Las Páginas Perdidas. Ugo Nasi

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Las Páginas Perdidas - Ugo  Nasi

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libro puesto bajo los cuidados de Voynich fue el Codex Ebneranius, un manuscrito del siglo XII escrito en lengua griega y que contenía la Epistula ad Carpianum y las tablas de Eusebio. El volumen suscitó enseguida el interés del anticuario polaco que, mirando a través de sus gafas de oro, se paró un buen rato mientras admiraba las 426 páginas fabricadas en pergamino que lo componían, pero también su encuadernación en plata incrustada con marfil.

      Al huésped le mostraron después una copia del Commentario letterale, istorico e morale sopra la Regola di San Cutberto, un tomo del año 1530 que había pertenecido a Ana Bolena donde, en la primera página, había algunas notas escritas a mano por la reina inglesa.

      A continuación se pasó al Sant’Agostino Esténse, uno de los manuscritos más bellos y raros de la miniatura Esténse, dedicado a Ercole I d’Este, segundo duque de Ferrara, en el año 1482. El tomo estaba en perfectas condiciones de conservación, compuesto de 384 páginas en pergamino y encuadernado con cuero auténtico repujado.

      La admiración y el entusiasmo de Voynich y de Parisi aumentaron cuando acariciaron con la punta de los dedos los tres volúmenes encuadernados en piel, con folios de pergamino del Graal Rochefoucauld, el primer manuscrito medieval en lengua francesa, donde se contaba extensamente la leyenda del rey Arturo, de los Caballeros de la Tabla Redonda, de Lancelot y del Santo Grial.

      La obra, realizada ente el 1315 y el 1323 por Guy, VII barón de Rochefoucald, contenía 107 ilustraciones que representaban torneos de destreza, torneos entre escuadras de caballeros, batallas, aventuras caballerescas y pruebas de coraje y valor. Veintinueve de los treinta libros fueron valorados, admirados e inspeccionados por el comprador polaco.

      Se llegó al examen del trigésimo libro, aquel que no poseía un título, un nombre.

      La atención de Voynich se hizo más intensa, finalmente se encontraba ante el manuscrito que le había obligado a iniciar aquel largo viaje desde Nueva York.

      El libro era de modestas dimensiones, no más de 15 centímetros de ancho, aproximadamente 22 de largo y unos 4 de grueso.

      Fue el mismo polaco el que, provisto de una lupa, tuvo el honor de abrir las primeras páginas, utilizando guantes de gamuza para no manchar con sus huellas el tejido animal de las hojas.

      La sorpresa y la admiración, mezcladas con la curiosidad que aquella misteriosa obra suscitaba, fueron inmensas. El mismo Parisi, que había tenido la oportunidad en el pasado de darle una ojeada al manuscrito, no pudo frenar un gesto de estupor.

      El texto del manuscrito semejaba, después de un primer examen, indescifrable. La lengua que se había utilizado parecía desconocida e incomprensible.

      Realmente representaba un enigma de lo más inextricable, dado que nada de lo que se encontraba en sus páginas parecía pertenecer a una categoría científica conocida. Extraños símbolos de naturaleza mística o alquímica se unían a representaciones de mujeres, algunas indudablemente embarazadas, inmersas en extrañas bañeras. En particular, había siete figuras femeninas con una sonrisa diabólica que nadaban, o se lavaban, en una especie de piscina de forma octogonal. Pero la fantasía del autor desconocido no conocía límites. Entre las páginas había también ilustraciones de animales jamás vistos por el hombre, símbolos astrológicos, vegetales, flores y hojas desconocidas, redondas o aguzadas, preferentemente de color verde, marrón y amarillo.

      En la primera sección, de las cinco que componían el libro, había plantas –a veces de aspecto carnoso– de las cuales descendían filamentos que culminaban con una cabeza humana.

      En la segunda estaban representadas las estrellas y los símbolos astrológicos. En particular los signos zodiacales de Piscis, Escorpión, Aries y Sagitario.

      También estaba una constelación que, en la época en que presumiblemente se había realizado el Códice ilustrado, fijada en torno al siglo XV, era imposible que fuese aún conocida: la del Cisne. Un misterio dentro del misterio. La ilustración de extrañas hélices que, partiendo del centro, crecían hacía el exterior mientras difundían rayos de luz, incluso esto no tenía una explicación lógica.

      Otras estrellas y planetas, en apariencia conocidos, como la Luna y el Sol, se representaban con rostros humanos.

      La tercera sección era quizás la más misteriosa, incluso se podría decir la más inquietante; en ella había figuras femeninas, algunas de ellas unidas a través de un longuísimo cordón umbilical que en los dibujos parecía un miembro del cuerpo humano con vida propia.

      Como si aquellas mujeres fuesen en realidad una única criatura, dotada de “terminales” con semblante humano. Muchas de ellas, totalmente desnudas, estaban en un evidente estado de gravidez.

      Otras vestían túnicas hasta los tobillos, de color turquesa. Pero su mirada transmitía una particular angustia.

      Voynich, invadido por una extraña turbación, tuvo la sensación de haber ya visto aquellas figuras, en lo más profundo de su mente cuando, años atrás, en las Antillas Holandesas, enfermo de malaria, había sido víctima de una pavorosa alucinación. El padre Strickland, que estaba a su lado, intuyó de alguna manera aquellos sombríos pensamientos.

      Aquellas mujeres poseían algo siniestro, maligno. Parecían la expresión de una pesadilla de la cual se quiere despertar lo antes posible. Y luego la bañera octogonal, donde algunos de estos seres enigmáticos estaban inmersos en un líquido denso y de un azul desvaído y sucio.

      “Reverendo” comenzó a decir Voynich. “¿Me equivoco o el símbolo del octógono, en la época medieval, tenía un significado alegórico?”

      “Así es, hijo mío. El octógono nos trae a la mente el número ocho, antiguamente concebido como el símbolo de la Resurrección. Los Padres de la Iglesia insistían sobre el hecho de que Cristo hubiese resucitado el octavo día de la semana”

      “Ya que el sábado era el séptimo día de la semana judía, el día siguiente era el octavo. Y el octavo día sería entonces el día de la Resurrección”.

      Esta era la explicación oficial que el padre Strickland se había sentido en el deber de suministrar al polaco. A decir verdad aquella forma geométrica de la bañera, representada en el manuscrito, no tenía nada de mística. Al contrario. Si él hubiese querido explicar su parecer con sinceridad, le habría respondido que una representación de ese tipo, en este contexto enigmático, hacía referencia más bien a símbolos paganos, o incluso diabólicos. Había otros dibujos, de color azul, verde o amarillo, que tenían en su interior otras bañeras, unidas entre sí por un extraño sistema de tuberías.

      Incluso estas tenían la forma de un miembro humano o de una probóscide.

      Una página mucho más grande que las otras, plegada en seis partes, dividía la tercera sección de la cuarta. En ella había dibujos de nueve objetos circulares, similares a medallas o monedas, que contenían plantas, estrellas y los enigmáticos tubos que aparecían también en la tercera parte. En la cuarta, por el contrario, aquella dedicada a la alquimia, se habían dibujado alambiques y matraces, junto a otros instrumentos de naturaleza desconocida pero, presumiblemente, aptos para un uso científico. En esta parte del manuscrito se encontraban también esbozos de pequeñas plantas y flores cuya procedencia permanecía en la oscuridad.

      La quinta y última parte estaba compuesta tan solo por texto escrito, con caracteres absolutamente desconocidos. Lo más inquietante era el hecho de que la escritura se hubiera hecho de corrido, sin el menor titubeo o tentativa. Perfectamente alineada, sin ningún desequilibrio a la vista, desde la parte superior

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