Tormento. Benito Pérez Galdós
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A Rosalía le gustaba, sobre todas las cosas, figurar, verse entre personas tituladas o notables por su posición política y riqueza aparente o real; ir a donde hubiera bulla, animación, trato falaz y cortesano, alardes de bienestar, aunque, como en el caso suyo, estos alardes fueran esforzados disimulos de la vergonzante miseria de nuestras clases burocráticas. Era hermosa, y le gustaba ser admirada. Era honrada, y le gustaba que esto también se supiera.
Merece ser notado el heroísmo de los Bringas para presentarse en la sociedad de los teatros con aquel viso de posición social y aquel aire de contento, como personas que no están en el mundo más que para divertirse. Todo el sueldo del oficial segundo de la Comisaría de los Santos Lugares no habría bastado a aquel derroche de butacas, si estas se hubieran comprado en el despacho. Sobre que D. Francisco era hombre de probidad intachable, la índole de su destino no le habría permitido manipularse un sobresueldo, como es fama que hacían los Peces otros funcionarios de la casta ictiológica. No, los Bringas iban al teatro, digámoslo clarito, de limosna. Aquellos esclavos de la áurea miseria no se permitían tales lujos sino cuando esta o la otra amiga de Rosalía les mandaba las butacas de turno, porque no podía ir aquella noche; cuando el Sr. de Pez o cualquier otro empleado pisciforme les cedía el palquito principal. Pero eran tantas y tan buenas las relaciones de la venturosa familia, que los obsequios se repetían muy a menudo. Luego la liberalidad del primo Caballero aumentó estos zarandeos teatrales.
El desnivel chocante que se observa hoy entre las apariencias fastuosas de muchas familias y su presupuesto oficial, emana quizás de un sistema económico menos inocente que la maña y el arte ahorrativo del angélico Thiers y que la habilidad de Rosalía para explotar sus relaciones. Hoy el parasitismo tiene otro carácter y causas más dañadas y vergonzosas. Existen todavía ejemplos como el de Bringas, pero son los menos. No se trate de probar que la mucha economía y un poco de adulación hacen tales prodigios, porque nadie lo creerá. Cuando algún extranjero, desconocedor de nuestras costumbres públicas y privadas, admira en los teatros a tantas personas que revelan en su cara desdeñosa una gran posición, a tantas damas lujosamente adornadas; cuando oye decir que a la mayor parte de estas familias no se les conoce más renta que un triste y deslucido sueldo, queda sentado un principio económico de nuestra exclusiva pertenencia, al cual seguramente se le ha de aplicar pronto una voz puramente española, como el vocablo pronunciamiento, que está dando la vuelta al mundo y anda ya por los antípodas.
Esto no va con los pobres y menguados Bringas, que por no bajar un ápice de la línea social en que estaban, sabían imponerse sacrificios domésticos muy dolorosos. En el verano del 65, recién abierto el ferrocarril del Norte, la familia no consideró decoroso dejar de ir a San Sebastián. Para esto D. Francisco suprimió el principio en las comidas durante tres meses, y el viaje se realizó en Agosto, por supuesto consiguiendo billetes gratuitos. Por no poder sostener dos criadas, el santo varón se embetunaba todas las mañanas sus propias botas, y aun es fama que se atrevió a componerlas alguna vez, demostrando así su prurito económico como su saber en toda clase de artes. Rosalía barría y arreglaba su cuarto. Cuando Amparo dio en ir a la casa, esta la peinaba, y antes la propia señora se arreglaba el cabello, pues Bringas declaró guerra a muerte a los gastos de peinadora. Las comidas eran por lo general de una escasez calagurritana, por cuyo motivo estaban los chicos tan pálidos y desmedrados. D. Francisco era hombre que si veía en la calle un tapón de corcho o un clavo en buen estado, se bajaba a cogerlo, si iba solo. Las hojas blancas de las cartas que recibía servíanle las más de las veces para escribir las suyas. Tenía un cajón que era la sucursal del Rastro, y no había cosa vieja y útil que allí no se encontrara. No estaba suscrito a ningún periódico, ni en su vida había comprado un libro, pues cuando Rosalía quería leer alguna novela, no faltaba quien se la prestase. Y la misma escuela económica era tan bien aplicada al tiempo, que a Bringas nunca le faltaba el necesario para cepillar su ropa y quitarle el lodo a los pantalones. Cuando Prudencia estaba muy afanada con la comida y el lavado de la ropa, el jefe de familia, acudiendo a la cocina en mangas de camisa, no se desdeñaba de aviar las luces de petróleo o de hacer la ensalada; y en días de limpieza, él mismo ponía las cenefas de papel picado en la cocina. Saca a relucir indiscretamente estas cosillas el narrador para que se vea que si aquella pareja sabía explotar a la sociedad, no dejaba de hacerse merecedora, por su arreglo sublime, de las gangas que disfrutaba.
VIII
Tres noches después, el primo repitió el obsequio de las butacas; pero Rosalía vaciló en aceptarlas, porque al pequeñuelo le había entrado una tos muy fuerte y parecía tener algo de fiebre. A todo el que a la casa llegaba, decía la señora: «¿Qué le parece a usted, tendrá destemplanza?». Y a su marido le preguntaba sin cesar: «¿Qué hacemos, vamos o no al teatro?». El amor a las pompas mundanas no excluía en la descendiente de los Pipaones el sentimiento materno, por lo cual, después de muchas dudas, resolvió no salir aquella noche. Pero después de las seis estaba el chiquitín tan despejado que ganó terreno la opinión contraria, y con ingeniosas razones Rosalía la hizo prevalecer al fin.
«Bien, iremos, aunque no tengo ganas de salir de casa—dijo, preparando sus atavíos—. Pero tú, Amparo, te quedas aquí esta noche. No me fío de Calamidad. Quedándote tú, voy tranquila. Se te arreglará tu cama en el sofá del comedor, donde dormirás muy ricamente como aquellas noches, ¿te acuerdas?… cuando Isabelita estuvo con anginas. Fíjate bien en lo que te digo. Le das el jarabe antes de que se duerma y si despierta, otra cucharadita».
No dejemos pasar, ya que se habla de medicinas, un detalle de bastante valor que puede añadirse a los innúmeros ejemplos de la sabiduría vividora de los Bringas. Aquella feliz familia traía gratis los medicamentos de la botica de Palacio, por gracia de la inagotable munificencia de la Reina. Sin más gasto que un bien cebado pavo por Navidad, les visitaba en sus indisposiciones uno de los médicos asalariados de la servidumbre de la casa Real.
Los chicos se durmieron después de mucha bulla y jarana, y a las nueve y media de la noche todo era silencio y paz en la casa. Cansada del trabajo de aquel día, sentose Amparo junto a la mesa del comedor, donde había quedado la lámpara encendida, y se entretuvo en hojear un voluminoso libro. Era la Biblia, edición de Gaspar y Roig, con láminas. Habíala regalado a nuestro D. Francisco un amigo que se fue a Cuba, y constituía, con el Diccionario de Madoz, toda la riqueza bibliográfica de la casa, fuera de los libros de Paquito el orador. Más atendía a las láminas que al texto la fatigada joven; pasaba hojas y más hojas con perezoso movimiento, y así trascurrió algún tiempo hasta que la campanilla de la puerta anunció una visita… Amparo pensaba quién pudiera ser, cuando se presentó Caballero dándole las buenas noches en tono muy afectuoso.
«¿Fueron al teatro?—preguntó con sorpresa sentida o estudiada, que esto no se puede saber bien—. Esta tarde les vi inclinados a no ir. Por eso he venido. ¿Y el nene?».
–Sigue bien; no tiene nada… Me he quedado aquí para que Rosalía pudiera salir tranquila.
–Más vale así. Pues señor…—murmuró Agustín, dejando capa y sombrero—. Este comedor está abrigadito. ¿Qué lee usted?
Amparo alargó sonriendo el libro.
–¡Ah!… buena cosa… Yo tengo una edición mejor… ¿A ver esa lámina? Un ángel entre dos columnas rodeado de luz… ¿Qué dice? Y he aquí un varón cuyo aspecto era como el de un bronce. Bien, eso está bien.
La fisonomía del salvaje era poco accesible generalmente a las interpretaciones del observador; pero el observador en aquel caso y momento se podía haber arriesgado a