Tormento. Benito Pérez Galdós

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Tormento - Benito Pérez Galdós

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calzados los pies de zapatillas bordadas, andaba a saltos, colgándose del brazo de Agustín. El pequeño, fajado en una especie de carrik que le arrastraba, con la cara mocosa y enrojecida por el frío, andaba como un viejo, haciéndose el cojo y el jorobado. Pero de repente daba unos brincos tales y tan fuertes estirones al brazo de su tío, que este no podía menos de quejarse.

      «Juicio, muchachos, juicio».

      Un momento después cada uno de los Bringas del porvenir atacaba con furia un pedazo de pan seco. Caballero se sentó en una silla junto a la mesa del comedor, y les miraba embelesado, considerando y envidiando aquel soberano apetito, aquella alegría que rebosaba de ellos como del tazón de una fuente el agua henchida y rumorosa. Alfonsito, que había ido el domingo anterior con su tío al Circo de Price, dedicaba todas las horas libres a hacer volatines. Sintiéndose con furiosas ganas de ser clown, quería imitar los lucidos ejercicios que había visto. Sin quitarse el carrik que le ahogaba, hacía difíciles cabriolas en los respaldos de las sillas.

      «Niño, que te caes… Este pillo se va a matar el mejor día… Como le vuelvas a llevar al Circo, verás»—decía su madre, corriendo tras él.

      Isabelita, sentada sobre las piernas de su tío, y cogiendo el pan con la mano izquierda, enseñábale con la derecha un sobado librejo, donde tenía varias calcomanías.

      La Pipaón de la Barca, luego que le quitó el abrigo a Alfonsito y los calzones y los zapatos, para que no destrozara la ropa con su endiablado furor acrobático, volvió a donde estaban su hija y el primo.

      «¿Quieres tomar alguna cosa, Agustín? ¿Quieres una copita de manzanilla?… Es de la misma que nos has regalado. Así es que de lo tuyo bebes».

      –Gracias, no tomo nada.

      –Supongo que no lo harás de corto…

      Desde el otro lado de la mesa, la dama contempló largo rato en silencio el bonito grupo que hacían el salvaje y la niña, y fue acometida de un pensamiento muy suyo, muy propio de las circunstancias y que se había hecho consuetudinario y como elemental en ella. Era un desconsuelo que se había constituido en atormentador y en perseguidor de la buena señora, y como tal se le ponía delante muchas veces al día. Helo aquí:

      «Si yo tuviera poder para quitarle al primo diez años y ponérselos a mi niña… ¡qué boda, Santo Dios, qué boda y qué partido! Ya lo arreglaría yo por encima de todo, y domaría al cafre, que, bajo su corteza, esconde el mejor corazón que hay en el mundo. ¡Ay!, Isabelita, niña mía lo que te pierdes por no haber nacido antes… ¡Y tú tan inocente sobre esas salvajes rodillas sin comprender tu desgracia!… ¡tan inocente sobre ese monte de oro, sin darte cuenta de lo que pierdes!… ¡Oh!, si hubieras nacido a los nueve meses de haberme casado yo con Bringas, ya tendrías diez y seis años. ¡Pobre hija mía, ya es tarde! Cuando tú seas casadera, el pobre Agustín estará hecho un arco… ¡Qué cosas hace Dios! Ay, Bringas, Bringas… ¡por qué no nació nuestra hija en el Otoño del 51!… ¡Una renta de veinte, treinta mil duritos!… me mareo… lo bastante para ser una de las primeras casas de Madrid… Y ahora, ¿a dónde irán a parar los dinerales de este pedazo de bárbaro?…».

      Era tan enérgico, tan vivo este pensamiento, que la ambiciosa dama le veía fuera de sí misma cual si tomase forma y consistencia corpóreas. La tarde caía, el comedor estaba oscuro. El pensamiento revoloteaba por lo alto de la sombría pieza, chocando en las paredes y en el techo, como un murciélago aturdido que no sabe encontrar la salida. La de Pipaón, a causa de la creciente oscuridad, no veía ya el grupo. Oía tan sólo los besos que daba Caballero a la niña, y las risas y chillidos de esta cuando el salvaje le mordía ligeramente el cuello y las mejillas.

      Otro pensamiento distinto del antes expuesto, aunque algo pariente de él, surgía en ocasiones del cerebro de la esposa de Bringas, sin darse a conocer al exterior más que por ligerísimo fruncimiento de cejas y por la indispensable hinchazón de las ventanillas de la nariz. Este pensamiento estaba tan agazapado en la última y más recóndita célula del cerebro, que la misma Rosalía apenas se daba cuenta de él claramente. Helo, aquí, sacado con la punta de un escalpelo más fino que otro pensamiento, como se podría sacar un grano de arena de un lagrimal con el poder quirúrgico de una mirada:

      «Si por disposición del Señor Omnipotente, Bringas llegase a faltar… y sólo de pensarlo me horripilo, porque es mi esposo querido… pero supongamos que Dios quisiese llamar a sí a este ángel… Yo lo sentiría mucho; tendría una pena tan grande, tan grande, que no hay palabras con que decirlo… Pero al año y medio o a los dos años, me casaría con este animal… Yo le desbastaría, yo lo afinaría, y así mis hijos, los hijos de Bringas, tendrían una gran posición y creo, sí… lo digo con fe y sinceridad, creo que su padre me bendeciría desde el Cielo».

      «Luz, luz»,—dijo a este punto una fuerte voz.

      Era Bringas que volvía de su paseo vespertino. Todas las tardes, al salir de la oficina, iba al Ministerio de Hacienda, donde se le reunían don Ramón Pez y el oficial mayor del Tesoro. Los tres daban la vuelta de la Castellana o del Retiro y regresaban a sus respectivos domicilios al punto de las seis o seis y media.

      «Hola… ¿estás aquí?»—preguntó D. Francisco tropezando con Caballero.

      –¿Sabes que vamos al teatro esta noche? Agustín nos ha traído butacas.

      –Lo siento—manifestó Bringas—; pensaba trabajar esta noche… ¡Ah!, gracias a Dios que traen luz… Mira, mirad qué bisagras tan bonitas he comprado para componer la arqueta de la marquesa de Tellería. Quedará como nueva… Pero oye tú; si vamos al teatro, hay que comer temprano. Hija, son las siete menos cuarto.

      Rosalía, atenta a activar la comida, fue en busca de Amparo, y con aquel cariño que se desbordaba en ella siempre que se disponía a engalanarse para ir de fiesta, le dijo:

      «Hijita, no trabajes más… Pon esta luz en mi tocador, que voy a empezar a arreglarme, y date una vuelta por la cocina a ver si esa calamidad de Prudencia ha hecho la comida… Lo mejor es que pongas tú la mesa… ¿Qué vestido crees que debo llevar?».

      –Lleve usted el de color de caramelo.

      –Eso es, el de color de caramelo.

      Amparo pasó a la cocina.

      «Luz a mi cuarto»—repitió Bringas.

      El señorito, que estaba en su cuarto estudiando con Joaquinito Pez, pidió también luz. Porque su aplicado hijo no se quedase oscuras, D. Francisco renunció a alumbrar su cuarto, y con paternal abnegación dijo así:

      «Yo me vestiré a oscuras… Agustín, ¿por qué no te quedas a comer con nosotros? Comeremos más y comeremos menos».

      Rosalía, que en aquel momento pasaba con un gran jarro para ir a la cocina en busca de agua, dio un disimulado golpe en el brazo de su marido. Bien entendió Bringas aquel mudo lenguaje que quería decir «no convides hoy, hombre».

      «Señores—dijo Amparo sonriendo—, apartarse. Voy a poner la mesa».

      Y mientras extendía el mantel, Caballero, mirándola, contestaba maquinalmente:

      «Hoy no puedo. Me quedaré otro día».

      En esto llegaba al comedor un rumorcillo oratorio, procedente del inmediato cuarto en que encerrados estaban el estudioso hijo de Bringas y el no menos despierto niño de Pez. Ambos habían principiado la carrera de Leyes, y se adestraban en el pugilato de la palabra, espoleados desde tan temprana edad por la ambicioncilla puramente española de ser notabilidades en el Foro

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