Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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con un brusco giro de cintura. Se lanzó sobre el animal, rodeando su peludo cuerpo con ambos brazos, y lo hizo caer al suelo. Los dos rodaron sobre la hierba. Una de las zarpas del lobo desgarró el jersey de Jack, que lanzó un quejido de dolor cuando las uñas de la bestia rasgaron su piel bajo la lana. Pero no perdió la concentración. Haciendo un soberano esfuerzo, rodeó con ambos brazos el cuello del lobo, y lo estrechó con fuerza. La criatura gimió y se debatió, pero pronto dejó de moverse porque, cuanto más lo hacía, más le costaba respirar; aún tuvieron que transcurrir algunos minutos más hasta que ambos se quedaron inmóviles.

      —¿Ya? –jadeó Jack–. ¿Te has divertido bastante?

      El lobo gruñó por lo bajo. Jack sintió que se relajaba, y agradeció, aliviado, la llegada del amanecer. Allí, en Limbhad, siempre era de noche, pero el muchacho podía detectar cuándo terminaba el ciclo del licántropo, porque el lobo siempre parecía debilitarse antes de transformarse de nuevo en hombre... en Alexander.

      Jack soltó a la bestia, que gruñó de nuevo; pero no debía de tener fuerzas para levantarse, porque se tumbó sobre la hierba y se limitó a lanzarle una hosca mirada.

      Jack miró su reloj, que había sincronizado con la hora de Alemania. Eran casi las siete. Estaba a punto de amanecer. Sacudió la cabeza, agotado y, cojeando, entró en la casa para ir a buscar el botiquín y las ropas de Alexander.

      Cuando regresó, el lobo seguía echado sobre la hierba, y esta vez ni siquiera alzó la mirada cuando Jack le puso una manta por encima. El muchacho se tumbó en la hierba, boca arriba; tenía la carne del brazo desgarrada por un mordisco del lobo, y el pecho todavía le escocía, allí donde las garras de la criatura lo habían alcanzado. Pero no tenía fuerzas para levantarse de nuevo, así que cerró los ojos y suspiró.

      —Menuda nochecita, ¿eh?

      —Y que lo digas –gruñó el lobo, con la voz de Alexander–. ¿Cómo diablos he conseguido romper esas cadenas?

      —Dímelo tú –murmuró Jack; le dolía todo el cuerpo porque, además de los mordiscos, tenía arañazos y contusiones por todas partes. Con todo, no le preocupaba llegar a convertirse en un licántropo, como Alexander, porque el estado de este no había sido provocado por la mordedura de otro hombre-lobo, sino por un conjuro de nigromancia fallido.

      Alexander se incorporó un poco; volvía a ser él, pero tenía el cabello revuelto, y sus ojos aún relucían de manera siniestra.

      —Habrá que buscar otra manera –dijo. Jack bostezó.

      —¿Otra manera? ¿Cadenas más fuertes, quieres decir?

      ¿O un somnífero? Eh, mira, eso es una buena idea, ¿por qué no se nos habrá ocurrido antes?

      Alexander lo miró un momento, pensativo; admiraba el buen humor con que Jack se había tomado todo aquello.

      —Estás destrozado, chico. Será mejor que entremos a curarte esas heridas.

      Jack se incorporó con esfuerzo y alcanzó el botiquín.

      —Mira lo que he traído –dijo, enseñándoselo–. Soy un chico previsor.

      Alexander sonrió. Mientras desinfectaba la mordedura del brazo con agua oxigenada, Jack se acordó de Victoria.

      —¿Crees que Victoria volverá? –dijo–. Hace una semana que no viene por aquí.

      —Le dijiste que no viniera, ¿no?

      —Sí, pero... me refería a ayer, y a hoy, y hace siete días que dejó de aparecer por Limbhad. Me pregunto si dije algo que le molestara, porque... bueno, ella estaba muy rara y yo sé que a veces soy un poco bocazas...

      —Volverá, Jack –lo tranquilizó Alexander–. No podemos salir de aquí si ella no vuelve. Y lo sabe. ¿Crees que nos abandonaría de esa manera?

      —Tienes razón –murmuró Jack–. Es solo que... a veces... bueno, últimamente tengo la sensación de que la estoy perdiendo y... no sé qué debo hacer.

      Alexander inspiró hondo y cerró los ojos. Se preguntó qué se suponía que tenía que decir. Estaba claro que Jack le estaba pidiendo consejo, pero a él nunca se le habían dado bien ese tipo de cosas.

      —Tal vez deberías decirle lo que sientes por ella –opinó por fin.

      Jack sonrió. No le sorprendió que Alexander se hubiera dado cuenta. A él le parecía que era muy evidente; desde su punto de vista, lo raro era que Victoria no se hubiera dado por enterada todavía.

      —¿Lo que siento por ella? –repitió–. No querría saberlo, te lo aseguro. Está muy fría conmigo. Dos años ha sido demasiado tiempo. Está claro que solo me quiere como amigo, y si ahora voy y le digo todo lo que me pasa por dentro cuando pienso en ella... saldrá corriendo.

      —¿Por qué estás tan seguro?

      —Porque ella está enamorada de otra persona, Alexander.

      —Pues hace dos años estaba enamorada de ti. Jack se volvió hacia él, extrañado.

      —La noche en que me marché de Limbhad –explicó Alexander–, Victoria me dejó salir. ¿Y sabes por qué? Le dije que la bestia que había en mí te mataría. Tú estabas delante cuando se lo dije.

      —Sí, lo recuerdo.

      —Entonces olí su miedo, su pánico, su desesperación. No había tenido tanto miedo de mí hasta entonces, hasta el momento en que pronuncié aquellas palabras. Si me dejó marchar fue para protegerte a ti, Jack. Solo a ti.

      Jack cerró los ojos, mareado. Recordaba perfectamente aquel momento. Apenas unas horas después, él mismo se había marchado de Limbhad, en pos de su amigo, dejando atrás a Victoria.

      —Y tú te fuiste y la dejaste sola –concluyó Alexander, como si hubiese adivinado sus pensamientos.

      —Eso, hazme sentir más culpable todavía –murmuró el chico; suspiró y añadió, pesaroso–: En aquel momento la perdí para siempre, ¿verdad?

      —Yo no estaría tan seguro. Creo que sigues siendo muy especial para ella.

      Jack respiró hondo, pero no dijo nada. Era mejor no hacerse ilusiones.

      Volvió la mirada hacia la balaustrada de la terraza, donde había visto a Victoria por última vez, y la imaginó allí de nuevo, vestida de blanco, tocando la flauta. Casi pudo volver a oír su melodía, y se preguntó cómo había podido pasar dos años enteros sin ella.

      —¿Sabes para qué servía esa terraza? –preguntó entonces Alexander; como Jack negó con la cabeza, el joven explicó–: Hubo una época en la que los dragones pasaron de Idhún a la Tierra, y de vez en cuando venían a Limbhad. La terraza de la casa se construyó para que pudieran posarse sin problemas.

      —Como una pista de aterrizaje –murmuró Jack, pero Alexander no lo entendió; el chico se volvió entonces hacia él, recordando una cosa–. ¿Cómo encontraste al dragón, Alexander? Me refiero al dragón que estamos buscando.

      —No recuerdo muchos detalles –replicó él, pensativo–. Traté de olvidarlo todo, por si me capturaban... No quería que

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