Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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no dijo nada. Se inclinó de nuevo y, discreto como una sombra, abandonó la sala.

      Jack alzó la mirada hacia el suave cielo estrellado de Limbhad.

      —Aquí no hay luna –hizo notar–. ¿Estás seguro de que te transformarás de todas maneras?

      Alexander asintió.

      —El flujo de la luna late en mi interior, chico. Lo siento, lo huelo. Es la luna que brillaba sobre aquel castillo, en Alemania, en la noche que me transformé por primera vez, hace dos años. Mi cuerpo sigue su ciclo desde entonces. Esté donde esté, yo cambio con ella.

      —Entiendo –asintió Jack.

      —Vas a tener que atarme y encerrarme hasta que pase –dijo Alexander–. Aún no me he recuperado del todo de la herida que me produjo Kirtash, pero seré peligroso de todos modos.

      Jack asintió de nuevo, pensativo. Estaban en la habitación de Alexander. El joven seguía guardando cama, terminando de reponer fuerzas, y Jack estaba sentado en el alféizar de la ventana, contemplando la suave noche de Limbhad. Alzó la mirada hacia la terraza de la Casa en la Frontera, que sobresalía como una enorme concha en un costado del edificio, y vio una forma blanca acomodada sobre la balaustrada, con la espalda apoyada en uno de los grandes pilones de mármol de los extremos. Una suave melodía sin palabras ascendía hacia el cielo nocturno de Limbhad.

      —Tienes que hablar con ella –le dijo Alexander.

      —Sí –asintió Jack–. Sí, lleva unos días comportándose de manera muy extraña.

      —No me refiero a eso. Tienes que explicarle lo que me va a pasar, tienes que decirle que no venga a Limbhad en unos días.

      —Ah, eso. Sí, lo haré.

      Alexander lo miró. También él se había dado cuenta de que Victoria no era la misma desde su viaje a Seattle. Parecía ausente, perdida en sus propias ensoñaciones, y pasaba en el bosque más tiempo que de costumbre. También solía sentarse en la balaustrada a tocar la flauta, o, simplemente a contemplar las estrellas, ensimismada, y suspirando de vez en cuando. Cuando se sentaba a estudiar, podía estar media hora con la vista fija en la misma página, incapaz de concentrarse en lo que había escrito en ella. Y Alexander habría jurado que la había visto en Limbhad a horas en las que tenía entrenamiento de taekwondo. El joven ignoraba qué le pasaba a la muchacha, y pensó que, sin duda, Shail habría sabido contestar a aquella pregunta.

      Recordó a su amigo, tan hábil para descifrar los sentimientos de los demás, y se preguntó qué diría Shail si se encontrase allí.

      Las notas de la melodía de Victoria seguían envolviendo la Casa en la Frontera. Era una canción dulce, melancólica, tierna y nostálgica a la vez. Y Alexander lo comprendió, como si el propio Shail le hubiese susurrado la solución:

      —Está enamorada –dijo a media voz.

      Jack se volvió hacia él, como si lo hubieran pinchado.

      —¿Enamorada, Victoria? –sacudió la cabeza–. ¿De quién? En su colegio no hay chicos, y ella no tiene muchos amigos, que yo sepa.

      Alexander se encogió de hombros.

      —Tal vez de algún compañero de la clase de taekwondo. O tal vez –sonrió–, tal vez de ti, chico.

      Jack sintió que se le aceleraba el corazón.

      —¿De mí? No, eso no es posible. Siempre ha dejado claro que para ella, yo... –se interrumpió y concluyó, incómodo–. Da igual.

      Le resultaba doloroso pensarlo. Era hermoso soñar que Victoria sentía algo especial por él, pero sabía que no era cierto. Apenas habían pasado unos días desde su regreso a Limbhad, y Jack no podía dejar de pensar en ella... pero la joven estaba cada vez más fría y distante.

      —De todas formas, vete a hablar con ella –dijo Alexander–. Tienes que contarle lo del plenilunio.

      Jack asintió, contento de tener una excusa para abandonar aquella conversación; si seguían hablando del tema, acabaría por contarle a Alexander todo lo que le pasaba por dentro, y no le parecía bien que Victoria no fuera la primera en enterarse. Porque, aunque tuvieran que pasar semanas, o meses, o años... algún día se lo diría, de eso estaba seguro.

      Se incorporó de un salto y no tardó en marcharse de la habitación.

      Cuando salió a la terraza, Victoria todavía seguía allí, tocando la flauta. Llevaba una bata blanca encima del pijama, y Jack pensó que debía de ser de noche en su casa. En cualquier caso, ella no tardaría en retirarse a su habitación de Limbhad a dormir, o bien a su refugio debajo del sauce. Últimamente pasaba mucho tiempo allí.

      —Victoria –la llamó, acercándose.

      Ella dejó de tocar, y Jack sintió como si hubiera roto un maravilloso hechizo. Victoria le dirigió una mirada extraña, melancólica, pero teñida de cariño. Jack se quedó sin respiración un momento.

      —¿Estás bien? –preguntó–. Alexander y yo estábamos comentando que estás un poco rara estos días.

      —Sí –dijo ella–. Solo me siento un poco cansada y, además... mi abuela está enfadada conmigo todavía, ya sabes... por lo de Seattle. Me ha castigado por faltar a clase.

      —Bueno, siempre puedes escaparte aquí cuando ella esté dormida –sonrió Jack.

      Hubo un breve silencio. Victoria seguía con la mirada perdida en el infinito, y Jack tuvo la incómoda sensación de que apenas le estaba prestando atención, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte, muy lejos de allí.

      «Alexander se equivoca», pensó, desilusionado. «No está enamorada de mí. Es en otro en quien piensa». Aquella idea le hacía tanto daño que se obligó a sí mismo a centrarse en otra cosa.

      —Tengo que contarte algo –dijo–. Algo acerca de Alexander.

      Victoria se obligó a sí misma a escuchar.

      —Está bien, ¿no? La herida se está curando y...

      —No se trata de eso. Es sobre lo que le pasó en Alemania, hace dos años. Lo que le hizo Elrion. Introdujo en su cuerpo el espíritu de un lobo y lo convirtió en una especie de bestia.

      —Lo sé –musitó ella, con un escalofrío–. Lo vi, ¿recuerdas?

      —Bien, pues... el lobo no se ha ido, ¿entiendes? Al menos, no del todo. Sigue ahí, aunque esté bajo control, solo que... a veces... se libera.

      —¿Qué quieres decir?

      —Que el lobo toma el control de su cuerpo... todas las noches de luna llena.

      Victoria ahogó una exclamación de terror.

      —¿Quieres decir que Alexander se ha convertido en un hombre-lobo?

      Jack asintió. Le contó entonces cómo había sido el viaje desde Italia hasta Madrid, a finales de verano. El plenilunio los había sorprendido en Génova, y habían tenido que buscar

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