Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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él es una serpiente», se obligó a recordarse a sí misma. «No es humano. No puede sentir nada por mí».

      Y, sin embargo, era su voz la que le estaba susurrando aquellas palabras, su voz la que se preguntaba, una y otra vez, por qué, por qué, por qué estaba sintiendo aquellas cosas por una criatura tan lejana y distante como la más fría estrella. No era una ilusión. La canción de Christian la conmovía hasta la más honda fibra de su ser. Y supo, de alguna manera, que ella era la chica a la que él había dirigido aquellos versos.

      Enterró el rostro entre las manos, muy confusa. Cuando terminó la canción de Chris Tara, la radio empezó a escupir las notas de otro tema que, en comparación, sonaba chirriante, tosco y desagradable. Molesta, Victoria apagó el aparato.

      El autobús se había detenido frente al colegio, y las chicas ya salían al exterior. Victoria cargó con su mochila y bajó las escaleras.

      Pero, cuando se disponía a cruzar la puerta del colegio, algo parecido a un viento frío la hizo estremecerse, y se volvió, insegura.

      No había nada. Todo estaba tranquilo, todo normal. Y, sin embargo, Victoria tenía un presentimiento, un horrible presentimiento.

      Alguien a quien ella quería estaba en grave peligro. Alguien muy importante para ella podía morir.

      Dos nombres acudieron de inmediato a su mente, sin que pudiera estar segura de cuál de los dos había aparecido antes. Jack. Christian.

      Titubeó. ¿Y si no era más que una paranoia? Jack estaba a salvo en Limbhad, y Christian... ¿había algo que pudiera amenazarlo a él, un shek, una de las criaturas más poderosas de Idhún?

      Entonces sonó el timbre que anunciaba el comienzo de las clases, y Victoria vaciló. Tenía que ir deprisa, corriendo, a salvarlos... ¿a salvar a quién? ¿A Jack?

      ¿A Christian?

      ¿A los dos?

      —Voy a matarte –dijo Jack, ceñudo. Kirtash no dijo nada.

      Jack atacó primero. Lanzó una estocada, buscando el cuerpo de su enemigo, pero este se movió a un lado e interpuso el acero de Haiass entre su cuerpo y el arma de Jack.

      Las dos espadas chocaron, y algo invisible pareció convulsionarse un momento. Jack se detuvo, perplejo. En los ojos de Kirtash apareció un brillo de interés.

      —Empiezas a saber utilizar esa espada –comentó.

      —No seas tan arrogante –gruñó Jack–. Vas a morir.

      Descargó la espada contra él, con todas sus fuerzas.

      Kirtash detuvo la estocada, y, de nuevo, saltaron chispas. Jack insistió. Una y otra vez.

      Domivat rutilaba como si fuera un corazón luminoso bombeando sangre. Jack sabía que era su propia energía lo que estaba transmitiendo a la espada, y casi pudo percibir el odio que destilaba el acero, reflejo de los sentimientos que él mismo albergaba en su corazón. El fuego de Domivat trataba de fundir el hielo de Haiass, pero la espada de Kirtash seguía siendo inquebrantable. El odio del shek se manifestaba a través de aquella frialdad tan absolutamente inhumana, y el filo de Haiass era ahora del mismo color de los ojos de hielo de Kirtash.

      Las dos espadas se hablaban en cada golpe, trataban de encontrarse y de destruirse mutuamente, pero ninguna de las dos resultaba vencedora en aquella lucha. Por fin, Jack asestó un mandoble con toda la fuerza de su ser, y el choque fue tan violento que ambos tuvieron que retroceder.

      Se miraron, a una prudente distancia.

      —Todavía no lo sabes –comprendió Kirtash.

      —¿Qué es lo que he de saber?

      —Por qué hay que proteger a Victoria.

      —La protejo porque la quiero, ¿me oyes? –gritó Jack–. Y tú... tú... maldito engendro... le has hecho daño, la has engañado. Solo por eso mereces morir.

      —¿Solo por eso? –repitió el shek–. ¿De veras crees que ese es el único motivo por el que has venido a buscarme?

      —¿Qué es lo que quieres de ella? –exigió saber Jack–.

      ¿Por qué no la dejas en paz?

      —Quiero mantenerla con vida, Jack –replicó Kirtash con frialdad–. Y no viene mal que yo ande cerca, porque, por lo visto, tú eres incapaz de cuidar de ella.

      —¡Qué! –estalló Jack–. ¿Cómo te atreves a decir eso?

      ¿Precisamente tú, que eres lo más... perverso y retorcido que he visto nunca?

      Kirtash sonrió, sin parecer ofendido en absoluto.

      —Ya entiendo. Estás celoso.

      Jack no pudo soportarlo. Volvió a arrojarse sobre él. Kirtash detuvo el golpe y le dirigió una fría mirada; pero, tras el hielo, sus ojos relampagueaban de ira y desprecio.

      —Tienes una extraña forma de demostrar tu amor –comentó–. Has vuelto a dejar sola a Victoria. ¿No deberías estar a su lado, consolándola?

      —Eres tú el que está celoso. Por eso estás tan furioso. Por eso mostraste ayer tu verdadera forma.

      Kirtash dejó escapar una risa seca. Jack se quedó desconcertado un momento; nunca lo había oído reír. Reaccionó a tiempo y detuvo a Haiass a escasos centímetros de su cuerpo. Empujó, para apartar a Kirtash de sí.

      —Nada más lejos de la realidad –dijo el shek–. Estás enamorado de Victoria, ella también te quiere. Justamente eso es lo único que podría haber hecho que te perdonara la vida. Lástima que, a pesar de eso, en conjunto la balanza no se incline a tu favor.

      —No me hagas reír –gruñó Jack–. No puedes sentir nada por ella. No eres humano.

      Kirtash le dirigió una mirada tan fría que el chico, a pesar de estar hirviendo de ira, se estremeció.

      —Ah –dijo el shek–. No soy humano. Y tú sí, ¿verdad?

      Algo parecido a un soplo helado sacudió el alma de Jack.

      —¿Qué... qué has querido decir?

      Se quedó quieto un momento, como herido por un rayo. Recordó, en un solo instante, el misterio de su vida y de sus extrañas cualidades, y comprendió que Kirtash sabía acerca de él muchas cosas que el propio Jack ignoraba. Y el deseo de descubrirse a sí mismo regresó, con más fuerza que nunca, a su corazón.

      Se esforzó por recuperar la compostura, recordando que el ser con el que estaba hablando era su enemigo, y que se trataba de una criatura aviesa y traicionera.

      —No vas a confundirme –le advirtió, ceñudo.

      Kirtash entrecerró los ojos un momento. Su expresión seguía siendo impenetrable, sus movimientos, perfectamente calculados; pero Jack percibía su odio y su desprecio hacia él, tan intensos que, si él mismo no se hubiera sentido tan furioso, se le habría congelado la sangre en las venas.

      El

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