Tormento. Benito Pérez Galdós
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V
Como no tuviera quehaceres de consideración, o algún trabajo extraordinario bien retribuido, lo que sucedía muy contadas veces, Amparo no dejaba de acudir ningún día al principal de la Costanilla de los Ángeles. Allí la vemos puntual, siempre la misma, de humor y genio inalterables, grave sin tocar en el desabrimiento, callada, sufrida, imagen viva de la paciencia, si esta, como parece, es una imagen hermosa; trabajadora, dispuesta a todo, ahorrativa de palabras hasta la avaricia, ligeramente risueña si Rosalía estaba alegre, sumergida en profundísima tristeza si la señora manifestaba pesadumbre o enojo.
Oigamos la cantinela de todos los días:
«Amparo, ¿has traído la seda verde? ¿No? Pues deja la costura y ponte el manto: ahora mismo vas por ella. Pásate por la droguería y trae unas hojas de sanguinaria. ¡Ah!, se me olvidaba; tráeme dos tapaderas de a cuarto… ¿Ya estás de regreso? Bien: dame la vuelta de la peseta. Ahora date un paseo por la cocina, a ver qué hace Prudencia. Si está muy afanada, ayúdale a lavar la ropa. Después vienes a concluirme este cuello».
Y llena de espíritu de protección, se remontaba otras veces a las alturas del patriarcalismo, como un globo henchido de gas se eleva al empíreo, y decía en tono muy cordial:
«Amparo, a la sombra nuestra puedes encontrar, si te portas bien, una regular posición, porque tenemos buenas relaciones y… ¡Ah!… ¿no sabes lo que se me ocurre en este momento? Una idea felicísima. Pues sencillamente que debías meterte monja. Con tu carácter y tus pocas ganas de tener novios, tú no te has de casar, y sobre todo, no te has de casar bien. Con que piénsalo; mira que te conviene. Yo haré por conseguirte el dote. Creo que si se le habla a Su Majestad, ella te lo dará. Es tan caritativa, que si estuviera en su mano, todo el dinero de la nación (que no es mucho, no creas), lo emplearía en limosnas».
Y otro día es fama que dijo:
«Oye, tú… se me ha ocurrido otra idea feliz… Hoy estoy de vena. Si te decides por el monjío, me parece que no necesitamos molestar a La Señora, que hartas pretensiones y memoriales de necesitados recibe cada día, y la pobrecita se aflige por no poder atender a todos. ¿Sabes quién te puede dar el dote? ¿No se te ocurre? ¿No caes?… El primo Agustín, que está siempre discurriendo en qué emplear los dinerales que ha traído de América. Yo se lo he de decir con maña a ver qué tal lo toma. Es la flor y nata de los hombres buenos; pero como tiene esas rarezas, hay que saberle tratar. Siendo, como es, tan dadivoso, no se le puede pedir nada a derechas. Es desconfiado como todos los huraños, y a lo mejor te sale con unas candideces que parece una criatura. Hay que saberla tratar, hay que ser, como yo, buena templadora de gaitas para sacar partido de él… Ya ves, ayer me regaló un magnífico sombrero… Todo porque me vio afanadísima arreglando el viejo y me oyó renegar de mis pocos recursos… Como tú ayudes, tendrás la dote… Me parece que es él quien llama… Hoy quedó en traerme billetes para el Príncipe… Y esa calamidad de Prudencia no oye… ¡Prudencia!… Tendrás que salir tú… No, ya va a abrir esa acémila… Es él… ¿No lo dije? Buenos días, Agustín; pasa, da la vuelta por allí. Da un puntapié a la cesta de la ropa. Ahora una bofetada a la puerta. Aproxima el baúl vacío. Aparta ese mantón que está sobre la silla. No te quites el sombrero, que aquí no hace calor».
Esto pasaba en el cuartito de la costura, el cual era además guardarropa de Rosalía y estaba lleno de armarios y perchas, con cortinas de percal que defendían del polvo los montones de faldas y vestidos. Baúles enormes ocupaban el resto, dejando tan poco sitio para las personas, que estas, al entrar y al salir, tenían que buscarse un itinerario y muchas veces no lo encontraban.
«¿Y qué es de tu vida?—le pregunto Rosalía—. ¿Has dado ya tu paseo a caballo?… Mira, ponte bien la corbata, que al paso que lleva, el lazo llegará pronto al cogote… ¡Ay, qué desgarbado eres! Si te dejases gobernar, qué pronto serías otro. Tú mismo no te habías de conocer».
–Ya estoy viejo para reformas—replicó Caballero sonriendo—. Déjame como soy. ¿Está bien así la corbata? Vaya unos melindres. Pásmate de lo que te digo: he vivido quince años sin ver un espejo, o lo que es lo mismo, sin verme la fisonomía y sin saber cómo soy.
–¡Jesús!, qué hombre… Y un día por fin te miraste y dijiste, como el de Caspe: «Otra que Dios, yo conozco esa cara…». ¿Oyes, Amparo?
Las dos se reían.
Agustín Caballero no era ya mozo; pero sin duda el cansancio y los afanes de una penosa vida tenían más parte que los años en la decadencia física que expresaba su rostro. En su barba negra brillaban hilos de plata distribuidos desigualmente, pues debajo de las sienes dominaban las canas casi por entero, mientras el bigote y todo lo que caía bajo el labio inferior era negro. El pelo, cortado a punta de tijera, ofrecía también caprichoso reparto de aquellos infalibles signos del cansancio vital: en los temporales escarcha, en lo demás intensa negrura ligeramente salpicada de rayitas argénteas. El color de su rostro era malísimo, color de América, tinte de fiebre y fatiga en las ardientes humedades del golfo mejicano, la marca o insignia del apostolado colonizador que, con la vida y la salud de tantos nobles obreros, está labrando las potentes civilizaciones futuras del mundo hispano-americano.
Siempre vi en Caballero una vigorosa constitución física, medio vencida en ásperas luchas con la Naturaleza y los hombres, una fuerte salud gastada en mil pruebas, una hermosura tostada al sol. Aquella cabeza y aquel cuerpo bien cuidados por peluqueros y sastres, habrían sido algo más que medianamente hermosos. Pero el retraimiento social y un trabajo de Hércules quitaron para siempre a una y otro toda fineza y elegancia, y hasta la posibilidad de adquirirlas. Por esto Caballero, con muy buen sentido, había comprendido que era peor afectar lo que no tenía que presentarse tal cual era a las vulgares apreciaciones de la afeminada sociedad en que vivía. En verdad aquel hombre, que había prestado a la civilización de América servicios positivos si no brillantes, era tosco y desmañado, y parecía muy fuera de lugar en una capital burocrática donde hay personas que han hecho brillantes carreras por saberse hacer el lazo de la corbata. No es esta la primera vez que trasplantado aquí el yankee rudo, ha tenido que huir aburridísimo y sin ganas de volver más. Caballero permaneció más tiempo que otros, y desafiaba lo que podríamos llamar su impopularidad. Había hecho sonreír con trivial malicia a muchas personas; era torpe para saludar o incapaz de sostener una conversación sobre motivos ligeros y agradables. En medio de las expansiones de alegría se mantenía seriote y taciturno. Si no ignoraba las fórmulas elementales del vivir social, era lego en otras muchas de segundo orden, que son producto del refinamiento de costumbres y de las continuas innovaciones suntuarias.
Su despreocupación no era tanta que le permitiese mirar con indiferencia la ridiculez que caía sobre él en ocasiones, y para evitarla, atento a su dignidad, que en mucho estimaba, huía del trato de las personas bulliciosas. Hacía vida muy retirada, y no sostenía relaciones constantes más que con sus primos los Bringas y con dos o tres amigos del comercio y banca de Madrid, a quienes conoceremos más adelante.
En Octubre de aquel año, cansado Agustín de la tediosa vida que en Madrid hacía, marchó a Burdeos, donde tenía algunos negocios. Pero inopinadamente volvió sin explicar el motivo de su pronto regreso. Tan sólo dijo a Bringas: «Allí me aburría más. Pero pienso volver si Dios me da vida y me sale un proyecto que tengo».
Cuando Rosalía con vivas instancias le retenía en su casa después de comer, y casi por fuerza le introducía en la modesta tertulia de su sala, se pasaba toda la noche en un rincón, más callado que si estuviera en misa, o bien aguantando la verbosidad de algún señor mayor o señora entrada en años, de las que hablan a borbotones. Respecto a su fortuna, nadie sabía la verdad. Quien la suponía colosal, quien regularcita