Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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pero se puso un poco, para tapar las ojeras y disimular la palidez.

      Con todo, nada lograría borrar de sus ojos aquella huella de profunda tristeza. Apartó la mirada del espejo y bajó a desayunar.

      Su abuela ya estaba allí, leyendo el periódico mientras tomaba el café. Victoria comprendió que, si la miraba a la cara, tendría que dar muchas explicaciones, de manera que trató de pasar tras ella sin que la viera. Ya tomaría algo en la cafetería del colegio.

      Pero, a pesar de que no hizo ni el más mínimo ruido, a pesar de que era experta en lograr que la gente no se fijase en ella, con su abuela aquello nunca funcionaba. Era como si tuviera una especie de radar para detectar su presencia.

      —Buenos días, Victoria –dijo ella sin volverse. Victoria reprimió un suspiro resignado.

      —Buenos días, abuela.

      Entró en la cocina para prepararse el desayuno. Ya no le servía de nada disimular.

      —¿Oíste lo de anoche? –preguntó su abuela, sin levantar la cabeza del periódico.

      —No, abuela –mintió ella, mientras sacaba el nescafé de la alacena; normalmente desayunaba cacao, pero aquel día necesitaba despejarse–. ¿Qué pasó?

      —Hubo un incendio atrás, en el pinar. Demasiado cerca de casa. Menos mal que los vecinos avisaron a los bomberos.

      —¿En el pinar? –repitió Victoria–. ¡Oh, no, con lo que me gusta! Espero que no se hayan quemado muchos árboles.

      —Me extraña que no te enteraras de nada. Pero bueno, no saliste de tu habitación, y no quise molestarte. Por poco tuvimos que desalojar la casa.

      A Victoria le tembló la mano y dejó caer el brik de leche.

      —¡Por Dios, hija! ¡Mira qué desastre! Llamaré a Nati para que lo limpie...

      —No, deja, ya lo hago yo. Lo siento, hoy estoy un poco torpe.

      —Sí –su abuela la miró con fijeza–. No tienes buena cara. ¿No has dormido bien?

      —He dormido, pero he tenido pesadillas. He soñado... con monstruos, y eso.

      —Ya eres mayorcita para tener esa clase de pesadillas, ¿no?

      Victoria se encogió de hombros.

      —Pues ya ves.

      Terminó de recoger la leche y volvió a la preparación del desayuno. Segundo intento.

      —¿Y cómo te va con ese chico? –preguntó entonces su abuela, de manera casual.

      Los dedos de Victoria se crisparon sobre el azucarero y por poco se le cayó al suelo también.

      —¿Qué chico?

      —El que te gustaba, ya sabes...

      —A mí no me gustaba ningún chico.

      Su abuela la miró fijamente, por encima de las gafas, arqueando una ceja.

      —Bueno, vale, bien, sí, me gustaba uno –confesó ella a regañadientes–. Pero he descubierto cómo es realmente y... ya no me gusta.

      —¿Te ha hecho daño? –preguntó su abuela, repentinamente seria; sus ojos brillaron de una manera extraña por detrás de los cristales de las gafas, pero Victoria no la estaba mirando, y no se dio cuenta.

      —¿Daño? –La chica se quedó quieta, planteándoselo por primera vez–. ¿Físico, quieres decir? No, claro que no. De hecho, parece obsesionado con protegerme de todo. Pero...

      —Te ha roto el corazón, ¿no? ¿Y por qué te ha dejado?

      —No me ha dejado en realidad. He sido yo quien ha decidido dejarlo a él.

      —Entonces, has sido tú quien le ha roto el corazón a él.

      —¿Qué? –soltó Victoria, estupefacta; no se le había ocurrido verlo así–. ¡Pero si él no tiene corazón! No es un chico normal, es...

      —... ¿un monstruo?

      Victoria se estremeció, y miró a su abuela, desconcertada. Ya era bastante insólito que ambas estuvieran hablando de chicos, pero que ella se acercara remotamente a la verdad... resultaba inquietante. No podía ser que supiera...

      Recordó lo que Christian le había contado acerca de aquella mansión y su «aura benéfica», y miró a su abuela, inquieta. Pero ella siguió hablando, con total tranquilidad:

      —Verás, Victoria, cuando nos enamoramos, las primeras veces, idealizamos a la otra persona, pensamos que es perfecto. Cuando más nos convencemos de ello, más dura es la caída. Seguro que no es tan mal chico.

      Victoria respiró, aliviada. Aquello ya tenía más sentido.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Porque todavía te gusta. Si no, no sentirías tantos remordimientos por haberlo dejado.

      —¿Y tú qué sabes? –replicó ella, de mal humor, de pronto–. No siento remordimientos. Ya te he dicho que he descubierto cómo es en realidad y...

      «... ¡y no estamos hablando de un chico normal!», quiso gritar.

      —¿Has hablado con él después de eso?

      —¡Claro que no! –replicó Victoria, horrorizada.

      —Ah, ya entiendo. Entonces es que hay otro, ¿no? Victoria cerró los ojos, mareada.

      —Vamos a ver, ¿por qué de repente te interesa tanto mi vida sentimental?

      —Porque hasta ahora nunca habías tenido una vida sentimental, hija. Siento curiosidad. Y estoy contenta. Ya era hora de que empezaras a pensar en chicos. Comenzaba a preocuparme.

      Victoria abrió la boca, pasmada.

      —Qué maruja eres, abuela.

      —Vamos, cuéntame, cuéntame –la apremió su abuela–. ¿Cómo es ese chico que te gusta ahora?

      —¿Jack? –dijo ella irreflexivamente; enseguida lamentó no haberse mordido la lengua, pero en fin, ahora la cosa ya no tenía remedio–. Pues es... podríamos decir que es mi mejor amigo. Tenemos mucha confianza, es muy cariñoso, muy dulce y... parece ser que le gusto.

      —¿Y él te gusta a ti?

      —Sí –confesó ella en voz baja–. Mucho. Lo que pasa es que...

      —Todavía te gusta el otro, ¿no? El «chico malo», por llamarlo de alguna manera.

      —Sí –dijo Victoria, y se echó a llorar. Sintió que su abuela la abrazaba.

      —Ay, niña, dulce juventud...

      —Soy rara, ¿verdad, abuela?

      —No,

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