Tormento. Benito Pérez Galdós

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Tormento - Benito Pérez Galdós

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del cortesano, resistía tan valerosamente que los sitiadores levantaban el asedio sin ganas de volverlo a poner. No hay que decir que se le dispensaba mucho por la idea que todos tenían de su desmedida riqueza y de su noble y elevado carácter. Verdaderamente si él hubiera querido ceder a tantas asechanzas amables, sus rudezas habrían pasado como donaires y su sequedad por la más cumplida elegancia.

      «Puedes fumar si quieres—le dijo Rosalía—. Ni a Amparo ni a mí nos molesta el humo del cigarro. Repítenos eso del espejo para que nos riamos otro poco. ¡Quince años sin verte la cara!».

      –Es cierto… Y durante dos años y medio, estuvimos un amigo y yo en un monte de la Sierra Madre sin tener el disgusto de ver lo que llamamos una persona.

      –Eso no necesitas jurarlo para que lo crea. Bien se te conoce. Y cuando llegaste a ver un ser humano echaste a correr, ¿verdad? Esas mañas te han quedado, primo. La otra tarde, cuando estabas en la sala y entraron las de Pez, pegaste un brinco, y te faltaba tierra por donde huir. Yo creí que te tirabas por el balcón. ¿Por qué eres así, por qué tienes miedo a la gente? Haces mal, muy mal. Sin duda crees que no gustas, que se ríen de ti. ¡Ay, bobo, no, no! Todos te respetan y te alaban. Yo sé que no eres desagradable ni mucho menos. Gustas, chico, gustas, yo te lo digo. Eres simpático a muchas que yo me sé, y si tú no fueras tan encogido…

      –No me fío, no me fío—murmuró Caballero, como quien sigue una broma.

      –¡Qué timidez la tuya! Cuidado que con cuarenta y cinco años… ¿Me equivoco en la cuenta?

      –Por ahí…

      –Con cuarenta y cinco años no saber… no gustar de los placeres de la sociedad…

      –Cada hombre—manifestó Agustín—es hechura de su propia vida. El hombre nace, y la Naturaleza y la vida le hacen. El mismo derecho que tiene esta sociedad para decirme «¿por qué no eres igual a mí?» tengo yo para decirle a ella «¿por qué no eres como yo?». A mí me han hecho como soy el trabajo, la soledad, la fiebre, la constancia, los descalabros, el miedo y el arrojo, el caballo y el libro mayor, la sierra de Monterrey, el río del Norte y la pútrida costa de Matamoros… ¡Ay! Cuando se ha endurecido el carácter, como los huesos, cuando a uno se le ha pintado su historia en la cara, es imposible volver atrás. Yo soy así; la verdad, no tengo maldita gana de ser de otra manera.

      –Ya comprendo, sí… Pero no se te pide que hagas el pollo; lo que se te pide es…

      Rosalía, que con grandísimo contento se metía en las honduras de este tema sabroso, por la autoridad y tino que en él sabía revelar, interrumpía con no menor disgusto a cada momento sus observaciones para atender a asuntos domésticos. No pasaban cinco minutos sin que entrase Prudencia con un recado tan enojoso como importante: «Señora, el mielero».

      –Que hoy no tomo.

      –Señora, el del arrope… Señora, el carbonero… Señora, el panadero. ¿Cuánto tomo?… Señora, haga el favor de sacar la sopa… Señora, el vinatero… Señora, un recado de las señoras de Pez preguntando si va usted al teatro esta noche… Señora, jabón… Señora, ¿voy por mineral?

      Y la atormentada dama contestaba sin confundirse, y tenía que salir y entrar, y sacar cuartos, y dar órdenes, y pasar a la despensa, y dale y vuelve, y otra vez, y torna y vira… Pero no soltaba en medio del laberinto casero el hilo de su tema, y en un respiro siguió de este modo:

      «Lo que se te pide es que seas amable, atento… y no eches a correr cuando entran visitas…».

      –Basta, prima…—dijo Caballero, fatigado ya del sermón—. Hablemos de otra cosa. Aquí tienes las butacas para la función de esta noche en el Príncipe.

      –¡Oh!, gracias… Eso sí, a obsequioso no te gana nadie. ¿Pero qué?… ¿has traído tres?… ¿vas tú?

      –Yo no pienso… La tercera es para que vaya también…

      –Hizo un gesto mostrando a Amparo, pues su timidez era tal que a veces no se atrevía a nombrar a las personas que tenía delante.

      «¿Esta?… Por los clavos de Cristo, Agustín. Si ella no va, ni quiere, ni le gusta, ni puede»—manifestó Rosalía, dando a las ventanillas de su nariz toda la dilatación posible.

      La idea sola de presentarse en el teatro con la chica de Sánchez, cuyo humilde guardarropa era incompatible con toda exhibición mundana, ponía a la señora de Bringas en un estado de vivísima irritación. Ni comprendía que a su primo se le ocurriera tal dislate. Bastaba esta salida de tono, si no hubiera otras, para que Caballero mereciera la borla de doctor en ignorancia social.

      Amparo se reía sin decir nada, mirando a Caballero con indulgente desaprobación, como se mira a un niño, merecedor por su buena índole de que se le perdonen las tonterías propias de la edad.

      «Pues a oportuno no te gana nadie—dijo la Pipaón ensañándose un poco con su primo—. Buena cosa le propones a esta. La ofendes… sin malicia se entiende… le das una puñalada proponiéndole ir al teatro. ¿De qué crees que hablábamos las dos ahora, y no sólo ahora sino otras veces? ¿Cuál es la afición, el deseo de esta infeliz? ¿No sabes? Tú qué has de saber si siempre estás en Babia. No tienes penetración. Otro cualquiera habría comprendido que Amparo está demente por hacerse monja… Eso se cae de su peso, porque verdaderamente, no puede, no debe, no está en circunstancias de aspirar… Si no hablamos en casa de otra cosa…».

      –Poco a poco, señora mía—observó Caballero sonriendo—. A mí no me han dicho nada.

      –Pero eso se comprende, eso se adivina—replicó ella con la vehemencia que ponía siempre en sus apreciaciones sobre la cosa más absurda—. El hombre de sociedad caza las ideas al vuelo. Tú, si no te ponen las cosas delante, así, en la punta de la nariz, no las ves.

      –Acabáramos.

      –Otro hombre listo habría conocido la dificultad que hay para realizar este pensamiento, la dificultad de la dote… Esto se cae de su peso. Amparo es pobre. Nosotros somos ricos de buena voluntad nada más. Es verdad que tenemos buenas relaciones, y las buenas relaciones allanan los peores caminos. Nosotros tenemos muchos amigos, entre ellos algunos que son poderosos. ¿Seremos tan desgraciados que no encontremos algún solterón rico que tenga un arranque de generosidad y diga: «yo doy la dote para esa señorita monja»?

      Rosalía miró al primo revelando la seguridad de obtener respuesta categórica y feliz a la indirecta que acababa de dirigirle. Agustín, herido en su sensible corazón, respondería infaliblemente: «Aquí está el hombre». Pero la de Bringas vio fracasado por aquella vez su astuto plan, porque el primo, sin revelar haberlo comprendido, se levantó de súbito y dijo:

      «Pues yo, prima, tengo que marcharme».

      Con mal disimulado despecho, Rosalía no pudo menos de exclamar:

      «Eso es… siempre tan brutote… Abur, hijo, que te vaya bien: expresiones en llegando».

      VI

      Caballero dio un paso hacia la puerta. Pero en aquel instante entraron los dos niños pequeños de Rosalía, que venían del colegio. Corrieron ambos a abrazar a su mamá y después a Amparo.

      «Un besito al primo».

      –Ven acá, mona—dijo Caballero, que tenía pasión por los niños.

      –La merienda, mamá—clamaron los dos a un tiempo.

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