio de un camino hecho de tristes recuerdos y de nostalgia, en un mesón y cenando sola.

      Nada más triste, se sorprendió pensando, mientras leía con desgana la etiqueta de la botella de vino blanco EST!, EST!, EST!!! que estaba sobre su mesa. Realmente en la botella había dos etiquetas. En la primera se podía leer el nombre del vino, la proveniencia y la denominación de origen. En la otra, en la parte de atrás de la botella, se relataba en cambio la historia de aquel nombre tan inusual. La tradición decía que un noble caballero de origen alemán, quizás un duque, otros decían que un prelado con funciones de obispo, viajó hasta Italia en los primeros años del siglo XI junto al séquito de Enrico V, el futuro emperador del Sacro Romano Imperio, para acompañarlo a Roma a visitar al Papa Pasquale II. Su nombre era Johannes De Fugger, o Defuk, o Deuc. Gran amante del vino, había enviado a un mensajero, su siervo Martino, en avanzadilla para encontrar en los pueblos de Italia cantinas y tabernas que vendiesen vinos de calidad. Cuando este siervo encontraba una, ponía sobre la puerta del local un sello de reconocimiento para el uso exclusivo de su señor, es decir la palabra latina EST (que significa: hay), para indicar que allí, en aquella posada o taberna había encontrado un vino de calidad.

      Muchos EST habían sido escritos, a veces incluso dos EST pero, al llegar al pueblo de Montefiascone, la leyenda decía que el siervo de confianza dejó escrito el famoso dicho: EST! EST! EST!!!, por haber quedado fascinado por la bondad del vino montefiasconese.

      Leyendo

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