Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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él se había vuelto de nuevo hacia delante y seguía contemplando la luna, serio, inmóvil como una estatua de mármol.

      —Pero eso no va a cambiar las cosas –dijo ella en voz baja–. Lo que sintamos los dos, quiero decir. Porque tú seguirás luchando contra nosotros. ¿Verdad?

      —Y tú seguirás escondiéndote en Limbhad –respondió él sin volverse–. Lo cual es bueno, hasta cierto punto. Porque de momento funciona..., pero verás, Victoria, no podrás esconderte siempre. Si no soy yo, vendrá otro a matarte. Alguien ha decidido que debes morir, y no va a detenerse hasta que lo consiga. La única manera de escapar de la muerte es uniéndote a nosotros –se giró hacia ella para mirarla a los ojos–. Ya te lo dije una vez, pero te lo vuelvo a repetir: ven conmigo.

      La mirada de él era intensa, electrizante, pero también sugerente y llena de promesas y velados misterios. Victoria supo que había quedado cautivada por aquella mirada y que, pasara lo que pasase, no la olvidaría jamás.

      —¿A Idhún? –preguntó, con un hilo de voz.

      —A Idhún –confirmó Christian.

      Se separó de ella, y Victoria se sintió sola y muy vacía de pronto. Se preguntó cómo sería Idhún, aquel mundo del que tanto había oído hablar, pero que todavía no conocía. Recordó entonces que había sido invadido por los sheks, las monstruosas serpientes aladas.

      —¿Alguna vez has visto un shek, Christian? Él la miró como si se riera por dentro.

      —Sí, muchas veces.

      —Y... ¿cómo son?

      —No tan horribles como imaginas. Son... hermosos, a su manera.

      Victoria iba a comentar: «Jack odia a las serpientes», pero se mordió la lengua a tiempo. Intuía que no era una buena idea mencionar a Jack.

      Pensar en Jack le hizo recordar que, si se iba con Christian, no volvería a ver a sus amigos. Peor aún, los traicionaría. Y aquella perspectiva le parecía aún más espantosa que la idea de morir a manos de Christian. Confusa y avergonzada, deseó por un momento que él la hubiera matado cuando tuvo ocasión. Las cosas habrían sido mucho más sencillas.

      Trató de apartar aquellos pensamientos de su mente.

      —Y... ¿conoces a Ashran, el Nigromante? ¿En persona?

      Hubo un breve silencio.

      —Sí –dijo Christian al fin–. Lo conozco muy bien –se volvió hacia ella, sonriendo–. Es mi padre.

      Victoria lo miró, atónita.

      —¿Qué? –pudo decir.

      Se puso en pie de un salto y retrocedió un par de pasos, temerosa. Christian... Kirtash... el hijo de Ashran, el Nigromante... aquello la había cogido completamente por sorpresa y, sin embargo, tenía sentido y explicaba muchas cosas.

      Sin dejar de sonreír, Christian se levantó también y se acercó a ella. Victoria quiso seguir retrocediendo, pero topó con el antepecho del mirador y, cuando se quiso dar cuenta, Christian estaba muy cerca de ella, mirándola a los ojos.

      —¿Crees que no cumplo mis promesas? –susurró–. Te dije que, si venías conmigo, serías la emperatriz de Idhún, a mi lado. ¿Creías que estaba mintiendo? Nuestro mundo, Victoria, es inmenso, es hermoso, y nos pertenece, a ti y a mí, a los dos, si lo deseas.

      —Pero... –musitó Victoria, desolada–. No puedo...

      Por alguna razón, la imagen de Jack no se le iba de la cabeza, Jack sonriendo, Jack mirándola con aquella chispa de cariño en sus ojos verdes...

      —No puedo... –susurró.

      Y miró a Christian, y vio que él seguía observándola, y por primera vez vio con claridad que sus ojos azules, habitualmente fríos como cristales de hielo, estaban llenos de ternura.

      —No... –dijo.

      Pero, cuando Christian se inclinó para besarla, Victoria le echó los brazos al cuello y se acercó más a él, y cerró los ojos, y se dejó llevar; y, cuando los labios de él rozaron los suyos, fue como una especie de descarga que la hizo estremecerse de arriba abajo. Se abandonó a aquel beso, sintiendo que se derretía y, cuando finalizó, los dos se abrazaron, temblando, bajo la luna llena. Victoria ya no se acordó de Jack, ni de Alexander, ni de Shail, ni tampoco de Idhún, ni de Ashran, el Nigromante, cuando apoyó la cabeza en el hombro de Christian y le susurró al oído:

      —Te quiero.

      Él no dijo nada, pero la estrechó con fuerza.

      Ninguno de los dos vio la sombra que los observaba desde una de las ventanas de la mansión.

      VI

      SU VERDADERA NATURALEZA

      J

      ACK blandió el garrote, respirando entrecortadamente. La bestia lo observó, con cautela, pero sin dejar de gruñir por lo bajo.

      —Alexander, no –dijo el muchacho, aunque sabía que aquella cosa no era Alexander y, por tanto, no iba a escucharlo.

      La primera noche, las cadenas habían aguantado de milagro. Pero aquella segunda noche, el lobo había hecho acopio de fuerzas y, tras varias horas tirando, mordiendo, royendo y tratando de sacudírselas de encima, había logrado liberarse de su encierro.

      Jack podía haberlo matado. Podía haber blandido a Domivat; hasta el más leve roce de su filo habría hecho que el lobo estallase envuelto en llamas, si Jack hubiese querido.

      Pero el chico no podía enfrentarse a él de esa manera, porque sabía que, bajo la piel de la bestia, se ocultaba Alexander, su amigo, su maestro.

      El lobo gruñó de nuevo y saltó hacia él. Jack intentó esquivarlo y logró golpearlo con fuerza; pero el lobo aterrizó sobre sus cuatro patas, sacudió la cabeza y volvió a la carga.

      Jack no quería hacerle daño; pero, si no lo detenía, el lobo acabaría por matarlo a él.

      Era una bestia magnífica, un enorme lobo gris de fuertes patas, poderosos colmillos y afiladas zarpas. Pero su instinto le pedía sangre, y Jack estaba demasiado cerca. El chico blandió el garrote como si fuera una espada y golpeó al lobo en el estómago. No sin satisfacción, lo vio caer hacia atrás, con un quejido. Pero no era suficiente. Con un grito salvaje, Jack se arrojó sobre la bestia y cayó sobre su lomo para tratar de sujetarlo. Las patas del animal se doblaron bajo el peso del muchacho, pero giró la cabeza y trató de morderlo. Su mandíbula se cerró en torno al antebrazo de Jack, que gritó de dolor e intentó sacudírselo de encima. Se levantó de un salto y retrocedió, sujetándose el brazo herido y observando al lobo con cautela. El garrote había quedado en el suelo, lejos de él.

      Jack inspiró hondo, sin apartar los ojos del animal, que gruñía por lo bajo, dispuesto a saltar sobre él.

      —Alexander... –dijo el chico–. Reacciona, por favor. Soy yo, Jack.

      Se sintió ridículo. Era obvio que no podía escucharlo. Retrocedió unos pasos, a la par que el lobo avanzaba hacia él. Se dio

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