Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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      Jack aguardó. Alexander volvió a recostarse sobre la hierba y empezó a hablar.

      —Solo recuerdo que me dirigí al sur, a Awinor, el reino de los dragones. Fuimos muchos los que partimos en aquella búsqueda, porque había que salvar a un dragón, al menos a uno solo, para que la profecía pudiera cumplirse.

      »Pero no quedaban dragones. Por alguna razón, la luz de los seis astros entrelazados en el firmamento resultaba mortífera para ellos. Simplemente... estallaban en llamas. Y caían desde el cielo como meteoros. Pronto, Awinor entero ardió también. Y la tierra de los dragones murió con ellos.

      Jack sintió una especie de nudo en el estómago, pero quería conocer el final de la historia, y no lo interrumpió.

      —Cuando yo llegué a Awinor –prosiguió Alexander–, aquello ya no era más que un páramo yermo cubierto de ceniza. Había restos de dragones por todas partes. Era espantoso.

      »Pero seguí buscando y, no sé cómo ni por qué razón, encontré un nido. En circunstancias normales, no se me habría ocurrido entrar, puesto que los dragones guardan celosamente sus huevos, pero estaba desesperado, el tiempo se agotaba y, en el fondo, sabía que ya no quedaba ningún dragón que pudiera castigarme por mi atrevimiento.

      »Los huevos estaban todos abiertos. Las crías habían muerto todas. Algunas ni siquiera habían llegado a salir del todo del cascarón.

      »Pero al fondo vi un huevo intacto, y algo que rascaba dentro. Esperé... y, cuando la cáscara se quebró, salió del interior una cría de dragón. Estaba débil y temblorosa, pero vivía. Y era un dragón dorado.

      —¿Qué tiene de especial un dragón dorado?

      —Son una rareza, Jack. Normalmente los dragones no tienen colores metálicos. Pero a veces nace un dragón con escamas de tonos dorados, o plateados, uno entre diez mil, tal vez... no me preguntes por qué, pero son especiales. Los dragones creen que las crías que nacen con esos colores están destinadas a hacer grandes cosas. Y por eso supe, de alguna manera, que aquel dragón viviría, y que era el dragón de la profecía.

      »Y el resto, ya lo sabes. Lo llevé a la Torre de Kazlunn. Sobrevivió al viaje. Y –añadió, tras un breve silencio– espero que haya sobrevivido a la Tierra.

      Jack asintió y se quedó un momento callado, pensando. Luego preguntó:

      —¿Le pusiste nombre? Alexander sonrió con nostalgia.

      —Bueno, nunca se lo he contado a nadie –confesó–, porque se supone que era algo entre él y yo. Lo llamé... no te rías... lo llamé Yandrak.

      Jack se rió. «Yandrak» significaba «Último Dragón» en idhunaico.

      —Nunca he tenido demasiada imaginación –se excusó Alexander.

      —Es un nombre apropiado –opinó Jack–. Es lo que es. ¿Donde crees que estará Yandrak ahora? ¿Qué crees que estará haciendo?

      —Tal vez –sonrió Alexander–, tal vez esté contemplando las estrellas, como nosotros.

      —¿Las estrellas de Idhún, o las de la Tierra?

      —Las estrellas, sin más.

      Victoria volvió a Limbhad dos días más tarde. Jack pensó que ella parecía más feliz que en su último encuentro, en la terraza. Pero, por alguna razón, lo evitaba y no lo miraba a los ojos, y Jack no sabía qué pensar. Seguía creyendo que Victoria sentía algo por otra persona, pero... ¿por qué se comportaba así con él? Ambos hechos no parecían tener relación. «Tengo que hablar con ella», se dijo el chico.

      La ocasión se presentó muy pronto. Una de las primeras cosas que hizo Victoria fue sanar las heridas de Jack, y para ello se lo llevó a su refugio, debajo del sauce, donde su magia funcionaba mejor. Jack la contempló en silencio mientras la magia de su amiga recorría su cuerpo. Era una sensación dulce, cálida y muy agradable. El chico deseó que aquel momento no acabara nunca. Pero sus heridas se estaban cerrando y, cuando la curación finalizara, regresarían a la casa, y la oportunidad habría pasado.

      De modo que, cuando ella terminó, y antes de que dijera nada, Jack preguntó:

      —Victoria, ¿estás enfadada conmigo?

      —¿Qué? –Victoria lo miró, confusa–. No, Jack, no estoy enfadada contigo.

      —¿Por qué te comportas así, entonces? ¿Por qué no puedes mirarme a la cara ni estar en la misma habitación que yo?

      Victoria le dio la espalda con brusquedad. Pero Jack ya había visto sus ojos llenos de lágrimas. Se sentó junto a ella y le pasó un brazo por los hombros.

      —Lo siento, no quería ser brusco. Por favor, dime qué te pasa. No me gusta verte así. Si es culpa mía...

      —No es culpa tuya –suspiró ella.

      Se recostó contra él y cerró los ojos. Dejó que Jack la reconfortara con su abrazo.

      —He hecho algo muy malo, Jack –susurró Victoria–. No podrás perdonarme nunca.

      —Qué... qué tonterías dices –replicó él, confuso–. Todo el mundo mete la pata alguna vez y, además, seguro que no es tan grave.

      —Sí que lo es. Y lo peor de todo es que no he podido... o no he sabido evitarlo.

      —¿Quieres... quieres contármelo?

      —Quiero contártelo –asintió ella–, pero sé que no soportaré mirarte a la cara después. No estoy preparada, Jack. No quiero perderte.

      Jack cerró los ojos y la abrazó con fuerza. «Yo tampoco quiero perderte a ti», pensó. «Y siento que te vas... muy lejos. Me gustaría saber dónde estás ahora. Y si puedo acompañarte».

      Pero no lo dijo en voz alta.

      —No vas a perderme, Victoria –le aseguró–. Estoy aquí, ¿ves? Y estaré aquí... siempre que me necesites. Esperando a que vuelvas... de dondequiera que estés en estos momentos.

      —Pero... pero si estoy aquí Pero Jack negó con la cabeza. –murmuró ella, perpleja.

      —No, no estás aquí. Estás muy lejos... donde yo no puedo alcanzarte.

      A Victoria se le llenaron los ojos de lágrimas.

      —Tienes razón, Jack. Estoy muy lejos... en el último lugar donde te gustaría verme. Por eso... no merezco que me hables así, no merezco tu cariño ni tu amistad.

      Se separó bruscamente de él, se levantó de un salto y echó a correr hacia la casa. Jack se incorporó.

      —¡Victoria! –la llamó, pero ella no se detuvo.

      No podía dejarla así. No soportaba verla sufrir de esa forma, quería mecerla entre sus brazos, tranquilizarla, susurrarle al oído palabras de consuelo... hacer lo que fuera para que se sintiera mejor.

      Corrió tras ella, trató de alcanzarla, pero ella ya había entrado en el edificio, y Jack intuía

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