Tormento. Benito Pérez Galdós

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Tormento - Benito Pérez Galdós

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Social, que eran pasmo de sus compañeritos. La tal criatura se sentía con bríos parlamentarios, y como Joaquinito Pez no lo iba en zaga, ambos imaginaron ejercitarse en el arte de los discursos, para lo cual instituyeron infantil academia en el cuarto del primero, lo mismo que podrían establecer un nacimiento o un altarito. Pasábanse las horas de la tarde echando peroratas, y mientras el uno hacía de orador, el otro hacía de presidente y de público. Algunas veces concurrían a aquel juego otros amigos, el chico de Cimarra, el de Tellería, y mejor repartidos entonces los papeles, no se daba el caso de que uno mismo tocara la campanilla y aplaudiese.

      Agustín y D. Francisco se acercaron a la puerta y oyeron de la propia boca de Joaquinito estas altisonantes palabras: «Señores, volvamos los ojos a Roma; volvamos a Roma los ojos, señores, ¿y qué veremos? Veremos consagradas por primera vez la propiedad y las libertades personales…».

      «Estos chicos de ahora son el demonio…—dijo el padre sin disimular su gozo—. A los quince años saben más que nosotros cuando llegamos a viejos… Y lo que es este hará carrera. Pez me ha prometido que en cuanto el niño sea licenciado, le dará una placita de la clase de quintos… A poco más que se ejercite hablará mejor que muchos diputados…».

      –A estos condenados muchachos—observó Agustín—, parece que les ha traído al mundo la diosa, el hada o la bruja de las taravillas…

      –Y en la manera de educarles, querido—indicó Bringas frotándose las manos—, no soy de tu parecer. Lo que tantas veces me has dicho de enviarle a una casa de Buenos Aires o de Veracruz con buenas recomendaciones sería malograr su brillante porvenir burocrático y político… Ea, niños,—añadió abriendo la puerta del cuarto—. Se levanta la sesioncita. Venga esa luz…

      Joaquinito, saliendo del cuarto con un rimero de libros debajo del brazo, despidiose de don Francisco, y el primogénito de Bringas entregó la luz a su padre, que se dirigió al despacho. Este tenía una como alcobilla que servía al buen señor de taller y de vestuario. Allí estaban sus herramientas, su lavabo y su ropa.

      «Ven para acá, Agustín»,—decía, luz en mano, marchando con grave paso hacia su cuarto.

      Iluminado de lleno aquel semblante, que pertenecía también a una de las más insignes personalidades del siglo, semejaba mi D. Francisco el faro de la historia derramando claridad sobre los sucesos. Luego que llegaron, puesto el humoso quinqué sobre la mesa, Thiers dijo a su primo:

      «Paquito será un funcionario inteligente, y después… sabe Dios qué. Ahora, lo que más me preocupa es la educación de Isabelita, que dentro de algunos años será una mujer. Es preciso ponerle maestro de piano… de francés. La música y los idiomas son indispensables en la buena sociedad».

      Caballero debía de pensar en las musarañas, porque no respondió cosa alguna.

      En tanto Rosalía tan pronto llamaba a Amparo para que le prestase algún servicio de tocador, como la mandaba a la cocina para que la comida no se retrasase. Por no tener dos cuerpos, atendía difícilmente a cosas tan diversas. La señora, después de arreglarse el pelo, se había restregado muy bien el cuello y los hombros con una toalla mojada, y luego empezó con esmero el aliño de su rostro, que en verdad no necesitaba de mucho arte para ser hermoso.

      «Por Dios, hija, da una vuelta por allá… No, alcánzame antes ese lazo azul… Ve, corre pronto. Ya pueden poner la sopa. Comerás con nosotros; luego acuestas a los chicos y te vas».

      Poco después Prudencia ponía la sopera humeante en la mesa del comedor, y los pequeños daban voces por toda la casa llamando a comer. Ellos fueron los primeros que tomaron asiento, metiendo mucha bulla; vino luego D. Francisco, vestido ya y muy limpio, mas con el chaquetón de casa en vez de levita; siguiole Paquito leyendo un librejo, y por último apareció Rosalía.

      «¡Qué guapa estás, mamá!».

      –Silencio… os voy a dar azotes.

      –Qué blanquita estás, mamá… ¡y qué rebonita!

      Y era verdad. Rosalía, compuesta y emperifollada, no parecía la misma que tan al desgaire veíamos diariamente consagrada al trajín doméstico, a veces cubierta de una inválida bata hecha jirones, a veces calzada con botas viejas de Bringas, casi siempre sin corsé, y el pelo como si la hubiera peinado el gato de la casa. Mas en noches de teatro se trasformaba con un poco de agua, no mucha, con el contenido de los botecillos de su tocador y con las galas y adornos que sabía poner artísticamente sobre su agraciada persona. Tenía en tales casos más blanco el cutis, los ojos con cierta languidez, y lucía su bonito cuello carnoso. Fuertemente oprimida dentro de un buen corsé, su cuerpo, ordinariamente flácido y de formas caídas, se trasfiguraba también, adquiriendo una tiesura de figurín que era su tormento por unas cuantas horas, pero tormento delicioso, si es permitido decirlo así. Presentose en el comedor con su peinador parecido a sobrepelliz, y no le faltaba más que el vestido de color de caramelo para igualar a una duquesa.

      «¿Llegaremos tarde?»…—dijo, haciendo atropelladamente las cortas raciones de sus hijos y de Amparo.

      –Creo que estaremos allí a la mitad del primer acto. Echan Dar tiempo al tiempo.

      –De Pipaón de la Barca… digo, de Calderón. ¡Cómo tengo la cabeza! A prisa, a prisa, comer a prisa… ¿Y Agustín?

      –Se fue… Estábamos hablando de poner maestro de piano a la niña, cuando de repente, sin mirarme, dice: «Yo le compraré el piano a tu hija y le pagaré el maestro», y sin darme las buenas noches salió como una saeta. Yo creo que Agustín no tiene la cabeza buena.

      La comida era escasa, mal hecha, y el comer presuroso y sin amenidad. Antes de concluir, Rosalía se levantó de la mesa para darse la última mano, y tras ella corrió Amparo, que casi casi no había comido nada. Se miraba y se remiraba la dama en el espejo de su tocador, manejando con nerviosa presteza la borla de los polvos. Luego se puso el vestido, y concluida esta difícil operación, siempre quedaba un epílogo de alfileres y lazos que no tenía fin.

      «Ahora—dijo a Amparo—, acuestas a los niños y te vas a tu casa. No se te haga tarde… ¡Ah! Mañana me traes dos manojos de trencilla encarnada y no te olvides del cold-cream de casa de Tresviña… Te traes también cuatro cuartos de raíz de lirio, y luego te pasas por la pollería y me compras media docena de huevos… Vaya, no más».

      Los chicos seguían enredando en el comedor.

      «¿Qué ruido es ese? Paco, diles que si voy allá… A ver; el abrigo, los guantes, el abanico. Bringas, ¿te has arreglado?».

      –Ya estoy pronto—dijo el padre de familia, que se acababa de enfundar en un gabán color de café con leche… ¿Será cosa de llevar paraguas? Lo llevaremos por si acaso.

      –Vamos, vamos… ¡qué tarde es!… ¿Se olvida algo?

      Y desde la puerta volvía presurosa.

      «¡Jesús!, ya me dejaba los gemelos… Vamos… Abur, abur…».

      VII

      Iban a pie, porque los gastos de coche habrían desequilibrado el rigurosísimo presupuesto de D. Francisco, que a su cachazudo método debía la ventaja de atender a tantas cosas con su sueldo de veinte mil reales. En el teatro pasaba Rosalía momentos muy felices, gozando, más que en la función, en ver quién entraba en los palcos y quién salía de ellos, si había mucha o poca concurrencia, si estaban las de A o las de B y qué vestidos y adornos llevaban, si la marquesa o la condesa habían cambiado de turno. En los entreactos leía Bringas la Correspondencia, luego

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